“El neoliberalismo mata más gente que todos los
ejércitos del mundo juntos, y no hay ningún preso” (ManfredMax Neef)
El Chorrillo, 1 de junio de 2020
Leo: “Llevar un diario fecunda la existencia. La cita cotidiana con la página blanca del diario obliga a prestar mejor atención a los hechos de la jornada, a escuchar mejor, a pensar con más fuerza, a mirar con más intensidad." La vida simple, Sylvain Tesson. Pues que sea cierto parece, así que prosigamos, fecundemos la existencia alimentando un diario.
¿Y si cambiamos de modo de vida… por un lugar en donde el aire sea más puro, la inteligencia más lúcida, donde vivir en paz con nosotros mismos y con el prójimo sin que los maleficios de mercado marquen a sangre y fuego nuestro estúpido comportamiento de terrícolas abocados a destruir el planeta y a esterilizar nuestras conciencias de seres nacidos para vivir y gozar y no para mercadear con la sangre del prójimo?
Según me voy haciendo más mayor me acosa la
sensación de que cada vez el mundo, entendido en este caso por
Ahora, con los libros de historia en las manos, algo de filosofía y un poco de cercanía a los hombres que han sabido evadirse de los condicionamientos de la sociedad de consumo, quizá deberíamos recomponer la cadena de eslabones y condicionantes que nos han llevado a este mundo en que hemos asentado la filosofía de nuestras vidas. Los valores trastocados, tan dramáticamente, de nuestros hábitos que tienden a reproducir una sociedad, en términos generales, carente de ideas propias y sometida a los empujes del mercado que nos tironean desde aquí y desde allá para empujarnos a tener siempre vibrando en el interior del deseo la disposición a encapricharnos de objetos, propiedades, dinero o cualquier otra cosa, parecen estar en las raíces de este absurdo que vivimos.
Las técnicas de control del comportamiento y de modificación de la personalidad han pasado en nuestra sociedad de consumo a constituir la herramienta más eficaz para hacer creer al ciudadano medio en un mundo absurdo en donde una campaña de publicidad bien montada y la consiguiente inducción a hacernos desear un objeto absolutamente prescindible, y ello hasta el punto de querer hacer cola toda una noche para adquirir un terminal, el último modelo de iPhon, por ejemplo, marcan la tónica de una sociedad idiotizada por el consumo compulsivo y que es el punto de arranque de una filosofía diseñada por el neoliberalismo para tener a todo el planeta cogido por los huevos.
Cuando un día cualquiera te detienes en mitad de una noticia de esas que te hacen pensar que estamos locos, te paras, te rascas la cabeza y te pones a pensar en cómo hemos llegado a donde hemos llegado en este descalabro que es moverse en la camisa de fuerza de las variables trabajar-comprar/comprar-trabajar, a las que inevitablemente sigue el binomio de a más trabajo más consumo y menos tiempo libre, uno no acierta bien a comprender cómo nos han podido engañar al extremo de convertir nuestra vida en una máquina de trabajar y consumir, de consumir y trabajar. El aumento continuo de la productividad y la intensificación del progreso (pausa, repentinamente se ha oscurecido el cielo y los trombones y la percusión en pleno de la orquesta de la tormenta se ha desatado a mi alrededor. Delicioso olor a tierra mojada primero, la tromba de agua después, la claridad sobre el horizonte y la negritud del carbón sobre nuestras cabezas de nubes precipitadamente transformadas de algodonosos y barrigudos rebaños voladores en enfadada legión de rayos y truenos. Pero sigamos. En cualquier modo voy a tener que hacer una larga pausa, porque en cinco minutos tengo una cita con mi amigo Paco, de Hoyos, para echar una partida de ajedrez y acaso para charlar después unos minutos sobre la actualidad. Hasta dentro de un rato).
Tuve un despiste imperdonable y ganaron las negras; charlamos un buen rato de política, un poco de montaña y, justo cuando nos íbamos a despedir, la tormenta, que parecía haberse marchado definitivamente, volvió a la carga. Magnífico espectáculo que nunca me cansaré de ponderar, aunque me encuentre en alta montaña protegido por la débil tela de una tienda de campaña. Sigamos. El aumento continuo de la productividad y la intensificación del progreso, decía, de un modo u otro está ligado con la intensificación de la falta de libertad, la dominación del hombre por el hombre aumenta constantemente en dimensión y eficacia. Desarrolla estas ideas Marcuse en Eros y civilización. “Los campos de concentración, la exterminación en masa, las guerras mundiales y las bombas atómicas no son «una recaída en la barbarie», sino la utilización irreprimida de los logros de la ciencia moderna”. Algo parecido podemos decir de nuestro sistema de vida actual marcado, dirigido y orientado por los dueños de las grandes empresas a nivel mundial, por los medios de comunicación, por una horrísona publicidad entre la cual te tienes que abrir paso de continuo para poder ver un poco la luz del sol. Hay que producir cuanto más mejor, hay que consumir, hay que engordar. ¿Para qué?
