domingo, 23 de enero de 2022

Encontrarse


Los abrazos. Juan Genovés

 


El Chorrillo, 23 de enero de 2022

Hoy era día de preparar la chozacar con vistas a marcharme unos días a correr mundo y a visitar cumbres de la provincia de Teruel y Valencia -ese seguir engordando mi colección de montes en donde pernoctar-; parecía que estábamos en un anticiclón que prometía bonanzas suficientes, pero amaneciendo turbio esta mañana y volviendo a ver la previsión del tiempo cambié de opinión, así que héteme aquí mano sobre mano, dado que la preparación de la furgoneta para ponerme en viaje habrá de esperar buenos días de sol. Así que voy a intentar a ver qué puedo hacer con un verbo que se me enredó en la memoria ayer tarde a raíz de un correo que recibí de una amiga. Encontrarse, es la palabra, un concepto que siempre evoca en mí momentos en que absorbido en el tráfago de las obligaciones, de actividades diversas o de encuentros  familiares o con amigos, a la tarde, cuando vuelvo a casa y cierro tras de mí la puerta de mi cabaña, vuelvo a ser consciente de ese yo al que he tenido abandonado durante todo el día. Enciendo entonces un fuego en la chimenea, me siento frente a él y así, en silencio, poco a poco voy recuperándome a mí mismo. Me miro ojos adentro y empiezo a notar que el calorcillo de mi yo empieza a embargarme todo el cuerpo. Estoy reencontrándome; me digo: ¿Hola?, ¿qué tal estás? Y mi yo, que tan absorto se ha encontrado todo el día pendiente de los demás, atento a asuntos ajenos, a las noticias de unos u otros, entre los que cuentan algunos a los que se les coló la Covid en casa, emite un suspiro de alivio y se queda como un pasmao con los ojos fijos en el fuego de la chimenea.

Tiene cierta gracia eso de encontrarse con un verbo en un mail de una amiga y decidir así, a palo seco, dedicar un rato de la mañana a tratar de saber de qué esta hecho ese concepto. Más o menos como hacemos cuando contemplamos una escultura de bulto redondo. La miras de frente, te seduce y a continuación te dedicas a dar un paseo a su alrededor. Podría tratarse de una de esas bellas esculturas neoclásicas de Canova o una de aquellas portentosas esculturas de Miguel Ángel, pero no hace falta apuntar tan alto; por poco que abramos los ojos la cotidianidad nos sirve continuamente palabras, significantes, que albergan en su interior todo un mundo lleno de intimidad y candor, cuando no la sensación de estar huyendo de un revoltijo de demonios, un aquelarre en donde las meigas y los ojos lunáticos de los personajes del cuadro de Goya se abren paso en la oscuridad.  

Cualquiera lo diría: “encontrarse”, como si fuera necesario el uso de un gps y una brújula para retornar a la tierra prometida que somos nosotros mismos. Uno siente en un momento la sensación de haberse perdido y entonces decides romper por unos días las rutinas que te mantienen inmerso en un yo zarandeado, que acaso no te dejan ver con claridad lo que está sucediendo entre tu persona y la realidad, y te retiras a una casa a la orilla del mar donde ahora cada mañana te abrazas a un gran roble y donde poco a poco tratas de reestablecer el contacto contigo mismo.

Pero encontrarse tiene escenarios mucho más complejos y dolorosos. Sucede cuando el mundo se hunde a nuestros pies y despertamos como en medio de una pesadilla aturdidos y tratando de agarrarnos a nosotros mismos como el barón de Münchhausen contaba que, habiendo caído en un peligroso pantano donde se hundía sin remedio, consiguió salvarse y salvar a su cabalgadura tirándose hacia arriba de la cabellera. Y es que sucede que nos salvemos muchas veces de la quema por los pelos. Desde nuestro punto de vista es obvio que la única realidad que en definitiva da sentido al mundo, es ese yo que subyace en nosotros latente, como el corazón o las vísceras, aunque sin ser notado, hasta que realmente caemos en que nos hemos perdido. Envueltos en la barahúnda del trajín de todos los días, mucho ruido y pocas nueces en tantas ocasiones, un día despertamos y nos encontramos con una nota encima de la cama que nos ha dejado nuestra pareja, donde fríamente se despide de nosotros hasta siempre. Y entonces nos encontramos perdidos. Y abrimos los ojos y todo está muy oscuro y silencioso, un silencio apenas perturbado por algunas gotas de agua que retumban en la oscuridad. Hay un tiempo terso, doloroso, lleno de interrogantes, pero al fin es necesario reincorporarse y hacer frente a la situación. El escenario recuerda a aquel mito clásico en que Teseo se interna en la cueva del Minotauro para darle muerte. Matar al Minotauro,  esos pensamientos y sentimientos que nos acosan, para encontrarnos a nosotros mismos de nuevo. El hilo de Ariadna nos guiará por el laberinto hacia la luz del sol.

Quizás sea el amor uno de los laberintos más conspicuos en que hombres y mujeres podemos internarnos en algún momento de nuestras vidas. El relato de Platón en donde un solo ser es demediado por Júpiter para restarle fuerza, al punto de obligar a cada mitad durante toda la vida a buscar desesperadamente su otra mitad perdida, da cuenta de la enorme tensión que se pone en juego para encontrar la otra parte del yo que al final habría de dar lugar a la pareja. Pero no tenía en cuenta el relato las equivocaciones que se puedan tener en esa tensa búsqueda, ni la posibilidad creativa de que la búsqueda de la media naranja estuviera llena de lances y cortejos de variada índole que llevaran a unos y otros a experimentar el néctar del amor en ardorosos y sucesivos brazos.

Un lío fenomenal que la especie, siendo tan sabia, no supo resolver, ya que inventó el elíxir de amor, que los humanos muy pronto se dispusieron a beber, pero se olvidó del sufrimiento que generaría esa violenta energía, que podría impeler tanto a una pacífica vida de pareja de por vida, como a un variado comportamiento amoroso. La especie va a su bola, ya se sabe, el mandato bíblico: creced y multiplicaos.  Lo demás le trae sin cuidado. Allá nos las arreglemos los humanos que, una vez cumplido lo que se traía entre manos la especie, lo único que se espera es que florezca una bella amistad, que la ternura no nos abandone y que con mucho trabajo sepamos construir una amorosa convivencia. Lo que queda al otro lado, imagino, es encontrarse, lo primero, y después seguir viviendo, que no es poco.

 

 

 


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