domingo, 21 de julio de 2024

Dislates




Cercanías de Castejón de Sos, 21 de julio de 2024

He hecho la colada en el río, ha llegado Ignacio Aldea, un fuerte abrazo para este amigo de la primera juventud, hemos comido a la sombra de grandes abetos, hemos recordado viejas correrías juntos por las montañas, nos hemos despedido tras una larga y amigable charla y seguidamente he cogido unas pocas cosas, una almohada y me ido allá donde más sombra y más bonito estaba el prado. Extiendo una sábana y me preparo para leer o sestear un rato, lo que venga, cuando de repente mi olfato detecta un olor a mierda que echa para atrás. Recojo todo de nuevo y busco otro lugar para tumbarme. Por los alrededores apenas hay nadie, así que más arriba, cuando he dejado atrás el tufo, vuelvo a extender la sábana. Pese aunque es un lugar algo concurrido en ocasiones hay un magnífico silencio. Llevo cinco minutos leyendo cuando oigo pisadas cerca de donde estoy, el lugar ofrece posibilidades para que acampe un ejército y ni unos ni otros tengan la oportunidad de oír la conversación del vecino. Transcurren unos minutos, miro de reojo y compruebo que han desplegado a mi lado sus sillas y su mesa; un niño berrea y la mamá le corresponde a gritos de mala manera. E inmediatamente el teléfono se pone en marcha con algún programa o post que va hacer las delicias de la familia, tan alto de volumen que todos los sentados en la pradera lo pueden escuchar. Total, cierro el libro, recojo y me marcho doscientos metros más allá.

¿La mierda? Hay kilómetros de bosque alrededor lejos de este espacio dedicado a pasar un raro en familia o con los amigos, pero no, alguien se baja los pantalones o las bragas y allí mismo, como sí lo hiciera en medio de la Puerta del Sol deposita su óbolo a las narices de todos los que usan el lugar para disfrutar un día de campo. Los otros… existen unos dispositivos que se ponen en el interior de las orejas que impiden que el vecino sufra tu capricho de escuchar esto, lo otro o la retransmisión de un partido de fútbol, pero ¡ah, amigo!, la enorme diversidad de los especímenes humanos es tan grande, diversa y curiosa que…

Los seres humanos somos unos bichos realmente raros, aunque sería mejor decir algunos seres humanos. Esta mañana, aquí al fresco bajo unos pinos en las cercanías de Castejón de Sos, se me ocurre que si todos los seres humanos estuviéramos imbuidos de eso que llamamos sentido común, un sentido que tuviera en cuenta nuestra relación con los otros, que podamos o no molestar a alguien, que ensuciemos o no los espacios comunes; que tuviera en cuenta que acumular dinero o lo que sea por encima de nuestras necesidades puede ser una necedad; que tuviera en cuenta que lo más importante en la vida es tener tiempo libre para hacer lo que te salga de las pelotas; que hacer sufrir a otros es una perversidad; que aprovecharse de otros para lucrarse es más de lo mismo; que ser es más provechoso que tener… Si estuviéramos imbuidos de un sano sentido común, otro gallo cantaría.

Quizás el tránsito entre la soledad y la inmersión en el mundo de los otros, que me traigo desde que he salido de Madrid, agudice mi percepción de esto que es la humana condición y me haga enfatizar lo ridículos y estúpidos que son algunos de nuestros comportamientos humanoides. Tengo frecuentemente la impresión de que hay tanta gente que no se entera de casi nada, que por fuerza lo que me vengo a preguntar es si no seré yo el raro, yo y toda esa gente que a lo largo de la historia se pregunta frecuentemente por los porqués de lo que hacemos o dejamos de hacer. Siento por ejemplo que el deseo de riqueza por encima de nuestras necesidades, es propio de gente enferma; o que quien deja una mierda en medio de un lugar de uso público es un gilipollas redomado; o que la tal Ayuso es una pobre criatura, tan pobre criatura como los que la aplauden.

El problema de distinguir entre lo auténtico y lo falso, distinguir entre los valores auténticos y aquellos espurios, entre la maldad y la bondad; la circunstancia de saber que vivimos unos pocos años, una chispa en el universo; la constatación de que la ternura, el amor, la amistad, la buena relación con los demás son alimento de nuestro bienestar; la certeza de que la disposición al consumo indiscriminado es estéril; la constatación de que la paz con uno mismo y con los demás proviene de una cuidada salud mental… En fin, todas cuestiones, que para alguien ocioso como un servidor sentado a la sombra, y pensando que mañana al fin cumple esos 76 años que vengo diciendo últimamente que tengo, todas cuestiones tan de sentido común, tan de sentido común que, y debe de ser la edad, que cuando observo a mi alrededor tantos dislates, la farmacéutica que me cobra por el colágeno, Epaplus, 25 euros y descubro después que puedo obtenerlo por 13; una farmacia que me pide por la infiltración del ácido hialurónico de la rodilla 500 euros, infiltración que después obtengo por 125 euros; un ayuntamiento de un pequeño pueblo, el mío, que gasta un gentes cantidades de dinero en bobadas o que tala árboles de muchos años en una calle para hacer un solitario carril bici que nadie usa. Dislates de andar por casa, que si nos vamos al país, la política, la economía, la Iglesia… pues eso, y que muestra por una parte una estupidez generalizada condimentada con fuertes ingredientes como la codicia, el deseo de poder, la inconsciencia o el no querer enterarse mínimamente de qué pueda ir esto de nacer, estar aquí un rato y adiós santas pascuas, se acabó.


domingo, 14 de julio de 2024

Junto al lago Bouillouses




Junto al lago Bouillouses, 14 de julio de 2024

 ¿Cómo elegimos dónde ir, qué hacer, si marchar a las islas Salomón por una temporada o quedarnos en casa mirando a las musarañas; si arrancar el coche y marchar al punto de inicio de una ruta que te llevará a una cumbre o permanecer sentado al sol leyendo? ¿Qué hay entre el estar y el ponerse en movimiento hacia algún lado, entre el estar y levantarse para hacer algo? ¿Qué es o que hace que nos decamtemos por hacer algo o nos resistamos, supuesto que estemos mano sobre mano y no tengamos ninguna obligación inmediata por medio? ¿Qué imperativo cuando estando mirando a las nubes se nos ocurre de repente un proyecto que va a llenar acaso meses o años de nuestra vida?

