El Chorrillo, 12 de abril de 2025
Sigo desde hace tiempo el interesante trabajo de
Huntington, El choque de civilizaciones. La
principal aportación radica en su propuesta de que los conflictos globales no
están motivados por diferencias económicas o biológicas, sino por divisiones
culturales profundas. Argumenta Huntington que la cultura y la religión se
convertirán en la principal fuente de conflictos tras la posguerra fría.
Identifica las siguientes civilizaciones principales, la islámica, la china, la
hindú, ortodoxa, japonesa, latinoamericana y africana. El sentimiento de
pertenecer a una determinada cultura o religión actúa de aglutinante y
proporciona a los miembros que pertenecen a ellas una identidad que les
diferencia de las de otros grupos. La tesis de Huntington guarda una relación
significativa con el sentimiento ancestral tribal, ya que ambos conceptos se
centran en la identidad colectiva y la percepción del “otro” como potencial
amenaza. Este enfoque refleja un impulso tribal inherente en los seres humanos que
tienden a formar grupos con identidades comunes y a desconfiar y a confrontar a
aquellos que pertenecen a grupos diferentes. En ese sentido, asegura
Huntington, las civilizaciones modernas pueden considerarse como extensiones de
las antiguas tribus, donde la lealtad y la solidaridad interna se fortalecen
frente a la percepción de amenazas externas.
El interés que me ha generado este libro tiene que ver con
el intento de comprender la raíz de los conflictos y guerras que se han dado en
este planeta a lo largo de los siglos, un conocimiento por otra parte que
también podría aclarar la razón de tantos conflictos que se dan en órdenes
diferentes de la convivencia a nivel local, nacional o incluso mundial. Siempre
intriga el cariz violento y multitudinario de conflictos sangrientos como el
que sucedió en India en 1947 entre mulsumanes o hindúes, los sucesos en Bosnia
entre ciudadanos musulmanes y sus vecinos serbios, el conflicto entre tutsis y
hutus en Ruanda, hechos que evidencian la calidad tremendamente violenta que
pueden adquirir las relaciones interculturales.
Sabemos que el espíritu tribal ancestral tiene sus raíces
en la evolución de la humanidad cuando la necesidad de seguridad hizo posible
que los hombres se fueran uniendo en pequeños grupos que pudieran hacer frente
a peligros externos, amén de facilitar tareas que personas solas no podrían
cumplir. Probablemente el origen de la civilización provenga de esta tendencia
de los individuos a constituirse en grupo, en comunidad. Esta necesidad
posterior de pertenencia y cohesión grupal ha dejado su huella en nuestra
psicología manifestándose en la tendencia a identificarnos con grupos.
Asentada la idea de esa necesidad de pertenencia y
fidelidad al grupo como algo inherente al hombre, y pensando que la mayor o
menor fuerza con que esta pertenencia es vivida por individuos concretos, no
sería difícil extrapolar a muchas de nuestras situaciones grupales, partidos
políticos, equipos de deporte en competición, grupos religiosos, culturas, esta
impronta que lleva implícita la condición tribal.
Que las personas se sientan más cómodas con sus iguales en
cultura, religión, lo que sea, tiene su lógica. Sin embargo, la condición de
enfrentamiento que sugiere el espíritu tribal, sea como medio de preeminencia
sobre el otro o como elemento de defensa, introduce un nuevo elemento en el
orden de la definición de tribu. La tribu, nacida para la cooperación, en pasos
sucesivos, instigada por un nuevo espíritu, el de dominio del otro, la
competencia por los recursos, el prestigio, la percepción de la superioridad
sobre el otro, sale de sí para entrar en conflicto con “los otros”.
Quizás sea ese el momento en que sentarse en una mesa de
negociaciones con el vecino sea la opción más acertada. Llegar a una reunión
así, consciente de los antecedentes tribales, conscientes de los deseos de
dominación que cada grupo generó, de los recursos de que uno dispone, del
respeto del contrario, y por supuesto conociendo las propias debilidades y los
objetivos principales que pueden llevarse a la mesa de negociaciones; llegando
allí repletos con tal arsenal de conocimiento consciente, es fácil que el
entendimiento pueda tener las de ganar.
Hablando del entendimiento ya podría pasar al caso
práctico que me trae hoy, así que ya comienzo con la historia de nuestro gato.
Nuestro gato, Mico, es su nombre, además de ser un gato simpático y sociable,
tiene mucho de salvaje, razón por la cual en ocasiones llega a casa echo un cristo.
Así llegó a casa hace un par de semanas. De las dos orejas le salían chorreones
de sangre. Después de limpiarle las heridas y aplicarle betadine logramos que
se le contuviera la hemorragia. Como estamos hablando de asuntos tribales,
digamos que a Podemos le empezaron a sangrar las orejas con el asunto de Sumar.
Bien, ¿qué le sucedió posteriormente a Mico? Pues que como le picaba la herida,
a Podemos era Sumar, el gato terminó arrancándose la costra. ¿Consecuencia? La
sangre volvió a manar. Ni veterinario ni leches, eso no lo curaba nadie. La
única solución plausible era conseguir que no se rascara, dejara que la herida
se cerrara y conseguir así la vida normal, en Podemos el trabajo que
corresponde a la izquierda, que no es precisamente estar constantemente rascándose
la oreja de Sumar. Pero por voluntad propia al amigo Mico no le íbamos a
convencer. Así que le compramos dos collares isabelinos e intentamos ponérselos
para que no se rascara (rascarse es malo… chicos, dejad la herida en paz,
hombre). Tarea inútil, nada más ponérselo salió disparado como una fiera, se
subió por las cortinas y a punto estuvo de gatear por el interior de la
chimenea de la cabaña. Le dejamos. Al día siguiente había otro charco de sangre
en el porche; la costra se había ido a hacer monas. Seguro que si le dejamos
así terminaría desangrándose (señoras y señores de Podemos, dejen ustedes de
rascarse, coño). Esta última vez estaba tan mohíno y cabizbajo que ya no tuvo
fuerzas para resistir al collar isabelino. No sólo se lo puse sino que además
lo aseguré con cinta americana.
Ahora Mico lleva dos días encerrado en mi cabaña. Le hemos
puesto comida, agua y arena. Y pasa el día junto a mí resignado. Tres veces al
día le quito el collar, se despereza, come, bebe, defeca y le dejo un buen rato
corretear por la cabaña, siempre a mi vista para impedir que de un zarpazo se
vuelva a quitar la costra. Le acaricio y le digo: Mico, ya sabes, de rascarte
nada. Y Mico, que es un fiera y muy activo ha terminado por comprender que no
es que le queramos mal sino que estamos cuidando de él. Hace un rato le he
subido a la mesa en que trabajo y de tanto en tanto dejo la escritura y le
acaricio. Él levanta la cabeza y me mira resignado. Ya está en vías de
curación.
Los males de la tribu son malos para la tribu y pa tó dios,
así que más vale que los susodichos dejen de rascarse y atiendan a unos mínimos
de entendimiento, que seguro que serán muchos. Y si no miren de qué van las
previsiones de voto y entérense de una
vez de que si por la boca muere el pez hay algunos que van a morir por rascarse
las orejas.
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