El sentido de una revolución técnica no puede ni debería girar en obtener cada vez nuevos y mejores productos, su único sentido válido debería ser la posibilidad de que las innovaciones pudieran ensanchar el campo de las actividades no profesionales en las cuales los ciudadanos puedan desarrollar la parte de humanidad que les es propia, la creatividad, el ocio, la cultura, la amistad. Paul Lafargue defendía que sería necesario forjar una ley de hierro que prohibiera a todo hombre trabajar más de tres horas diarias, “la tierra, la vieja tierra, estremeciéndose de alegría, sentiría agitarse en su seno un nuevo mundo… ¿Pero cómo pedir a un proletario corrompido por la moral capitalista una resolución tan viril?” Thoreau mantenía que cuatro horas de trabajo para atender a las necesidades más corrientes debería ser el tiempo máximo que un hombre empleara para cubrir sus necesidades. El amor al trabajo tal como lo consideramos hoy, y referido a las actividades productivas más corrientes, es una falacia que ayuda poco a conseguir una calidad de vida adecuada a nuestros intereses.
Nadie propone que convirtamos nuestro modo de vida en un falansterio al modo de Charles Fourier, pero coño, quién no ve esta mierda de organización económica y social que estamos creando alrededor de los hipermercados, de Amazon, del turismo de masas, de chalecitos, de automóviles de usar y tirar. Quién no ve que nos están vendiendo la moto de continuo y que este sistema económico que vivimos nos aleja de nosotros mismos, de nuestra capacidad de crear, de un ocio enriquecedor. Si con una hora de trabajo con tecnología moderna podemos cubrir diez horas de trabajo clásico, ¿qué es lo que está fallando? ¿O es que nos han encerrado en una rueda para hamsters de la que ya es imposible liberarse?
Hace un tiempo el amigo Daniel Orte colocaba en su muro un cartelito violeta en el que se podía leer lo siguiente: “¿En qué sistema vivimos, que cuando compramos sólo lo que es necesario se hunde?” Más abajo yo comenté: “Podría fabricarme mis propios zapatos y cultivar mis tomates y pepinos, pero tarde o temprano vendría de nuevo la economía de trueque y a continuación, como sería difícil cambiar zapatos por leche, o trigo por mermelada, se inventaría el dinero que traería consigo a los intermediarios porque cambiar zapatos o leche se haría complicado, y no digo si fueran plátanos y tuviéramos que ir a Canarias para tomarlos de postre. Los plátanos, según augura el cartel violeta, podrían no ser necesarios, pero… No tengo ni idea de economía pero presiento que cerca de siete mil millones de habitantes del planeta no podrían vivir si sólo consumiéramos lo necesario. También tendríamos que preguntarnos en qué consiste para cada uno lo necesario”. Un ejemplo evidente de que el fantástico nudo de las contradicciones está ahí frente a nosotros, esperando acaso a que venga un genio a deshacerlo.
Hay montones de autores que han tratado de meter mano a ese nudo gordiano que se resiste y cuya resolución nos liberaría de horas de trabajo impropias, a la vez que de un consumo que merma la capacidad de regeneración del Planeta y nos entontece. Paul Lafargue, André Gorz o Herbert Marcuse teorizaron sobre los males de un capitalismo esclavizante antes de la llegada de la revolución de Internet; pero no faltan hoy tampoco montones de autores que abogan por una vida diferente en la que el reparto del trabajo sea posible. Ni idea de economía la mía, lo repito, pero se me ocurre que si dividimos grosso modo las horas de trabajo que se hacen en un país por el número de personas en edad de trabajar, a lo mejor tenemos un número de referencia para hacernos una idea de cómo podríamos organizar el reparto del trabajo. No os riáis de mí, venga, digo como punto de referencia. Y si a ello añadimos una reducción considerable del consumo, además de aliviar el sufrimiento del Planeta, estaríamos en el camino de conseguir un equilibrio entre la necesidad de cubrir nuestras necesidades, el reparto del trabajo y el alivio de un mundo castigado por la sobreexplotación. Sí, me digo, si leyera estas líneas ese economista al que admiro, Juan Torres, seguro que soltaba una carcajada. De todos modos, menos da una piedra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario