El
Chorrillo, 25 de febrero de 2021
Ya
hablé aquí en alguna ocasión de mi amigo X, aficionado a las efemérides y a los
aniversarios, al que imagino en su jubilación recorriendo el día en ochenta
mundos, si no de la mano de Julio Cortázar sí al menos ejerciendo de ratón de
biblioteca a la búsqueda de datos y hechos en que saciar su curiosidad. Mi
amigo es hombre al que hubiera gustado estrenar jubilación dándose un largo
garbeo por el mundo, pero como no siempre llueve a gusto de todos y el Covid
nos lo ha puesto tan difícil pues ahí me lo imagino en su casa viajando pero de
otra manera; en estos últimos días sin más anda navegando por las tierras de
los esciapodas, esa gente de la que habla Plinio el Viejo y que según
El caso
es que el estudioso de mi amigo me tiene intrigado porque en dos ocasiones le
he invitado a participar en actividades lejos del mundo de sus estudios y me ha
dado el silencio como respuesta. Primero le propuse participar en una
expedición sólo para septuagenarios, a
las fuentes del río Amazonas cuya finalidad se me escapa a mí mismo, que soy el
que convoca, pero que puede constituir a tan provecta edad, que diría otro
amigo, una actividad de notable diversión de las que nuestras neuronas, de capa
caída con la cosa de los años, pueden salir vigorizadas para emprender el
camino de un nuevo entretenimiento. No precisamente a la vejez viruela, sino un
modo de convencernos a nosotros mismos hasta dónde es posible seguir sacándole
diversión a eso que llaman la vida. Bueno, pues ¿se querrá creer? Mi amigo ni
mu. Él sigue con su santoral y con las efemérides impertérrito no sé si por
aquello de a boca cerrada no entran moscas, no vaya o ser que se comprometa y
luego le salga otro plan más ventajoso o, acaso… ni idea. Mi otra propuesta
consistió en ofrecerle participar en un torneo de ajedrez, a raíz de cierta partida célebre que me envió, también bueno para
la cosa de mantener despiertas a las neuronas, pero ni por esas.
Bueno,
que yo quería hablar de otra cosa, que lo de mi amigo X era un ejemplo de la
cantidad de mundos heterogéneos y atractivos que pueden ocuparnos desde la
mañana a la noche y a este paso se me va a llenar el saco de palabras y no van
a caber más que las de mi amigo X. Lo que yo quería comentar estaba relacionado
con los tántos diferentes asuntos que pueden caber en el día a día de todo quisque,
esos ochenta mundos que tienen ocupada a nuestra cabeza y al cuerpo entero. Y
hablar de ello porque uno bien podría decir aquello de ¡y a mí qué! Y sin
embargo no hay “a mí qué”, porque ahí está nuestra curiosidad agazapada
esperando que salte la liebre para ver qué se cuece en tal persona o en tal
otra, qué hace o deja de hacer, qué piensa o deja de pensar, qué siente. Ayer,
mi amigo el alemán, Carsten, un hombre con el que trabé amistad este verano
mientras los dos atravesamos el Pirineo, me había enviado el link de una
película de Arte que llevaba el título de Age, una especie de homenaje
al documental de Flaherty Nanuk el esquimal. Una pareja de personas
mayores viviendo entre las nieves de un remoto lugar de Siberia en una rústica
yurta. Les vemos hacer un hoyo en el hielo para pescar, fabricar trampas,
acarrear en el trineo tirado por un perro la leña o la caza, hablar sucintamente
al abrigo de la estufa de leña, emplear todas sus fuerzas en medio de la
tormenta para impedir que la yurta salga volando; pero sobre todo les vemos
pensar, mirar, añorar los tiempos en que los renos eran numerosos en la región,
acordarse de su hija Aga, pensar en la vejez. Hasta en un inhóspito paisaje
siberiano de invierno era posible un vuelta al día en ochenta mundos.
Y entre
todo los temas y asuntos que se traían entre manos, para ellos pensar la vida
parecía la ocupación en la que más tiempo empleaban. Los primeros planos con la
mirada puesta en el infinito del campo nevado de la tundra rusa, la charla
entrecortada en las largas noches de invierno, la mirada perdida junto al
fuego.
Si
fuéramos capaces de llevar registro de lo que
un día cualquiera ha traído a nuestro pensamiento, pudiéramos
pormenorizar nuestros sueños, los recuerdos, enumerar todos los lugares y
personas por los que nuestra mente se ha paseado… qué infinito mundo.
Me siento al final del día junto al fuego, escribo, echo una ojeada a la mesita de al lado y me encuentro con el libro que recién comencé esta tarde, Diálogo con la muerte, de Arthur Koestler, la espera del autor del día de su ejecución en una cárcel franquista; y a continuación recuerdo aquel memorable relato de Ambrose Bierce titulado El puente sobre el río Búho en el que el ejecutado con la cuerda al cuello lanzado sobre el vacío cree sentir romperse cuerda y caer al río, y a lo que sigue el recuerdo de su vida entera hasta el mismísimo momento en que cae en la cuenta de que todo eso sólo ha sido un engaño de la vertiginosa velocidad de su memoria que fue capaz de condensar en unas décimas de segundo su vida entera hasta ese preciso instante en que la cuerda lo estrangulaba.
La vida siempre como telón de fondo de
nuestros pensamientos, todo ese viaje de Julio Verne sin que apenas nos movamos
de casa.
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