domingo, 14 de junio de 2020

Una noche frente al cielo de Hoyos del Espino




El Chorrillo, 14 de junio de 2020


Ayer, después de encontrarme en mi página de FB ese tipo de entradas que muestran el carácter de las personas sometidas a los mandados de la caverna mediática, me empeñé en el trabajo inútil de desasirme de algunas de las bobadas de las redes, razonando por aquí y por allá, pero cuando el texto estaba ya avanzado llegó la hora de conectar con Hoyos del Espino y me olvidé de esos sujetos que tan poco me gustan. En Hoyos se celebraba un evento dentro de la Fiesta del Piorno que por allí es un acontecimiento en esta época, acontecimiento que celebra la floración que llena las laderas de Gredos de un magnífico tapiz amarillo que hace las delicias de los caminantes que recorren sus valles. El pasado año quise mostrar a mi amiga Nuria alguna ruta de nuestro Gredos en esta época y no se me ocurrió mejor itinerario para introducirla en ese mundo de mis primeras andanzas que la garganta de El Pinar como acceso privilegiado al solitario enclave de Cinco Lagunas.

 El programa consistía en un encuentro virtual de observación astronómica, que habitualmente se hace cada año con telescopio en el punto de observación estelar de Hoyos del Espino, y que con motivo del Covid celebraban a través de videoconferencia. Saltar de las bobadas de los lectores de la caverna a las constelaciones del cielo de Hoyos, y de allí al mundo de las estrellas, las galaxias, los asteroides o el polvo cósmico mientras Paco iba hablando de los cientos de miles y de millones de años luz que nos separan de ese mundo infinito apenas concebible y dentro del cual nuestra ínfima pequeñez resultaba tan ridículamente diminuta, disponía, junto a la admiración por la belleza de los conjuntos estelares y la armonía de sus disposiciones, a cerrar los ojos y a hacer abstracción de las ridículas pretensiones que nos asedian cuando nos representamos a nosotros mismos como reyes del universo.

Desde que a raíz de mis primeros contactos con la montaña y, especialmente cuando comencé a descubrir el universo estrellado de la noche desde el regazo que eran mis vivacs, y precisamente los primeros y que recuerdo con más intensidad y cariño fueron en Gredos durante el invierno, siempre pensé que las cosas de la Astronomía estaban equivocadamente estudiadas dentro de las disciplinas de la Física, al menos desde el punto de vista de las sensaciones que germinan en uno cuando, por ejemplo, uno vivaquea en las cercanías de La Galana en una noche del mes de enero, cuando el aspecto lunático de lo que ves a tu alrededor, las cumbres nevadas, la silueta oscura del Almanzor al fondo del perfil serrado del cuchillar de Ballesteros o los riscos de los Hermanitos te mandan un saludo mientras asomas la cabeza sobre el embozo de tu saco de dormir y con los ojos como platos contemplas la estrellada faz del cielo.

De hecho la Astronomía debía estar estudiada dentro del campo de la Filosofía o si me apuran acaso dentro de la Psicología ;-), ya que las cosas del universo, al menos para un neófito como un servidor, condición a la cual pertenezco con mucha honra, ya que ello me permite seguir asomándome al cielo de mis vivacs como niño pequeño que se asombrara permanentemente del mundo en que vive; ya que las cosas del universo, decía, son asuntos que atañen y mucho a la condición del alma contemplativa, a las sensaciones y al placer que la pequeñitud instila en nuestro organismo como bálsamo y almohada en que recostar la cabeza en nuestro vivac poco antes de que, pasando del ensueño a los brazos de Morfeo quedemos profundamente dormidos con las estrellas arrebujadas en los rincones de nuestra retina.

Más, si fuera creyente creo que la Astronomía debería tener también un amplio espacio dentro de la Teología. Esa obsesión de San Agustín o de Santo Tomás por demostrar racionalmente la existencia de Dios se me parece de una cortedad de vista fenomenal; primero por querer encerrar toda la realidad en las pobres redes de la razón y, segundo, porque esas miradas que aparentemente iban dirigidas al cielo, ese afán de Doménikos Theotokópoulos de pintar tan magníficos estrabismos focalizados en el firmamento y que no era otro que el mirar buscar más allá de sí mismo, en las alturas, en el Universo en definitiva, la razón de su ser. Esa idea que tenían nuestros místicos del Universo, probablemente de un infantilismo rayano con lo demencial, asociado al deseo de no morir para después habitar alguna galaxia donde vivir beatíficamente junto a su Dios, si acaso hubieran tenido la oportunidad de contemplar las fotografías del cielo nocturno que hoy nos sirven los mejores observatorios del mundo, seguro que abrían abierto un enorme boquete de dudas ante la contemplación de los miles y millones de años luz que median entre nosotros y otros mundos estelares. No imagino a un teólogo en sus cabales que contemplando la infinitud del universo con ojos objetivos pueda todavía mantener en su interior la idea de Dios. Nuestra infimitud, al tener los ojos cerrados a la distancia y a la magnitud de los mundos que nos rodean, cae en tan vana esperanza de revivir tras la muerte que no le queda otra cosa que inventarse quimeras que, bueno, siendo aptas para hombres más primitivos cuyo conocimiento científico era muy limitado, resultan a la luz de la ciencia poco menos que sustitutivos ingenuos berrinches para negar la única realidad de que tras la muerte no hay galaxia, estrella o planeta que pueda acogerlos.

Y ya puestos ¿por qué no incluir también la Astronomía como materia esencial de la Pedagogía? ¿Qué mejor que aprender a través de ella, por medio de ella, los principios de humildad, de racionalidad, de armonía? Humildad, enseñar a ser humildes, aprender de nuestra insignificancia, nuestra pequeñez para así, seres que van a pasar unos pocos días sobre la tierra, poder gastar nuestro tiempo en las preocupaciones propias de nuestro entorno, en el cuidado de nuestro jardín, ese de las pequeñas cosas, sabiendo que no hay nada mejor que vivir en paz con uno mismo y con los demás. Racionalidad, el uso adecuado de nuestros recursos o de nuestra creatividad, el equilibrio entre el mundo propio y el de los demás. Y armonía. Esa que se desprendía de la contemplación de las galaxias que nos mostraban ayer en diapositivas Paco y Mirian desde Hoyos del Espino y que llaman a nuestra capacidad de apreciar la belleza y la armonía del firmamento, pero que también clama por la armonía interior, por la intelección e intersección de los elementos de la  compleja realidad en la que hemos venido a nacer y desarrollarnos.

Probablemente mi amigo Paco, con quien dentro de un momento voy a echar la partida de ajedrez que parece se está volviendo ya habitual los domingos, se sonreirá leyendo esta líneas comprobando hasta donde puedo llevar yo su charla y la de Mirian. Ya sabes, Paco, que no hay realidades aisladas, que todas viven relacionadas y que unas y otras se dan la mano de tanto en tanto llevándonos de acá para allá. Esa diversión de hacer de la realidad un juego, como en el ajedrez, con que alimentar graciosamente nuestra breve estancia en este rinconcito de la Vía Láctea en que habitamos.

 

 

 

 

 

 

 


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