La voluntad podrá decidir esto o lo otro en cualquier momento, pero eso es otro cuento. ¿Estamos en manos de las motivaciones? ¿Tienen las motivaciones una autonomía suficiente como para campar a su aire? Si vienen, estupendo, bienvenidas, pero si no vienen qué, ¿te quedas ahí parado esperando a que a ellas les de por asomar la cabeza por algún lado? O haces tiempo, como me sucede a mí esta mañana que lo hago esperando a que se seque la tienda al sol, a que se oree el saco de dormir, y mientras leo. Leo, por ejemplo en Manuel Alvar, que racionalizar los mitos es matar a la poesía, y me pregunto si podemos racionalizar los movimientos de conciencia y las motivaciones no será matar la vida. ¿Y entonces olvidarse de tantos porqués y hacer de la vida lo que salga, ponerse en manos del viento y tirar por donde éste sople?

Estarse quieto, inactivo, incluso parado sin dar vueltas a la manivela de los pensamientos que van y vienen, ello sí somos capaces, tampoco es fácil, es más sencillo hacer algo, trajinar por aquí y por allí que sentarse, cerrar los ojos y tratar de anular su fluir.

¿Vivir en la poesía del instante? ¿No marear la perdiz con el ir y venir de los caprichos de esos órganos sobre nuestros hombros cuyo fluir inunda de continuo nuestra mente?

Las sensaciones nos sirven para andar por el mundo y apreciarlo; los interrogantes, con los que se tejen parte de nuestras vidas, abonan nuestra inquietud por saber y conocer. Con ellos vamos elaborando la justificación de nuestra propia vida.

Sin embargo al final de todo la lectura me atrapa y los interrogantes quedan atrás, el momento se hace presente y ya no es necesario preguntarse por los porqués que te ponen en movimiento. Ha llegado la quietud del pensamiento. Y es en este silencio que se ha producido en mi interior que recuerdo el detalle de ayer mientras descendía del Pic Carlit. Un hombre mayor y un caballo se interponían en mi paso. El hombre mayor había abandonado su caminar y acercándose al caballo acariciaba su testuz con la delicadeza que lo haría un abuelo con el nieto. Su mujer esperaba al otro lado del arroyo el final de aquel rito de ternura. Las caricias amansan nuestro espíritu y lo predispone para el amor, caballo, gato, niño, mujer, montañas y lagos. El hombre posee manos que gustan acariciar.

Y mientras leo una curruca capirotada canta en las ramas del árbol próximo. Más allá la hembra responde a su reclamo. Hace unos instantes un pajarillo más pequeño que el petirrojo, de tonos fueguinos y color trigo se posó junto a mis pies, dio un par de brincos y se subió al aire buscando una rama donde contemplar a su gusto el entorno.

A la mañana, que está hecha de retazos y pensamientos varios, le ha crecido por encima un cielo azul como aquel de Machado: “Estos días azules y este sol de la infancia…”. Recuerdo: este verso, escrito en un pedazo de papel arrugado, metido en un bolsillo de un abrigo gastado, es probablemente lo último que escribió el poeta. Un día más en los largos días de la vida, un sol de invierno que a 2000 metros de altitud aunque estemos en verano tiene el sabor de las mañanas de paseo por el invierno del Retiro.

Nothing to do. Nada que hacer, esperar. Esta tarde querría subir a dormir al pic de la Serrera, en Andorra  y habiendo puesto freno a mi tentación de salir corriendo, paso la mañana leyendo, pensando, contemplando ese cielo azul de la infancia de Machado que acaso también es el mío está mañana de tiempo detenido, de viaje por tierras de Grecia de la mano de Manuel Álvar.

 

 


viernes, 12 de julio de 2024

Seguir tocando con las cuerdas que van quedando





Junto al refugio Malniu, 12 de julio de 2024

Uno de los asuntos que surgió ayer cuando hablaba con mi amigo el wikingo era el de los límites de cada uno. Cuando yo le preguntaba por los kilos que llevaba a la espalda para hacerme una idea del esfuerzo que ello requería y él no soltaba prenda yéndose por las ramas hablándome de la necesidad de que cada uno debe conocer sus límites, lo que se planteaba en realidad era un complejo problema en donde lo objetivo y lo subjetivo es difícil que se pongan de acuerdo, especialmente cuando el individuo no se resigna a encarrilarse por los vericuetos que la edad o las circunstancias físicas quieren meterle.

