martes, 16 de junio de 2020

Crónica pedricera: Plantas, flores y aves.




Puente de los Poyos-Majada de Quila, Pedriza, 15 de junio de 2020


Me lo digo muchas veces; es imperdonable que con los años que llevo viniendo a la Pedriza todavía no haya llegado a identificar a cada uno de los seres vivos que la habitan. Ahora mismo, sentado junto al puente de los Poyos después de una larga caminata desde la Hoya de San Blas, y escuchando el cercano canto de un pájaro, ¿será un pinzón?, acaso cortejando a la hembra que yo imagino como una joven coqueta que ha pasado la mañana frente al espejo acicalándose y poniéndose guapa pero que ahí en lo alto de un pino, ahora, se hace la interesante ante el apremio del macho mientras los ojos le brillan del puro gusto de sentirse con un novio ahí que lanza a lo aires trinos que son auténticos requiebros amorosos. ¿Serán así también todas las mujeres? Escuchando el cercano canto de un pajaro, decía, caigo en lo mal vecino que he sido de los habitantes de la Pedriza que pareciera que siempre hubiera estado exclusivamente habitada por pedruscos y tapias, Vinches, naturalmente, por los que trepar como los lagartos.



Y ya que hablamos de enamorados, eso de cuando nos ponemos románticos y nos decimos amantes de las montañas, a ver, ¿cuántos de todos esos amantes pedriceros, o de las montañas en general, seremos capaces, además de conocer del Pájaro hasta los agarres más mínimos, de la Maza, del Yelmo, de las Buitreras, del Mogote de los Suicidas o de la Pared Santillana, saber también de los nombres y los apellidos de los pájaros que encantan sin más el bosque de esta mismísima tarde junto a la majada de Quila; o saber de las pequeñas flores que nos encontramos en nuestro camino que no sean las familiares jaras o acaso los olorosos narcisos de principios de primavera.



Hoy, que subí con Santiago Pino a Las Torres, magnífico espectáculo desde lo más alto el de esta mañana con un cielo variopinto de nubes que pacían en el cielo como un despreocupado rebaño, y que él, excelente conocedor de todos los picos de los alrededores, desde arriba me iba recitando todos sin dejarse ni uno, cuando yo destrepaba de la cumbre y me entretenía con el zoom fotografiando una flor mínima, enseguida le oía desde detrás de alguna roca decir el ¿qué haces? Vamos que me veía raro allí arrodillado empeñado en fotografiar un manojillo de flores mínimas que me había encontrado en la grieta de una roca. Más abajo, en el bosque, cuando me paraba y le pedía silencio porque estaba cantando un ave y quería grabarla para después averiguar su nombre en casa, igual. Santiago creo que es uno de lo mejores conocedores de la Pedriza; cada vez que salgo con él siempre me lleva a algún encantado rincón que desconozco, una escondida canal, un vallecillo, hoy le tocó aquél por el que se desprende el arroyo de Matasanos, un lugar que sólo conocen cuatro gatos; en otro momento fue un recoleto prado para vivaquear junto a los fantasmas… la lista sería interminable, pero me da que eso de los pájaros, los bichos en general o las flores está fuera de su interés; o a lo mejor no, y sólo me lo he imaginado.



Pues nada, que como yo últimamente he retomado eso de volver a reconocer a todos los seres vivos que oigo, veo o dejan sus huellas en los caminos que atravieso, voy a ver si escribiéndolo me conciencio y hago como el amigo Pedro Nicolás que me da la impresión de que no sale al monte sin echar en el macuto una guía de plantas y de aves. De momento ya he localizado una app que me graba el canto de las aves y si hay cobertura me devuelve de inmediato el nombre del pájaro que alegra mi caminar desde lo alto de un risco o las ramas de un árbol. Gran descubrimiento el mío el de esta aplicación que me está ayudando a reconocer las aves que pueblan mi camino y lo llenan de la delicadeza de su canto.



