viernes, 20 de octubre de 2023

La muerte de la madre: un antes y un después

 


El Chorrillo, 20 de octubre de 2023

Puede haber cosas en este diario que más deberían ser materia de un diario privado que otra cosa, pero habituado como estoy a leer diarios, muchos de gente mayor, una edad en la que poco o nada importan las opiniones de los otros y sí y mucho la necesidad de expresarse, de decir lo que uno siente y piensa, pues que me inclino como me es habitual por seguir haciendo caso omiso de convecciones que no son las mías. Son tan apasionantes los diarios cuando en ellos descubres la humanidad que subyace a la habitual fachada que ofrecemos ante los demás… En estos días que leo a Ramón y Cajal, el Ramón y Cajal de los ochenta y dos años, la lectura me hace más y más consciente de que lo que verdaderamente nos importa en lo más íntimo de nuestro yo, algo que repudiamos expresar porque “pertenece a la intimidad” tiene un rango tan universal, tan apreciado que maldita la gracia entretenernos con piruetas dialécticas, con pequeñas aventuras o con el insufrible parloteo político. Estos días sin más qué más importante que conocer por dentro los sentimientos, los amores por los seres queridos masacrados, el dolor, las expectativas de los gazatíes; o saber de cómo se resuelve el dolor de la muerte de una madre; o conocer de cómo vamos avanzando en ese camino de la vida que termina entre el perejil… (“Esto es todo lo que hay. El camino termina entre el perejil”)

¿A quién coño le puede interesar lo que yo piense o sienta?, se dirá alguno. Mi hijo Guille ya me ha preguntado un par de veces si he leido los diarios de Chirbes. Pues no, no porque sospecho que esos diarios deben de tener, imagino, mucho de lo que sucedía en España, y especialmente en el ámbito literario, lo cual sin dejar de interesarme es para mí mucho menos atractivo que lo que pudiera suceder en el ámbito cambiante de las personas que viven insertas en un tiempo y en una sociedad concreta.

Así que hoy voy a hablar de un antes y un después que fue determinante en mi vida, algo que me va a servir para refrescar mi memoria y con ello alguno de esos fugaces e intensos momentos que uno ha vivido. Leo estos días a Ramón y Cajal en sus ochenta años; leí hace poco a Sandor Marai a la misma edad cuando a él y a su mujer la vida se les  iba de las manos; a Ernesto Sábato en el declinar de sus últimos años; a Salvador Pániker en su lucha contra la decrepitud; a Ernst Jünger lúcido y como si su vida no tuviera fin –murió con más de cien años–; y encuentro en todos estos hombres, pese a su asimilada condición de estar en su fin de carrera, un algo que siempre ilumina los rincones más profundos de sus personas; qué desean, qué quieren, qué añoran, de qué se sienten satisfechos; cómo se enfrentan al decaimiento físico y mental.

Estos días que he probado mantenerme lejos de las redes, que no tengo coche, lo que viviendo aislado en el campo en cierto modo me aísla del mundo; días en que ando sumido en un puñado de libros que suscitan una extensa variedad de estímulos, finalmente han terminado recalando en ese momento de mi vida en que a partir de entonces puedo decir que hubo un antes y un después. Ese preciso momento de inflexión tuvo lugar la madrugada en que murió mi madre. Fue un día notable en la historia de muestra familia. Mi madre había sido diagnosticada de un cáncer de cerebro tres meses antes, y la esperanza de vida que le dieron no le llegaría hasta la primavera siguiente. Trasladamos a mi madre a nuestra casa. Estábamos en los últimos días de diciembre y a la mañana siguiente de instalar a mi madre en casa todos los alrededor de nuestra casa se despertaron cubiertos por una nevada. Era entrañable ver a mi madre junto a la ventana haciendo calceta y pensando que tres meses después no existiría. Murió un día del mes de marzo entre mis brazos.