Paso la mañana leyendo en un prado cercano al refugio Malniu. España a pie. De Tarifa a Andorra. El GR7. Y tras la larga lectura de mi paso por El Maestrazgo y el macizo des Ports, dejo el libro a un lado y me quedo pensativo. Es un libro denso, lleno de pensamientos interesantes que se le van presentando al caminante en medio de las lluvias, su andar por bosques, sus vivacs bajo las estrellas. Es allí donde rescato ese breve relato de Marinoff que un día encontré en su libro Más Platón y menos Prozac. Marinoff contaba una historia que me emocionó. Hablaba de un célebre violinista al que en mitad de un concierto para violín se le rompió una cuerda. Paró la orquesta, él miró por un momento perplejo su instrumento y a continuación indicó al director que comenzara de nuevo el movimiento interrumpido. Tocó con tres cuerdas. El violinista sacó de sí un potencial que acaso ni él conocía; fue una interpretación inolvidable. Cuando terminó el concierto se hizo un asombroso silencio en la sala, después del cual todo el auditorio en pie prorrumpió en un fervoroso aplauso. Tras ellos tomó la palabra el violinista y emitió ese pensamiento tan plástico y que a mi tanto me emocionó: “es como la vida misma, hay que seguir tocando las cuerdas que quedan”.

Reflexiono. Ese recorrido de España de sur a norte del año 2010 fue un tesoro de vivencias y escritura. Caminar, caminar, siempre caminar, incluso bajo la canícula del verano que me pilló por tierras de Levante, me dejaba el alma sedosa y apacible; leía, pensaba, donde había vino bebía vino, y si no agua fresca. Por entonces no había Facebook ni Instagram, o yo no lo usaba, y vivía totalmente ajeno a aquello que no fuera yo mismo, la tierra que atravesaba o los pensamientos que cruzaban por mi mente. Ahora no, ahora algo me distrae esa leve necesidad de subir mi escritura a las redes. Isabel Ambrona subía hace días a su muro este texto anónimo: “Nunca cuentes demasiadas cosas de ti a los demás. Recuerda que en tiempos de envidia el ciego comienza a ver, el mudo a hablar y el sordo a oír”. Le comentaba yo bajo esa cita que eso pensando que el ciego, el sordo o el mudo te importen algo más que un pimiento. A mí ni fu ni fa, pero sí es cierto que se produce una leve distracción cuando sales de tu aislamiento para compartir lo que piensas o lo que has hecho durante el día. Por ejemplo esa preocupación mía por los límites en torno a la cual rondan mis pensamientos cuando pretendo cargar con un peso excesivo o en vez de dejar algunas actividades, ya un poco forzadas por motivos de la edad, para otras reencarnaciones J pretendo meter más y más asuntos y proyectos en una vida en la que no cabe todo.

Y es en este punto, leyéndome en ese recorrido solitario del GR7, e intentando meterme en la piel de entonces, donde me descubro pleno y dichoso recorriendo los senderos de España. Sencilla felicidad la del hombre que va conmigo. ¿No decimos que estar en paz con uno, esa delgada felicidad que proviene de atravesar en silencio los senderos del mundo oyendo a los pájaros, disfrutando de la brisa, comiéndote con los ojos la belleza de este planeta, es lo que queremos y deseamos, todo eso que está al alcance de cualquiera, joven, mayor, anciano? ¿Qué buscaba aquel octogenario solitario que me encontré una vez en el Camino de Santiago de la Plata, que recorría por cuarta vez ese camino?

El hilo interior de mi escritura probablemente no se vea, pero ahí está provocándome, sugiriéndome, preguntándome mientras escribo por el qué se está cociéndose dentro de mí cuando comenzando a escribir sobre los límites vengo a rescatar elogiosamente un trozo de mi vida, esos GRs y Caminos de Santiago por toda España en donde leo, comprendo, esta mañana he recolectado las mejores esencias del pensamiento, de la vida, de la experiencia personal. Porque sucede que esas necesarias pausas en el hacer, esos silencios que necesitamos, un día como hoy sin cometido a la espera de que el tiempo dé una tregua, vinieran en instantes a hacerme una pequeña revelación que acaso tenga que ver con eso de los límites y la recuperación de los espacios posibles que inconscientemente he ido abandonando.

No le cuentes a…, citaba Isabel Ambrona. Qué mismo da. ¿No es el deseo de expresar, escribir, hablar, compartir, un bien esencial en sí mismo? 


sábado, 6 de julio de 2024

El largo amanecer. La hora de los milagros.

 


El Chorrillo, 6 de julio de 2024

El próximo lunes, Dios mediante, que diría mi madre, uno nunca puede estar seguro de que de aquí a dos días algún imprevisto se cruce en tu camino, vuelvo, en periodo de prueba, porque de mi rodilla ya no me puedo fiar, a las andadas;  esta vez camino del norte pasando antes por el macizo de Els Ports. Me lo sugirió la lectura a salto de mata de mi libro De Tarifa aAndorra. El GR-7. De repente me encontré caminando al norte del Maestrazgo por unos parajes tan bellos y con el insospechado milagro de un amanecer que me dije: pallí me voy. Además así visito a mi amiga Nuria que anda por allí trabajando en un centro de recuperación de fauna. Así que esta tarde para entrar en calor lo único que voy a hacer va a ser reproducir un viejo post que algo narra del tránsito por aquellas bellas montañas. Quince años hace de aquella aventura que consistió en atravesar España desde el Estrecho de Gibraltar a Andorra. Por entonces me levantaba antes del alba para ver amanecer por el camino:

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Un 22 de agosto que había partido de las cercanías del refugio de Les Clotes:

"Me pregunto cómo con tantos años recorriendo España, he podido ignorar un lugar como éste, el macizo de Els Ports. No haber oído hablar ni saber de este macizo me parece un pecado como para que a uno lo lleven derechito a quemarse en las calderas de Pedro Botero. La verdad es que merece un viaje desde Madrid este espléndido macizo, un conglomerado de barrancos, paredes, monolitos sobresaliendo entre los bosques, caminos que atraviesan laderas abruptas, que recorren praderías, que bajan y suben por los escarpados. Una magnífica oportunidad para disfrutar de uno de los lugares notables de nuestra magnífica tierra. Estoy encantado por el tinte que está tomando este derrotero que me traigo este año por las tierra hispana. 

