El Chorrillo, 17 de junio de
2020
He oído decir en algún lugar
que en el mundo hay tres clases de personas, los hijoputas, la buena gente y los
otros, los que no son carne ni pescado. La película que acabo de ver habla de
eso; su título: Las nieves del
Kilimanjaro, pero no aquellas nieves que venían del librito de Hemingway
sino del sueño de viajar a tierras lejanas –hipotéticamente– que termina convirtiéndose
en una apasionante disección de los sentimientos donde confluyen las emociones
que te hacen dilatar el pecho con aquellas otras que te rompen el corazón.
Yo hoy venía cansado después de
vagar un par de días entre los pedruscos, las majadas y los bosques de la Pedriza. Venía cansado y
correspondía terminar el día sosegadamente frente a una película. ¿Cuál? Pues
hoy no hubo que buscar porque pareciera que me hubiera encontrado el plato
puesto. Sucedió que poco antes de la cena detecté en mi teléfono el sonido ese
especial que viene del Messenger, y lo que allí encontré, que había venido
volando desde las tierras alicantinas de la mano del amigo Vinches, hombre
conocedor de los buenos libros y del
buen cine, a lo que pude comprobar más tarde, y que llegaba tal paloma
mensajera para aterrizar en las tripas de mi teléfono, era la sugerencia de dos
películas. Optamos por la primera.
En la película de hecho sólo
hay una hijoputa, alguno de ni lo uno ni lo otro sino todo lo contrario, y
muchos de los que la vida les pone en algún momento contra la pared y tienen entonces
que dedicarse con todas sus fuerzas a salir del enredo en que las
circunstancias les han metido. Un sindicalista al paro junto a una veintena de
compañeros, una madre depravada que no se hace cargo de los hijos que quedan al
cuidado del hermano mayor, un amigo de toda la vida, unos hijos que viven como
si todo lo que se ha conseguido durante siglos fuera un bien que siempre
hubiera existido.
Te pegan, te roban y más tarde
descubres que el ladrón es un pobre diablo que tiene que alimentar y cuidar a
sus hermanos abandonados por la madre. Naturalmente a la cárcel con él, dicen
al principio todas las voces. Pero ¿y después? Y es aquí donde las conciencias
tan diferentes de la buena gente, seguro que se recordará ese término tan bello
que utilizaba Dersú Uzalá en la película de Kurosawa, ese hombre de las
montañas y los bosques para el que buena gente podía ser un ciervo que tiene
que entregar su vida para alimentar a los hombres, que puede ser un río que
proporciona pescado para vivir, un árbol que alimentará el fuego del invierno
siberiano, o simplemente todos los seres que le rodeaban que no llevaran dentro
la semilla de la maldad; es en aquella situación, cuando el conflicto se
presenta, que poco a poco, frente a la obviedad de que un ladrón tiene que ir a
la cárcel, que empezamos a ver aflorar en la gente de bien ese hilo, fino al
principio en forma de débil duda, la sospecha del dolor del otro, al que, aún
siendo culpable, la conciencia del maltratado le empieza a otorgar cierto grado
de compasión; ese con-padecer que Unamuno escribía con un guión en medio para significar
con ello un sentimiento renovado que despierta en el que lo experimenta un
deseo de acompañar al otro en su padecimiento. La historia de la evolución de
ese sentimiento que poco a poco va tomando fuerza, pese a la oposición de la
familia y enfrentamiento con el mejor amigo del protagonista, que aboga porque
el ladrón se pudra en la cárcel, constituye un hermoso recorrido que muestra
hasta dónde no todo está perdido en la vida. En nuestros días, cuando tantas
veces decimos que no hay remedio en este mundo de cabrones, de cabrones y
equidistantes, es decir aquellos del espectro más gris del abanico social que
ni apuestan por participar para mejorar la sociedad, ni por hacer lo contrario
porque lo suyo es sólo alimentarse de la síntesis de todos los encuentros
posibles entre unos y otros; cuando el pesimismo es la moneda corriente, ver
reflejado en una buena película cómo el hilo de las emociones y sentimientos trabajan
en la buena gente, resulta tan alentador como para que te vayas a la cama con
cierta sensación de bienestar y de esperanza.
Al buen cine y a la buena literatura
le cumple esta tarea benefactora de recordarnos, recordarnos porque por
naturaleza somos olvidadizos, olvidadizos para recordar la historia,
olvidadizos para retroalimentarnos acaso con todo eso que podríamos haber cosechado
de bueno en nosotros durante el confinamiento; recordarnos que, aún estando el
mundo lleno de hijoputas, también son legión la buena gente.
Total, que el matrimonio
protagonista termina, cada uno por su parte, ejerciendo la tutela de los
hermanos pequeños del ladrón, al punto de integrarlos en su propia familia
mientras el mayor cumple la condena en la cárcel. Contado así, naturalmente la
historia, con su complejidad, sus tiras y afloja, queda sin demasiada sustancia.
Tampoco es mi intención hacer una crítica. Me seduce, eso sí, esa capacidad que
tiene el film de inducir un punto de vista, hay que subrayar, y mucho, que
trasluce, saca de nosotros frente al conflicto sentimientos que acaso no hubieran tenido la oportunidad
de expresarse si la crisis no hubiera tenido lugar.
Y con ello la aceptación como
idea generadora de que el conflicto y las crisis con toda la gravedad y las
consecuencias que puedan encerrar, son momentos que, al ponernos a prueba
fuerzan a nuestra conciencia y a la voluntad a tomar partido; ese punto en
donde la buena gente se decanta hacia una situación de comprensión y compasión mientras
que los otros, ciegos como asnos dando vueltas y vueltas alrededor de la noria
de su yo, no llegará a despertarlos ni siquiera un terremoto que se produjera bajo su cama.
Buena gente, mala gente y gente
equidistante. Parece que sí, que así está distribuido el mundo. Probablemente
si llamáramos a las cosas por su nombre, nos entenderíamos mucho mejor. Si en
las páginas de los periódicos, pongo por caso, a cada nombre propio que leemos se
le adjudicara un color o un apelativo siguiendo el criterio enunciado al
principio de este párrafo, las cosas estarían bien claras y no tendríamos que
discutir inútilmente sobre la tal Ayuso o el tal Abascal y sus compinches. Aquí
cada uno puede hacer una larga lista de políticos, periodistas, jueces, policías,
curas, maestros, médicos, vecinos, compañeros de trabajo, etc. Habrá algunos
con los que dudemos poner en grupo o en otro, pero no creo que sean demasiados.
Así que puestos a fantasear, propongo el sencillo ejercicio de intentar ubicar/ubicarnos
a los sapiens que tengamos la dicha o
la desgracia de conocer. Seguro que después de ese ejercicio, adjudicado a cada
uno un lugar en la punta de ese triángulo, ya no tendremos que mantener
discusiones tontas con estos o los otros ni tendremos que considerar en
absoluto las palabras de ninguna cabeza vacía por muy presidenta de comunidad
que sea.
El final de la película
representa el triunfo del sentido común y lo mejor para todos los individuos en
juego. El día en que ese sentido común se extienda sobre la Tierra hasta ocuparla por
entero, ese día este planeta habrá alcanzado su plenitud como especie J.
Los protagonistas de la película, a los que su familia había regalado un viaje
a las inmediaciones del Kilimanjaro, ven sustituido su proyecto por un doloroso
y emocionante recorrido por sus sentimientos y sus conciencias al final del
cual les espera una armonía en donde todos los elementos del puzzle casan
inesperadamente bien a las órdenes de un guión excelentemente trabado y
conciliador.

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