El Chorrillo, 7 de abril de 2025
Esta mañana un amigo, comentando mi post de
ayer que terminaba con la afirmación de que el problema a nivel general seguía
siendo esa infinita banalidad que nos rodea, decía en su guasap que la
banalidad es legión, y nosotros sólo algunos. Recordé entonces una idea de
parecida estructura perteneciente Ortega, y que seguro nos concierne, aquello de
que las mujeres son muchas y él era tan sólo uno. Una verdad que, dado lo
proclives que somos a gustar de lo femenino más allá de la exclusividad, lo que
parece encerrar es una añoranza difícil de saciar. Una idea que cuadra, pese a
la extensión en el mundo de la monogamia, con la imposibilidad de poner puertas
al aire; un aire que no es otra cosa que lo femenino flotando constantemente en
la periferia del mundo masculino; una certeza que no necesariamente se sustenta
exclusivamente sobre la realidad física, sino que con mucho invade el mundo de
la imaginación que, saltando sobre las dificultades o inconvenientes del
encuentro físico, cumple sanamente su función. De la sensación de que nos
liamos con cosas sencillísimas no se libran los asuntos del sexo. Meta usted
los asuntos del sexo en una olla exprés, cierre a presión, deje que la
primavera caliente la olla y llegado el momento de cierto calor, si la olla no
tiene una adecuada válvula de descomprensión, seguro que se produce un
desaguisado en la cocina.
A la cosa de la búsqueda de lo femenino no
hay quien la pare. No sólo hablaba mi amigo de banalidad, que también echaba
mano de una película para ilustrar la fuerza con la que bulle dentro de todo
quisque la búsqueda del fruto prohibido. Cuenta sin más de algunas secuencias
de la película Novecento, de Bertolucci, una escena del patriarca de la
familia, Alfredo Berlinghieri, encarnado por Burt Lancaster. Está en los
establos de la casa familiar, escribe, y le dice a una joven campesina que le
introduzca la mano en la bragueta de su pantalón. Ella accede sonriente y le
manipula durante unos segundos. Cuando el manipulado observa que no obtiene
respuesta a ese hecho, le ordena que lo deje y le dice que se marche.
Posteriormente, la cámara nos muestra al patriarca colgando de una viga: se ha
suicidado.
Las interpretaciones pueden ser varias,
pero en general el desenlace se podría interpretar como un gesto ante una
decadencia intolerable. No obstante mi amigo se inclina por interpretar que
Bertolucci lo que nos da entender es que "cuando se acaba la sexualidad en
el macho, se termina la vida —algo relativamente corriente entre los animales,
grupo al que pertenecemos también nosotros—". Yo aquí tengo mis dudas, porque en el mundo
hay gente pató, pero sí, me inclino a pensar, que tanto como suicidarse porque
a alguien no le responda en determinada situación lo que debería responder, es
una exageración. No sólo eso, que conozco varones y hembras, algunos personajes
que pertenecen a la notoriedad de la historia, que llegados a los sesenta
estaban deseando quitarse de encima los calores de la libido para poder dedicarse
sosegadamente a las tareas del pensamiento. Dos de estos personajes eran
Shopenhauer y Simone de Bauvoire. Como digo, gente pató, gente que tiene en sus
cabezas diversiones de índole tan elevada que les resulta una molestia que el
cuerpo se les vaya por peteneras a la vista del jugoso fruto de lo femenino o
masculino. Pero no, no creo que sea ese el pensamiento de una generalidad.
Yo entiendo mal eso de que la monogamia sea una
cosa tan generalizada. Me refiero a la monogamia real, no a aquella de los
monógamos que van sembrando cuernos allá por donde pasan. Tuve una novia hace algunos años que cuando
yo le comentaba lo que me gustaba un bonito trasero que caminaba frente a
nosotros, ella, que de celosa tenía un montón, se cabreaba conmigo y queriendo
ofenderme me llamaba viejo verde, a lo que yo contestaba con una sonora
carcajada. En general nos llevábamos bien, pero se le iban los demonios cuando
mi vista, vagando por aquí y por allá del paisaje urbano, se recreaba en las
bondades de alguna atractiva fémina que circulaba por la calle. De sobra
sabemos todos lo mucho que aprecian tantas mujeres que las miremos. Mal asunto,
me comentaba hace no mucho una amiga, cuando ni Dios te mira, ni se fija en ti
por la calle. Vamos, que el gusto es tan suyo como nuestro.
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