Madrugar hasta este extremo tiene algo de quien busca tras la floresta oscura, los peñascales en sombra, el silencioso camino, el milagro. El milagro puede estar a la vuelta de la esquina, pero para que éste se produzca hay que estar preparado, hay que insistir una y otra vez, montar guardia. Es lo que sucede estos días, y en particular esta mañana. La belleza anda como agazapada a esa hora mágica del alba, pronta a salir de los rincones dormidos del bosque y a instalarse como una reina, poco a poco, en las honduras, en el llano, entre los picachos como islas sobre un gran océano. Sucedió hoy mientras caminaba por pendientes calizas rodeadas de bojes. Salí a un claro, apagué la linterna, y observé cómo la cinta de las lomas vecinas empezaban a encopetarse de bermellón en unas nubes alargadas adornadas de tirabuzones. Luego, más allá, cuando terminé de remontar la pendiente que me ocultaba el lugar por donde empezaba a arder aquella hoguera, comprendí que hoy era efectivamente día propicio a los milagros. A mis pies se hundía la montaña sobre un valle cubierto de algodonosas nubes, el espectáculo estaba empezando a formarse. La bruma blanca, encallada alrededor de las montañas, abrazándolas aquí y allá, se extendía como un inmenso lago hasta tropezar con lejanas lomas azuladas en donde los molinos de viento giraban lentos y adormecidos. El rescoldo dorado de las primeras luces comenzaba a salir por detrás de aquel lago de nieve. Seguí mi ascensión, di la vuelta a un cerro y, cuando volvía a acercarme al labio occidental de la montaña, observé que no estaba solo, allá, sobre la línea iluminada de la mañana, las cabras montesas contemplaban también el espectáculo; sus siluetas se recortaban nítidas en la línea que separaba las luces y las sombras. Espectáculo también de excepción el de estos animales sobre la prominencia del alba.



La visión de aquel lago se fue repitiendo durante mucho tiempo, según mi camino discurría a uno o al otro lado de la montaña. Entraba en la oscuridad de la ladera de poniente y un momento después un pequeño collado me volvía a depositar frente al níveo espectáculo, ahora más claro y luminoso, perdido ya casi el rubor de la primera hora. ¿Cuántas veces se repitió este milagro durante mi vida, aquellos amaneceres navegando en el Ganges, frente a la ciudad santa de Benarés; los primeros inviernos de mi vida de montaña, cuando empezaba a descubrirla, a los dieciséis, diecisiete años, el lívido y terriblemente bello amanecer de una mañana de enero perdido entre las nieves abundantes del Guadarrama; con los esquíes en los pies, siguiendo la Alta Ruta de Gredos, con el cuerpo helado, los dedos rígidos, las piel de foca en las tablas, una larga fila de hombres y mujeres ocupando el perfil de la cumbre sobre el naranja frío del primer sol que venía a pintar de ámbar la nieve de las cumbres; allá en los Alpes vivaqueando en una grieta a más de cuatro mil metros después de ser sorprendidos por una tormenta la tarde anterior, desentumecerse, salir de la grieta y los tres, María y Fulgencio en la cabeza del descenso, contemplar aquel otro milagro rosado entre los seracs, las grietas, las rocas de la Meige vestidas para una fiesta; ¿Cuántos fueron los milagros vividos, cuántas veces mis caminos me llevaron la extraordinaria belleza de estas horas tempranas? Ah, y recordar, como no, el mar, el mar que saliendo de la noche levanta sus brazos y, recogiendo del alba los tules y las gasas, el azafrán que el sol ha ido poniendo en el cielo antes de asomar como un gran señor por el horizonte, los va extendiendo por su cuerpo de agua, se va vistiendo como una gran dama para la inminente fiesta del alba; hoy de fuego, mañana de suave aguada marina, de impresionistas penachos cálidos, de frío azul prusia, de suave azul ceniciento.



El macizo de Ports despierta, se deja andar; hoy pertenece ya a uno de esos especiales lugares que la memoria guardará como se guarda una experiencia querida, el frescor de un bello espectáculo.
Hoy me costaba saber los días que llevaba caminando; tenía la impresión de que fueran acaso cerca de dos semanas. Tuve que hacer números con los dedos de la mano. Me pareció asombroso, ¡sólo cuatro días! Volvía a recorrer el camino desde Culla en mi memoria; sí, creo que fue la travesía de este macizo la que provocó esta sensación de tiempo densísimo en mí. El sendero que cruza estas montañas, el mismo que hago yo, recibe el nombre de La estrella del sur; sur de Cataluña, se entiende; es un bonito nombre para un camino. En el refugio Caro vi que hay editado un libro precisamente sobre este itinerario. La senda está jalonada, de la mano de las señales blanquirrojas, con pequeñas estrellas azules que ayudan, como si de una Vía Láctea se tratara, a continuar la peregrinación por el país catalán".











***

Una buena perspectiva este macizo para empezar a caminar una vez más…








viernes, 5 de julio de 2024

Una mañana en el Museo del Prado

 

Detalle. Velázquez. Cristo crucificado. 

