jueves, 4 de junio de 2020

#NoPuedoRespirar





El Chorrillo, 4 de junio de 2020

 

Hay días en que la indignación es tan abrumadora que es imposible razonar y ordenar las ideas. La indignación quema como una llaga y entonces no cabe otra cosa que encogerse de dolor o gritar de impotencia. Es lo que sucede en estos momentos a miles de ciudadanos norteamericanos. Una sociedad que creemos adormecida por el consumo y la prepotencia de su fuerza militar y económica y que a lo que se ve tiene alma, ese alma que subyace año tras años al imperialismo y a su fuerza demoníaca en que quieren encerrar al mundo y a todos sus habitantes. El imperio nos tiene cogidos por los huevos a más de medio mundo y, resignados y obedientes, seguimos sus consignas, comprar, comprar, comprar y… aguantar. Así hasta que un día la sangre adormecida de los ciudadanos no puede más y sale a la calle a enfrentarse con los perros guardianes del poder, la policía que, uña y carne en Estados Unidos con la falsa democracia de los muy ricos, no hace otra cosa que proteger los intereses de estos últimos.

El sistema se protege a base de gases lacrimógenos e infundios en las medios de comunicación. Las protestas de años pasados de Wall Street fueron sofocadas hasta su extinción, pero por debajo el fuego de la indignación sigue vivo. Si copiamos en Twitter el hashtag #NoPuedoRespirar lo que nos devuelve la web es un país en llamas y una absoluta indignación que se plasma en manifestaciones y acciones contra la policía y contra el régimen dictatorial de ese increiblemente  miserable Trump que gobierna, como recién salido del manicomio, el país más poderoso del mundo sirviendo de baluarte a un neoliberalismo salvaje al que sólo importan los dividendos. Levanto la vista y veo volar sobre los rastrojos a un milano real; tomo los prismáticos y corro hacia la zona despejada de vegetación de la valla. Le observo, se trata de un vuelo rutinario de rastreo hecho de amplios bucles, un paseante de los cielos que no tiene prisa y desentumece su cuerpo sobrevolando sobre el oro de los trigales. Al poco entra en el campo visual de las lentes un par de urracas que le siguen a poca distancia, parecen husmearle el trasero como un perrito que se encuentra a un can mayor en su paseo, pero de inmediato, una vez husmeada ese ave grande, se retiran para posarse sobre las ramas de un almendro a seguir una conversación interrumpida. El milano termina de perderse entre las espigas de un trigal cercano y yo vuelvo a mi escritura.


A uno le entra la sospecha, ahora que vemos hasta dónde ha llegado la indignación en Estados Unidos por la muerte de un ciudadano a manos de la policía, de que quién sabe si no hay extendidos por el país, por el mundo, muchos polvorines aparentemente inactivos capaces de entrar en juego y despertar a los ciudadanos del mundo hasta el punto de instigar a hacer de sus dirigentes lo que hicieron con Benito Mussolini o Nicolae Ceaușescu en Rumanía. Los pequeños y sucesivos acontecimientos que llevan al mundo a la ruina acaso necesitan, como si el organismo del mundo tuvieran alarmas que lo defendieran de su destrucción, detonantes que pongan en movimiento toda esa fuerza explosiva que acumulamos los ciudadanos en nuestro interior y, que de ser recogida en un instante, vía esa violencia ciudadana que muchos denostan con la boca chica porque en el fondo a estas alturas comprenden que la violencia de algún modo es la única fuerza capaz de hacer despertar a las masas y a esa banda de energúmenos armados hasta los dientes; y que de ser recogida en instantes como estos pueden llegar a dar un vuelco a este mundo sin sentido en que la voracidad de unos pocos es la norma y la causa a la vez de la miseria de una gran parte de la humanidad.   

Evidentemente no

 todos son iguales

 Interrumpo por un rato estas líneas para sanear los rosales y retirar las rosas mustias; salgo de la cabaña y, al ir a poner el pie en el escalón, tengo que retirarme porque a punto estoy de pisar una culebra de casi un metro de larga. Vuelvo a por el teléfono para fotografiarla, pero ya ha volado. Estoy un rato intentando localizarla por los alrededores sin resultados. Poco más allá de la cabaña hay una jungla que han formado espontáneamente las hiedras, los sauces, las higueras y algunos árboles más y seguro que se ha refugiado allí, una zona impenetrable donde las aves, los erizos o las culebras viven a sus anchas como en plena selva. Tras llenar una carretilla con las flores marchitas vuelvo a la tarea. Y mientras regreso pienso que, durmiendo como duermo con la almohada pegada a la puerta de la cabaña y ésta abierta de par en par… Pues eso, que despertarme una noche con una culebra de un metro entre las sábanas no iba a ser un plato de gusto.

Se habla estos días en los medios del síndrome de la cabaña, esa sensación de inseguridad que nos acompaña tras meses de encierro cuando salimos a la calle. Temor a contactar con otras personas, a coger medios de transporte público. Un síndrome que nos ha llevado por otra parte a descubrir que en la vida hay reductos inexplorados  que piden otro modo de hacer y conducirnos, que en esa existencia es posible relacionarnos con nuestros hijos, los amigos o los vecinos, esos extraños vecinos que hemos reencontrado bajo otra óptica asomados a los balcones aplaudiendo o celebrando cumpleaños y que ahora vemos con una fraternidad nueva. “Las cabañas, escribe Sylvain Tesson en La vida simple, son pabilos prendidos al techo de la noche”, esa luz que necesita nuestro conocimiento en esta noche oscura en que nos ha sumido la historia moderna del mundo. Necesitamos largos días de cabaña y encierro para detener el tiempo y pararnos a reconsiderar la vida que hacemos.

No se trata de volver a las cavernas sino de encontrar un tiempo de reflexión sobre el mundo que estamos construyendo de la mano de locos cuya residencia debería ser un manicomio y cuyas consignas seguimos obedientes como imbéciles cegados por la chatarrería y las baratijas que nos ofrecen. Daniel Orte, en la última entrada en su muro, donde me nombra a raíz de un post anterior, complementa mi redacción y pone nombre a las ideas que allí expresé; su nombre es decrecimiento. Carlos Taibo tiene un libro titulado Decrecimiento, crisis, capitalismo, que puede ser descargado gratuitamente en la red.

 La necesidad, desde nuestra cabaña del confinamiento, de volver a reconsiderar, a pensar ese mundo que ladrillo a ladrillo está levantando la ruina para nuestros descendientes.

Estamos convirtiendo el mundo en una puta mierda y los responsables directos de ello somos nosotros, primero por la insustancial manera en que utilizamos nuestro derecho a voto, ahí tenemos a los trumps, los bolsonaros, los natanyahu, los aspirantes a golpistas de Vox, y, segundo, por el modo en cómo facilitamos el camino, colocando cómodamente una alfombra para que su paso sea mórbido y suave, a los pies de las multinacionales para que éstas sigan haciendo del mundo un mercado dispuesto a inventar cada día nuevos productos con que tenernos como a los galgos del canódromo corriendo siempre tras la liebre de plástico, permanentemente ocupados en el deseo de comprar algo.

El vértice del sistema, el ejemplo mundial de referencia, lo tenemos estos días ejemplificado en la situación de la población de Estados Unidos, donde los menos favorecidos piden a gritos en las calles de Minneapolis y Washington que les dejen respirar. El sistema que defiende ese new deal y que pisotea con su bota policial  a los manifestantes que piden justicia es el mismo que nos pide obediencia y acatamiento a los mecanismos del marketing.













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