La plenitud con la que todos vivimos aquellas semanas, incluida mi madre, que junto a momentos de dolor en que las complicaciones propias de la evolución del cáncer la obligaron a pasar por el hospital, fue extraordinaria. En ella germinaron profundas preguntas indispensables sobre la vida y su significado, sobre el sentido de lo que hacemos, sobre las tantas vanas preocupaciones que nos echamos a la espalda. Junto al profundo dolor brotaba no obstante la certeza de las cosas hermosas de la vida, la plenitud de los sentimientos, el infinito cariño que había suscitado la presencia de mi madre durante aquellos tres meses. Su muerte sirvió para abrirnos los ojos y aprender a determinar lo que era realmente importante y qué no. No podía ser que a partir de entonces echáramos por tierra la vida con asuntos baladíes, ni que nos perdiéramos por senderos extraviados. Apuntamos entonces a enderezar nuestros pasos y dirigirlos a aquello que creímos que era importante.

Un mes después, tras conseguir un permiso sin sueldo en el trabajo, emprendimos Victoria y yo un viaje por América Latina de medio año, Tierra del Fuego, la Patagonia, los glaciares junto al canal de Magallanes, los Andes, el desierto de Atacama, los altos de Bolivia, la selva de la cuenca amazónica. Descubrimos un mundo que posteriormente seguiríamos explotando con una jubilación adelantada que nos llevaría a largos viajes alrededor del mundo y en verano a recorrer año tras año los Alpes o los Pirineos de parte a parte. Habíamos descubierto que intentar vivir lo más intensamente posible era la respuesta a una vida que habíamos entrevisto muchas veces, pero que por razones laborales o de crianza no habíamos sido capaces de emprender del todo.

No, no eran sólo los viajes, la parte más visible de aquel cambio de disposición, de aquel descubrimiento, era una profundización en la filosofía de la vida. Descubriendo en  nuestra piel, algo que siempre habíamos atisbado y vivido, la levedad de la existencia y la facilidad con la que se pierde el norte con paparruchas, fuimos capaces, cuando nuestros hijos llegaron a la edad de su autonomía, de orientarnos mucho mejor gracias a esos últimos tres meses de la vida de mi madre. Una anécdota de mi madre da cuenta de cómo uno puede cambiar disposiciones enquistadas dentro de nosotros. Habíamos recibido de mi padre una llamada telefónica en donde daba cuenta del estado de salud alarmante que sufría mi madre aquella mañana, e inmediatamente fuimos hasta su casa. La situación era de urgencia. No esperamos a la ambulancia. Cuando sacábamos a mi madre para meterla en el coche a la sillita de la reina, ella salió de su sopor y nos pedía imperativamente que comprobáramos que estuvieran todas las ventanas cerradas y los cerrojos echados –la obsesión de mi madre por los robos era enfermiza–; incluso volvía la cabeza hacia atrás para comprobarlo. Días después, cuando ya estaba instalada en nuestra casa, nunca, en ningún momento volvió a acordarse de los posibles ladrones ni de su casa, nunca lo volvió a mencionar. Otras cosas mucho más importantes estaban sucediendo en su vida, el pelo que se le caía por la quimioterapia, el cariño de sus nietos y sus hijos alrededor, incluso las caricias del zalamero Curry, nuestro pastor alemán, parecían llenar una parte importante de su vida. El jersey que me estaba haciendo, que después no supo terminar, una labor que había hecho durante toda su vida, y que logré que transformara en bufanda; el juego con sus nietos, los paseos mientras fatigosamente pudo caminar, la preocupación por sus piernas hinchadas, su horror a que la llevaran al hospital, sus risas hasta casi caerse de la silla cuando tomando de su plato unas chuletas se las alcanzaba a Curry, que por aquellas semanas se había hecho su mejor amigo… Los ladrones se habían esfumado en sus preocupaciones en el entorno de cariño con el que hijos y nietos habían envuelto a la abuela.

A veces cuesta mucho mucho aprender qué es lo importante y qué no.

 

 

 


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