Museo del Prado, 5 de julio de 2024

Esta mañana tiene el sabor de los muchos veranos dedicados, cuando nuestros hijos eran pequeños, a visitar ciudades y museos de Europa. El turismo, los turistas, se ha convertido en una peste, pero también ellos pertenecen a aquellos tiempos y por tanto me ponen esta mañana en relación con aquel pasado. Dedicar años de la vida a museos del mundo, no sólo de montañas se vive, deja en el alma un complejo poso de bellezas universales que, adormecida tras largas ausencias, rebrotan como semillas a las que un poco de humedad ha sacado de su adormecimiento. Las sensaciones vuelven a fluir con fuerza y ese Marte y Venus que te recibe en el vestíbulo del museo, y que en otras ocasiones miraste de soslayo sin prestarle apenas atención, hoy te llena de emoción y contemplas a Venus con esa mirada que dice: qué colada estoy por ti, mozo. Y Marte: Aquí estoy, mi chica, soy todo tuyo. Y si miras a tu derecha y te encuentras con el Cupido de José Álvarez Bouquel, sonríes complacido porque ya te imaginas al tal Cupido haciendo diabluras y enamorando al sujeto de turno aunque sea de una piedra.

Canova. Marte y Venus

José Álvarez Bouquel. Cupido

Pasear, detenerse, admirar, sonreír, disfrutar. Recorrer siglos, encontrarte con la historia, con rostros obsoletos y sin alma de reyes, con la poderosa mirada de un retrato de Durero, con el dolor que producen los acontecimientos de la vida, con la gracia y las bromas de ese grande que es el Bosco. Siempre aspirando a conocer de la esencia de las cosas en los lienzos que nos dejaron nuestros mayores, aspirando a nombrarla con las palabras justas, a indagar en ese terruño que es la historia, la del arte y la universal que nos precedió.

Y dejo a Canovas a mis espaldas y enseguida me encuentro a mi derecha con el Brueghel el Viejo de su El triunfo de la muerte. Fantástico Brueghel el de los tiempos de la siega y el dorado trigo que tanto recuerda a Van Gogh, o a los paisanos patinando sobre el hielo de un paisaje urbano y que aquí, después de recorrer ese mundo de muerte, desenfadado te hace sonreír cuando descubres un culo apuntando como un cañón al cielo y en el que crece un manojo de flores; o no, que eso pertenece al Jardín de las delicias del Bosco. Lo mismo da también, Brueghel se ríe de nuestros afanes y deseos de grandeza; obsérvese si no a ese rey turulato que yace en el ángulo inferior izquierdo de El triunfo de la muerte. Tantas grandes aspiraciones para que días después, el muerto al hoyo, el vivo al bollo, Brueghel se ría de ti y de tus aspiraciones de grandeza. Pon a un rey o a una gran personalidad sentado en la taza del váter y verás cómo los sueños de la razón producen desvaríos de todos los colores.

Detalle de El jardín de las delicias, de El Bosco

Detalle. El triunfo de la muerte. Brueghel el Viejo.

Sí, decía, mirar por aquí y por allí y de repente desplegar, esas flores en el trasero, ahora sí, del Jardín de las delicias, una ancha sonrisa. O más allá viendo unos críos que trepan por un árbol para ver al niño Jesús recién nacido, en el Tríptico de La adoración de los magos; incluso la rechifla de ese sujeto que se hunde de cabeza vertical en el agua y cuya única preocupación es ocultar sus genitales con la mano.

Más allá la burla simpática, seguimos con el Bosco, de ese cerdo acostado plácidamente a la vera de San Antonio Abad mientras éste se encuentra sumido en profunda oración. Y dejo aquí mientras tanto el recuerdo de la extracción de la piedra filosofal, burla, terrible tesitura, que más tarde encontraré otra igualmente sabrosa unas salas más allá.

Y no te digo si abriéndote paso entre el gentío de turistas, cual si fueras a ver la Gioconda en el Louvre, te enfrentas al magnífico espectáculo de El carro de heno. Tomarse la vida con humor, reírse de nuestra humana condición. Pero aparta tu mirada del grotesco espectáculo que ha creado el Bosco en torno al carro de heno y sonríe viendo a la izquierda del tríptico a un ángel enfadado por la desobediencia de Eva y Adán mientras éste, tapándose el pito con una mano con la otra se dirige al ángel diciéndole algo así como: venga, coño, no será para tanto; ello mientras Eva, con la mano derecha sobre el coño muestra con la izquierda y su mirada un rubor primero muy femenino. Se ve que la desnudez ya ha despertado el temprano rubor que atravesará todos los siglos por haber hasta nuestros días.

Y arriba del todo un dios todopoderoso con los brazos abiertos como mostrando la exuberante magnificencia de lo que ha creado. He aquí mi obra, parece decir mientras que en el ángulo inferior derecho el abad de algún monasterio brinda por la Creación con un vaso de vino en la mano. Genial. A la izquierda otro detalle, la serpiente ofrece la manzana de la leyenda mientras Eva, con la mano cubriéndose el chichi parece estar diciendo a Adán: oye, tú, ésta, la serpiente, nos está vacilando o crees que merece la pena darse el gusto de comerse esa manzana. Lo cual, echando ahora una ojeada al Génesis, puede sonar a una infantilada de Yahve, eso de la manzana, capricho de señor feudal poniendo a prueba a sus súbditos.

