El Chorrillo, 2 de abril de 2025
Anoche me dormí pensando en ese último tiempo de vida en el que Carlos en posesión de sus facultades mentales esperó su hora de morir. Recurrí incluso a mis viejos conocimientos de bachillerato de Física y resultó un tiempo aproximado de 54 segundos suponiendo que hubiera caído desde unos tres mil metros de altura. Me dormí con esa idea en la cabeza. Asumidos algunos pocos segundos de desconcierto al ver Carlos que el paracaídas no se abría y la suerte estaba echada, ¿qué pudo pasar por su cabeza en tan corto espacio de tiempo?
Desde el punto de vista de la lógica, la muerte siempre me pareció uno de esos enigmas imposibles de resolver. No hablo de la evidencia natural de la extinción de cualquier vida, incluida esa mosca que aplastamos de un manotazo. Dentro de los márgenes de la conciencia, un mundo que acaso podríamos considerar al margen de la realidad física, por más que nazca de ella, ubicamos mal, nos cuesta comprender, que algo que aparentemente no está constituido por materia alguna, el pensamiento sin más, pueda ser algo que desaparezca. Tu pensamiento llega a unas conclusiones, descubre que el cuadrado de la suma de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa y ese conocimiento cobra realidad y se incorpora al conocimiento científico de la época. Pero si la fuente de ese conocimiento se extingue, la idea no obstante permanece, de igual manera que permanece un lienzo que hemos pintado, un cuento que hemos escrito, un árbol que hemos plantado. Las creaciones de nuestra mente pueden permanecer, y de parecida manera lo que hemos creado con nuestras manos. Sólo se extingue la fuente que lo ha creado.
En los animales, que no tienen conciencia, es más fácil aceptar la muerte. No tan fácil resulta cuando la conciencia entra en juego porque pareciera que la conciencia, por su calidad inmaterial, pudiera acaso tener vida propia. Quizás sea ese “pareciera” el que se nos añuga en el conocimiento impidiéndonos aceptar de mala gana no la muerte del cuerpo, sino la simultánea idea de la desaparición del yo.
Con esos 54 segundos de vida restantes ¿quién podría aceptar que siendo, estando bien de salud, habiendo desayunado espléndidamente, dado un beso de despedida a tu hija y otro a tu mujer, que dentro de menos de un minuto vas a dejar de existir? El yo, la voluntad, el conocimiento, la memoria, los proyectos, todo ello inmaterial, imposible de tocar con las manos y sin embargo tan sujeto a la respiración, al ritmo del corazón, a la integridad de tu cerebro. Todo lo que es fruto de tu cerebro, a punto de desaparecer. No cabe duda de que todo es así y sin embargo, de dónde nace nuestra oposición y nuestra incredulidad. Al margen de toda especulación y curiosidad, ese estar el hombre consciente ante la muerte es un asunto radicalmente impactante para aquellos que estamos vivos, y muy esencialmente cuando se trata de alguien cercano, de alguien con quien acaso hemos compartido unas horas antes un croissant y un café con leche.
Estaba leyendo estas líneas cuando sonó un guasap de un amigo que en tiempos del antiguo accidente de Tino en Cancho Amarillo, estuvo presente en el rescate, un hecho clave en mis primeros años de escalada que también me ha perseguido durante mucho tiempo, el pensamiento de un compañero de entonces colgado de una cuerda, no ya pendiente de su propia muerte durante un minuto sino durante muchas horas, es algo persistente que ha ilustrado la vida de muchas personas en tiempos de guerra en los soldados que esperaban el alba para su ejecución. Stefan Zweig recreó en verso en su libro Momentos estelares de la humanidad los momentos previos a la ejecución de Dostoievski que había sido condenado por participar en una conspiración contra el zar. Así relata Zweig parte de ese último instante:
“Entonces le atan la noche en torno a los ojos. Pero dentro, llena de color, la sangre comienza a fluir. En una marea de reflejos, desde las venas, la vida se alza en imágenes. Y él siente que en ese segundo, señalado por la muerte, todo el pasado perdido baña de nuevo su alma. Toda su vida vuelve a despertar y se aparece en imágenes a través de su pecho. La infancia, pálida, perdida y gris, el padre y la madre, el hermano, la mujer. Tres migajas de amistad, dos vasos de placer, un sueño de gloria, un hatillo de oprobio. Y fogoso el embate de las imágenes de la juventud perdida recorre sus venas. Una vez más, muy honda, siente toda su existencia, hasta el instante en que le ataran al poste”.
Dostoievski se encuentra en estas reflexiones a punto de ser ejecutado, cuando se oye un ¡Alto! Alguien porta en alto el documento en donde el zar había conmutado su ejecución.
La trágica muerte de Tino, mucho más allá de la polémica que suscitó su fallido rescate, llevada al reducto de la conciencia de su inevitable final envuelto en los dolores que le pudieron asediar en su agonía, es un elemento que desde mis primeros años de escalador me conmovió. He oído muchas veces el relato de personas que participaron en aquel suceso, siempre los problemas que surgieron en el rescate y el comportamiento de unos u otros, pero cuando lo he oído, mis pensamientos estaban más allá de esos hechos, me impactaba la soledad y el sufrimiento inevitable de Tino en sus últimos momentos de vida.
Empecé hablando del hecho tan difícil de asimilar que alguien deje de ser, que de repente no sólo su cuerpo quede disperso por el campo, sino que desaparezca todo rastro de su conciencia, de su espíritu. Es un pensamiento que las religiones han tratado de eludir recurriendo a otras vidas posibles tras la muerte. Javier Cercas en la presentación de su último libro El loco de Dios en el fin del mundo, comentaba días atrás que hay que estar loco para creer en la vida eterna. Es decir, hay que estar loco para pensar que algo de nosotros perviva tras la muerte. Quedará el recuerdo, lo que hayamos podido crear con nuestras manos o nuestro intelecto; algo que no nos queda más remedio que aceptar, pero que sigue tropezando con la incredulidad real que nos persigue de que alguien haya definitivamente dejado de existir. Eso de momento, que después el tiempo, el tiempo escultor y destructor, terminará por imponer también en nuestras conciencias la realidad de la disolución en la nada de lo que vive y que en algún momento dejará de existir.