A la vejez viruelas, dirá alguno, eso de ponerse a conocer la flora y la fauna de montañas que pisas desde hace medio siglo. Más vale ahora que nunca. Me temo que la culpa de estas cosas las tiene el tiempo, el tiempo por los años que has vivido, y también la ralentización que se produce en éste. Bajando de las Torres hemos coincidido con dos chicos y una chica con cara de llevar prisas; habían hecho Canto Cochino, las Torres, alto de Matasanos en dos horas y media. Vamos, la velocidad de la luz. Como para entretenerse en ver flores o escuchar el canto de los pajaritos… ni pensarlo. Así debíamos de ser nosotros de jovencitos y por ello han tenido que pasar los años para al fin poder llegar a la gran sabiduría de la comprensión del no-tiempo (jajaja), vamos, que siendo eso del tiempo una falacia porque realmente el tiempo no existe (y que no se me pregunte a mí sobre esas cosas, que es algo que he leído y que tiene que ver con la física quántica y que no entiendo demasiado pero que me conviene creer de la misma manera que en la infancia creía que cuando llovía eran lo angelitos que hacían pipí); recuerdo, que siendo eso del tiempo una falacia, pues eso, que ni puto caso; ergo: si el tiempo no existe, ¿para qué coño correr? De lo que se deduce que si ya no hay que correr ya puedo tener tiempo (jeje) de sobra para fotografiar todas las flores que me encuentre por el camino, para sacar la guía si es necesario, contar los pétalos, ver la forma de su pistilo, averiguar al fin su nombre y características. Y subsiguientemente para pararnos cuando escuchemos al pinzón o al acentor alpino, el ruiseñor o al carbonero para interrumpir la conversación que traíamos con un amigo y decir, mira ahí está cantando ya el cuclillo, el ruiseñor o el, y si ya ha anochecido, el ulular del cárabo o la lechuza.



¿Y todo esto pa qué? Pa na, para que los minutos que pasamos en la Pedri sea más densos, para que nuestros sensores estén más dispuestos a captar la belleza múltiple y heterogénea que esconde ese pequeño y maravilloso mundo que es nuestra Pedriza.

Subí con Santiago desde la Hoya de San Blas por el arroyo de Matasanos hasta las Torres. Después él se volvió por donde habíamos venido y yo tomé la senda que lleva a Tres Cestos. Al pie de estos intenté buscar en mi cabeza un lugar guapo para pasar la noche y terminé encontrándolo en los alrededores del Puente los Poyos y la majada de Quila. En este momento una leve brisa y el canto de algunos pájaros son mis compañeros. Me gustaría terminar estas líneas haciendo partícipe al posible lector de mi estado de ánimo tras esta larga jornada, pero tengo a mano mejor un pequeño tesoro de una lectura reciente de Robert Wesser que lo va a sustituir:

“Casas, huertos y personas se transformaban en sonidos, todos los objetos parecían haberse transformado en un solo espíritu y una sola ternura. Un dulce velo de plata y niebla espiritual nadaba en todo y se extendía en todo. El espíritu del mundo se había abierto y todos los padecimientos, todas las decepciones humanas, todo lo malo, todo lo doloroso parecía esfumarse para no volver más”. De un libro titulado Caminar.



Ahora es el tiempo de mi acostumbrada partida de ajedrez. Últimamente Paco está poniendo a prueba mi capacidad de concentración que está hecha una lástima, así que a practicar para no seguir haciendo el ridículo el próximo domingo. Todavía me sonrojo por el jaque mate que sufrí hace días con la inesperada aparición de un alfil que ocupaba el final de una diagonal y que a mí me pasó inadvertido.

Pájaros, flores, ajedrez, soledad y una suave brisa en uno de los rincones más bellos de Pedriza. No se puede pedir más. Todo mientras llega la noche y el turno de las estrellas y las constelaciones, que conviene conocer naturalmente, porque también forman parte de este pequeño mundo encantado que tenemos al norte de Madrid.














 

 




 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


2 comentarios:

  1. Maravillosa experiencia, estupendamente relatada. Felicidades por cambiar cantidad por calidad. Querer bucear en ella te honra. Es lo que el Universo espera de los que vamos cumpliendo años. Yo estoy en ello.

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  2. No, parece que no es una tontería eso de que la edad aporta algo de sabiduríaedad :-)

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