Y qué mundo tan diferente cuando abandonas al Bosco, a Brueghel el Viejo y pasas a las salas siguientes, esa seriedad, esa devoción impostada. Ahora la vida ya es otra cosa, ahora la Iglesia Católica ha entrado en acción y la vida se convierte en una coña, un vivir sin vivir en mí porque es otro momento y en lo que hay que pensar es en el valle de lágrimas en que vivimos, y por consiguiente en la vida eterna que nos espera. Sumisión a un dios: amén, se acabó la fiesta.

Pero ojo, que no todo es teatro, que según me voy acercando a Van der Weyden, ya encuentro un San Juan y un Cristo que rinden homenaje a los sentimientos profundos: Maestro de la redención del Prado, de un discípulo suyo, Vrancke van der Stockt. La diferencia entre lo afectado, lo ñoño, lo lelo y los sentimientos profundos se hacen presentes con sólo atravesar el arco a la siguiente sala. A este San Juan no le corren las lágrimas por las mejillas pero sus ojos están llenos de una tristeza infinita que conmueve. Un discípulo éste, Van der Stockt, que pareciera el doble del propio maestro, al que seguidamente, este último, vemos en la sala siguiente en su San Juan atendiendo gestualmente a la virgen, que parece haberse desmayado; atiende como parte del protocolo porque en realidad San Juan está totalmente ausente del cuidado de ella. Su mundo interior, su dolor ocupan todo su ser con una fuerza descomunal mientras las lágrimas corren por su rostro. En todo este mundo de dolor sincero y lacerante llama la atención el preciosismo de los ropajes de los personajes que acompañan el cuerpo lívido de Cristo, unos atuendos propios de los festejos de la alta burguesía flamenca. Cristo era todo sencillez y humildad, pero ya en aquellos tiempos el gusto por la buena vida y el sentido de clase han dejado atrás el primer espíritu de Cristo y todos se han subido al carro no de heno, sino de la opulencia y la ostentación; la Iglesia Católica la primera. De todos modos tanto Van der Weyden como su taller son un homenaje reiterativo y hermoso al dolor profundo de los hombres, en este caso representado en el San Juan (La piedad. Taller de Van der Weyden)

Van der Weyden. El descendimiento de la cruz

Detalle. Van der Weyden. El descendimiento de la cruz


Detalle. Tríptico de la Redención: la Crucifixión. Maestro de la redención del Prado. Vrancke van der Stockt

Y atravesar a la sala siguiente y encontrarte con una nueva extracción de la piedra de la locura me hace pensar que ello debería ser una constante en el siglo XVI. En la sala, Jan Sanders van Hemessen repite la escena, esta vez con un extractor sanador al que parece que su trabajo de abrir el cráneo del paciente le divierte. ¡Ay, Dios!, cuánto nuestra sociedad actual habría necesitado de esos médicos dedicados a extraer de tantos influyentes personajes actuales la piedra de la locura.

El Bosco. Extracción de la piedra de la locura

Jan Sanders van Hemessen. Extracción de la piedra de la locura

La Eva de Durero, donosura, elegancia, esa indolencia praxiteliana que el escultor griego domina con tanta gracia… y que aquí se refuerza en una instantánea que parece obedecer a un gracioso paso de baile. La ligera inclinación de la línea de las caderas, esa inflexión con la que Praxíteles llena de cierta languidez y elegancia sus trabajos, reproduce aquí una suerte de fragilidad y gracia encantadoras.
Durero. Eva

De todos modos las visitas a los museos se han convertido un problema para mi espalda. Pese a que me he traído de casa el corrector de espalda, un artilugio que me ayuda a mantener la espalda erecta, después de Durero me veo obligado a buscar la sala de descanso para darle una tregua.

Hacía tiempo que no venía con tanto gusto a ver pintura. Fue, ya escribía el otro día sobre ello, una leve brisa que me visitó cuando leía hace días un libro de Manuel Alvar. Las motivaciones: “Frágiles como el cristal, el talco, el caolín y efímeras como la luz del relámpago a la que hay que estar atento cuando llama a la puerta”, escribía esta mañana Pedro Mateo en un comentario. Hoy no quise perder esa calidad efímera en que se presentan a veces estos deseos y pese al calor, aquí estamos. Victoria a recorrer las salas de Arte y transformaciones sociales en España (1885-1910) y yo a seguir el rastro de los flamencos que fueron los que alentaron mis deseos.

Y sentado apaciblemente en la sala pienso también en “el otro museo” que son los rostros de tanta gente procedente de distintas partes del mundo. Así que de tanto en tanto dejo de mirar los cuadros y me centro en los rostros de la gente. En ellos puedes encontrarte un Botero, esa joven supergordita de amplios mofletes que recostada sobre una columna contesta un guasap; un Modigliani en el cuerpo alargado y grácil de algunas féminas que bien habrían merecido el diván en el que el pintor, desnudas ellas, hizo fortuna vendiendo cuadros a sus adinerados clientes; un Murillo, una de sus vírgenes, en esos rostros de mujer llenos de una infinita ternura; un Doménico Teotocopoulus en esa alargada figura de una mujer marroquí que viste un kaftán o chador de ese azul que tanto gustaba al Greco.

Y descansado que he, me voy camino de Mantegna, una antigua adicción mía que en una ocasión me llevó a visitarle en Milán en la pinacoteca de Brera; su Lamentación sobre Cristo muerto. Pero antes paso junto a Boticelli, cuyo Nacimiento de Venus el amigo José Luis Ibarzábal situara en una ocasión en el Prado, que más quisiéramos, que aquí nos tenemos que conformar con ese banquete interrumpido por un caballero al galope al que preceden unos perros que muerden afanosamente el trasero de una joven desnuda que a todo correr pasa junto a los escandalizados comensales (Historia de Nastasio degli Honesti). Desbarajuste, desorden y un idílico fondo de paisaje bañado de sensuales azules.


