martes, 16 de junio de 2020

Las nieves del Kilimanjaro






El Chorrillo, 17 de junio de 2020

He oído decir en algún lugar que en el mundo hay tres clases de personas, los hijoputas, la buena gente y los otros, los que no son carne ni pescado. La película que acabo de ver habla de eso; su título: Las nieves del Kilimanjaro, pero no aquellas nieves que venían del librito de Hemingway sino del sueño de viajar a tierras lejanas –hipotéticamente– que termina convirtiéndose en una apasionante disección de los sentimientos donde confluyen las emociones que te hacen dilatar el pecho con aquellas otras que te rompen el corazón.
Yo hoy venía cansado después de vagar un par de días entre los pedruscos, las majadas y los bosques de la Pedriza. Venía cansado y correspondía terminar el día sosegadamente frente a una película. ¿Cuál? Pues hoy no hubo que buscar porque pareciera que me hubiera encontrado el plato puesto. Sucedió que poco antes de la cena detecté en mi teléfono el sonido ese especial que viene del Messenger, y lo que allí encontré, que había venido volando desde las tierras alicantinas de la mano del amigo Vinches, hombre conocedor de los  buenos libros y del buen cine, a lo que pude comprobar más tarde, y que llegaba tal paloma mensajera para aterrizar en las tripas de mi teléfono, era la sugerencia de dos películas. Optamos por la primera.
En la película de hecho sólo hay una hijoputa, alguno de ni lo uno ni lo otro sino todo lo contrario, y muchos de los que la vida les pone en algún momento contra la pared y tienen entonces que dedicarse con todas sus fuerzas a salir del enredo en que las circunstancias les han metido. Un sindicalista al paro junto a una veintena de compañeros, una madre depravada que no se hace cargo de los hijos que quedan al cuidado del hermano mayor, un amigo de toda la vida, unos hijos que viven como si todo lo que se ha conseguido durante siglos fuera un bien que siempre hubiera existido.
Te pegan, te roban y más tarde descubres que el ladrón es un pobre diablo que tiene que alimentar y cuidar a sus hermanos abandonados por la madre. Naturalmente a la cárcel con él, dicen al principio todas las voces. Pero ¿y después? Y es aquí donde las conciencias tan diferentes de la buena gente, seguro que se recordará ese término tan bello que utilizaba Dersú Uzalá en la película de Kurosawa, ese hombre de las montañas y los bosques para el que buena gente podía ser un ciervo que tiene que entregar su vida para alimentar a los hombres, que puede ser un río que proporciona pescado para vivir, un árbol que alimentará el fuego del invierno siberiano, o simplemente todos los seres que le rodeaban que no llevaran dentro la semilla de la maldad; es en aquella situación, cuando el conflicto se presenta, que poco a poco, frente a la obviedad de que un ladrón tiene que ir a la cárcel, que empezamos a ver aflorar en la gente de bien ese hilo, fino al principio en forma de débil duda, la sospecha del dolor del otro, al que, aún siendo culpable, la conciencia del maltratado le empieza a otorgar cierto grado de compasión; ese con-padecer que Unamuno escribía con un guión en medio para significar con ello un sentimiento renovado que despierta en el que lo experimenta un deseo de acompañar al otro en su padecimiento. La historia de la evolución de ese sentimiento que poco a poco va tomando fuerza, pese a la oposición de la familia y enfrentamiento con el mejor amigo del protagonista, que aboga porque el ladrón se pudra en la cárcel, constituye un hermoso recorrido que muestra hasta dónde no todo está perdido en la vida. En nuestros días, cuando tantas veces decimos que no hay remedio en este mundo de cabrones, de cabrones y equidistantes, es decir aquellos del espectro más gris del abanico social que ni apuestan por participar para mejorar la sociedad, ni por hacer lo contrario porque lo suyo es sólo alimentarse de la síntesis de todos los encuentros posibles entre unos y otros; cuando el pesimismo es la moneda corriente, ver reflejado en una buena película cómo el hilo de las emociones y sentimientos trabajan en la buena gente, resulta tan alentador como para que te vayas a la cama con cierta sensación de bienestar y de esperanza.
Al buen cine y a la buena literatura le cumple esta tarea benefactora de recordarnos, recordarnos porque por naturaleza somos olvidadizos, olvidadizos para recordar la historia, olvidadizos para retroalimentarnos acaso con todo eso que podríamos haber cosechado de bueno en nosotros durante el confinamiento; recordarnos que, aún estando el mundo lleno de hijoputas, también son legión la buena gente.
Total, que el matrimonio protagonista termina, cada uno por su parte, ejerciendo la tutela de los hermanos pequeños del ladrón, al punto de integrarlos en su propia familia mientras el mayor cumple la condena en la cárcel. Contado así, naturalmente la historia, con su complejidad, sus tiras y afloja, queda sin demasiada sustancia. Tampoco es mi intención hacer una crítica. Me seduce, eso sí, esa capacidad que tiene el film de inducir un punto de vista, hay que subrayar, y mucho, que trasluce, saca de nosotros frente al conflicto sentimientos que acaso no hubieran tenido la oportunidad de expresarse si la crisis no hubiera tenido lugar.
Y con ello la aceptación como idea generadora de que el conflicto y las crisis con toda la gravedad y las consecuencias que puedan encerrar, son momentos que, al ponernos a prueba fuerzan a nuestra conciencia y a la voluntad a tomar partido; ese punto en donde la buena gente se decanta hacia una situación de comprensión y compasión mientras que los otros, ciegos como asnos dando vueltas y vueltas alrededor de la noria de su yo, no llegará a despertarlos ni siquiera un terremoto que se produjera  bajo su cama.
Buena gente, mala gente y gente equidistante. Parece que sí, que así está distribuido el mundo. Probablemente si llamáramos a las cosas por su nombre, nos entenderíamos mucho mejor. Si en las páginas de los periódicos, pongo por caso, a cada nombre propio que leemos se le adjudicara un color o un apelativo siguiendo el criterio enunciado al principio de este párrafo, las cosas estarían bien claras y no tendríamos que discutir inútilmente sobre la tal Ayuso o el tal Abascal y sus compinches. Aquí cada uno puede hacer una larga lista de políticos, periodistas, jueces, policías, curas, maestros, médicos, vecinos, compañeros de trabajo, etc. Habrá algunos con los que dudemos poner en grupo o en otro, pero no creo que sean demasiados. Así que puestos a fantasear, propongo el sencillo ejercicio de intentar ubicar/ubicarnos a los sapiens que tengamos la dicha o la desgracia de conocer. Seguro que después de ese ejercicio, adjudicado a cada uno un lugar en la punta de ese triángulo, ya no tendremos que mantener discusiones tontas con estos o los otros ni tendremos que considerar en absoluto las palabras de ninguna cabeza vacía por muy presidenta de comunidad que sea.
El final de la película representa el triunfo del sentido común y lo mejor para todos los individuos en juego. El día en que ese sentido común se extienda sobre la Tierra hasta ocuparla por entero, ese día este planeta habrá alcanzado su plenitud como especie J. Los protagonistas de la película, a los que su familia había regalado un viaje a las inmediaciones del Kilimanjaro, ven sustituido su proyecto por un doloroso y emocionante recorrido por sus sentimientos y sus conciencias al final del cual les espera una armonía en donde todos los elementos del puzzle casan inesperadamente bien a las órdenes de un guión excelentemente trabado y conciliador.




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