Y cómo no, enseguida llega la delicadeza de Fra Angelico en su Anunciación, el candor del rostro, hágase la voluntad del Señor. Y El tránsito de la Virgen, de Mantegna del que acaso me aficioné no sé por qué razón leyendo las páginas de aquel librito de Miguel D’Ors titulado Tres horas en el Museo del Prado. Y recordando a Miguel D’Ors la curiosidad de que de aquel libro sólo me quedaran la impronta de dos cuadros, el de Mantegna y El Cristo crucificado de Velázquez, un lienzo este último que siempre me ha producido un profundo sentimiento de solidaridad con ese cristo manipulado y execrado por la Iglesia Católica y por las adineradas clases sociales. Esa conmovedora soledad de Cristo tan lejos de los mercaderes del templo, papas, clérigos, ostentosos templos, la banca vaticana, el desprecio de la humildad… Bastó para que Cristo muriera en la cruz para que tantos de sus seguidores hicieran de sus palabras y su ejemplo un escarnio, un putrefacto mundo de intereses inconfesables. Esa es la soledad del Cristo de Velázquez que yo contemplo allá sobre las cabezas de la multitud de turistas antes de reunirme con Victoria a la salida del museo.

Fra Angelico. La anunciación.



 


miércoles, 3 de julio de 2024

Cuidando las motivaciones

 

Noche en la cumbre del Moncayo

El Chorrillo, 4 de julio de 2024

De repente he levantado la vista del libro que estoy leyendo, de algún pintor flamenco hablaba, y he sentido la necesidad de volver a contemplar alguno de esos cuadros, cuadros mínimos, cuadros detallistas, esas pequeñas joyas que muestran el interior de hogares burgueses donde la vida cotidiana, los atuendos, los detalles, los útiles, o las paredes de las habitaciones, dan cuenta de una vida acomodada y tranquila. He seguido el impulso y, después de consultar a Victoria, he sacado un par de entradas para el próximo viernes en el Museo del Prado. Me ha venido, sí, repentinamente cierto aire de nostalgia de cuando algunas décadas atrás recorríamos Europa siguiendo en los museos las huellas de nuestros pintores favoritos.

Esta tarde le decía a Victoria que no tendríamos que perder el calor de esa brisa que nos deja a las puertas de una tarde una motivación o un deseo. Esos pequeños deseos que no sabes de dónde vienen pero que llaman livianamente a tu puerta. Deseos que tanto pueden llamar a las puertas de tu libido y que entonces deberíamos atender, dejando lo que estemos haciendo, como quien acoge la dulzura de ese ligero viento que aligera los calores del verano; deseos que hacer crecer poco a poco en la soledad. Deseos que tanto te pueden llevar a escuchar determinada música, a recrear lejanas visitas a viejos y herrumbrosos cuadros que acaso duermen en apartados rincones de la memoria pidiendo ser rescatados con una nueva visita.

La motivaciones están hechas de un material sutil que no permite almacenarlas para usarlo cuando se tercie. Las motivaciones son apremiantes y antes de que se esfumen conviene darles cumplido. Si en tu cabeza ha surgido entre la niebla las bondades de una insinuación erótica, por ejemplo, atiéndela, mímala, recógete en oración y reza en tu interior para que el céfiro de la bien venida aparición vaya cobrando fuerza en tu imaginación. Si estás leyendo sobre Durero y cómo éste contempló las cosas que le rodeaban y cómo nos las dejó llenas de emoción y belleza, corre cuanto puedas al Museo del Prado a constatar esa belleza antes de que la emoción se esfume. Si has recordado al San Juan compungido hasta las lágrimas del Descenso de la cruz, de Van der Weyden y notas que cierta emoción recorre tu cuerpo, no dudes en visitar mañana mismo el cuadro. Las emociones son autónomas y si no te abandonas a ellas cuando vienen a comer de tu mano como un pajarito, adiós santas pascuas, corres el peligro de quedarte a dos velas. Días atrás, ya lo conté, un amigo paseaba a la orilla de un río con su perro mientras oía música cuando, de repente, irrumpió en el dispositivo el Aleluya de Haendel. Una imprevista emoción se apoderó de él. Emoción hasta las lágrimas oyendo aquella música.

El cuerpo y nuestros sentidos tienen sus propios ritmos y si no nos entregamos de lleno cuando ellos llaman a tu puerta, ya tendremos en nuestro haber un nuevo tren perdido. La música, los juegos eróticos con uno mismo, la pintura, la poesía, incluso nuestra disposición cuando contemplamos un paisaje hermoso, un atardecer o la Vía Láctea ocupando lo alto de nuestro vivac, necesitan de nuestra disponibilidad y atención, nuestra dedicación para que se produzca ese milagro del que surgen nuestro placer y nuestras emociones más genuinas.

 

 

 

 

 


martes, 2 de julio de 2024

“Yo no hice el viaje, el viaje me hizo a mí…”

 

2015/2016 Cumbre de un volcán en Nueva Zelanda del que no recuerdo su nombre. Y a la derecha de marcha por los montes Tauro, en Turquía

El Chorrillo, 2 de julio de 2024

Mientras miro a las musarañas distraídamente echo mano a un libro que me pilla cerca en la estantería. Uno de aquellos de Colección Austral. Pasos de un peregrino. Lo abro, me salto la introducción, que casi nunca suelo leer, y éstas son las primeras líneas: “El viajero va a los sitios y deja en ellos un pedazo de su alma. Pero se lleva el encanto adormecido […]. El viajero escribe lo que siente. Lo que ve, no. Para ello están las guías turísticas”. En una ocasión en que andaba yo erróneamente participando en algunos grupos de FB de montaña, los administradores del grupo retiraron mi post argumentando que su grupo no estaba para yoes ni opiniones personales, era el relato de una noche de invierno en la Mira. Por supuesto abandoné el grupo, ése y otros más. Hay gente cuya inteligencia no alcanza la cabeza de un alfiler; qué le vamos a hacer… Pues eso, que a mí no me gustan las guías turísticas ni similares, he subido por aquí y por allí y más adelante he torcido a derecha o izquierda… A un servidor le gusta escribir sobre lo que siente, le gusta leer sobre lo que sienten los otros. Aprecio mucho más cuando Messner en su escalada solitaria sin oxígeno al Nanga Parbat habla de su miedo, de la incertidumbre o del dolor que le produce el que su compañera sentimental le haya abandonado, que siguiendo la minuciosa descripción de su ascensión.

Rousseau decía que viajar por viajar es un error, es ser un vagabundo. Qué cojones, siempre buscando la productividad a todo, mirando a los vagabundos desde la superioridad de la razón. Hace años, mientras yo vagabundeaba por los Alpes, leí Los vagabundos, de Máximo Gorki. Una delicia de libro que estaba en plena consonancia con el oficio que ejerzo durante los veranos, es decir, el de vagabundo. Rousseau nunca me cayó bien, un intelectual que como padre era un cretino que abandonaba a sus hijos a la caridad del hospicio; por muy brillantes ideas que pueda tener, se llegaba a la conclusión de que había un disonancia en su persona que chirriaba. Si no existe una coherencia entre tus ideas (El Emilio o De la educación) y la vida personal mejor apaga y vámonos. Ya Emerson, para mí mucho más interesante que Rousseau, reía de los que gustan viajar diciendo que: “Viajar es el paraíso de los tontos”. Así que bueno, sólo nos queda que allá cada uno con lo que le baila en la cabeza.

Lo que sientes frente a un cuadro, frente a una iglesia románica, una catedral, una escultura, un cielo azul cuajado de vencejos y nubes barrigonas; la relación que se produce entre tu persona y el entorno que visitas. Todo eso alimenta el alma del viajero. Ayer José Manuel dejaba en mi buzón un corto mensaje: “Como dice la canción: yo no hice el viaje, el viaje me hizo a mí…”. La cita corresponde a la letra de una canción que escribió Javier Reverte para el madrileño grupo de música fusión, El Combo Linga: “un viaje no es algo que hagamos, sino más bien algo que nos hace”.


Cuando uno hace un largo viaje, no hablo de esos que organizan tours operatos de todo el mundo en el que esencialmente la labor del turista consiste en ir tras el paraguas del cicerone de turno, cuando regresa es otro; el viaje nos ha cambiado. No es la acumulación de lo visto u oído, ni lo que sale en las fotografías que sacamos durante el viaje lo que nos nutre, sino lo que en nosotros ha quedado, lo que nos ha hecho vibrar, lo que se ha incorporado a nuestra alma al punto de llegar a formar parte de nosotros mismos. “La vida es siempre un viaje”, cantan los de El Combo Linga.

Me agrada haberme encontrado inesperadamente con este libro de Manuel Alvar que adquirí en un viaje por América Central y que ha permanecido ahí durante más de una década esperando la mano de nieve. En la mesita de los libros que me esperan tenía también otro volumen de viaje, un libro que me recomendó Luis Bernardo Durán, La sombra de la Ruta de la Seda, de Colin Thubron. Quizás sea el momento de zambullirse en los viajes, cosa de dar una de cal y otra de arena o de diversificar el panorama diario que en estos días ha estado en mí demasiado acaparado por las montañas. De vuelta a casa desde Austria podría haber elegido quedarme unos días en Viena haciendo turismo mientras daba descanso a mi pierna… pero estaba demasiado absorbido por la montaña. Quizás sea el momento, mientras mi músculo isquiotibial se repone y dejo atrás la infección de orina, de cambiar de sujeto de interés dejando a un lado la montaña para zambullirme en el alma de alguno de esos viajes. Viajes que probablemente serán viajes a mis propios viajes, que esa es otra, porque ambos libros, uno, el de Alvar, impresiones y relatos por todo el mundo, un mundo que se cruza en muchos lugares con los itinerarios de los míos propios; y otro, el de Thubron, un recorrido por Asia Central, un espacio al que Victoria y yo dedicamos algunos meses de viaje. Leer sobre viajes cuando éstos se entrecruzan con los propios en tiempos distintos es siempre una oportunidad en donde se dan la mano dos mundos, el del autor al que estás leyendo y el propio.

Cuando Victoria y yo emprendimos un largo viaje de un año por tierra hasta las cercanas costas de Japón y más tarde hasta el Sudeste Asiático y Nueva Zelanda y Australia, atravesando antes Asia Central y China, quizás fuimos más conscientes que nunca de ese supuesto de que el viaje nos estaba haciendo. No se puede vivir un entero año conviviendo con las más dispares culturas, con gentes de todo tipo, teniendo experiencias significativas, subiendo montañas o volcanes o atravesando desiertos y llegar a casa como si nada hubiera sucedido en ti. Somos nosotros y nuestras circunstancias, pero somos lo que el tránsito por el mundo ha hecho de nosotros. “Como dice la canción: yo no hice el viaje, el viaje me hizo a mí…”

Gracias, Jose, por servirme en bandeja la idea.



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