sábado, 22 de marzo de 2025

Un torbellino de emociones




El Chorrillo, 22 de marzo de 2025 

Uno debería saber por qué le gusta un libro, una película. Debería. Ese torbellino de emociones con el que finalizaba está noche Dublineses, la película de John Huston, un espacio tan corto dentro de un metraje de casi dos horas es una cegadora luz en medio de la cándida y también insignificante trama de toda la película que le precede. Uno ve que no sucede apenas nada, una reunión de la clase burguesa irlandesa donde se baila, se come, se hace exhibición del buen gusto, los buenos modales, donde la distinción de clase obliga a una envarada conversación sembrada de tópicos, el teatro, la ópera, y donde pequeños guiños a la realidad o a los sentimientos encontrados sirven para vertebrar secuencia a secuencia un retrato de esa sociedad de alto copete, la sociedad de Henry James, la de Proust donde las formas, la elegancia y el buen gusto constituyen la esencia de una sociedad endogámica que a poco que se escarbe en la superficie, se puede encontrar como en cualquier otro ser humano un torbellino de emociones que nacen de esa parte noble del hombre que yace hondamente enterrada bajo la banalidad de una sociedad que se empeña en persistir en una relación fútil que termina dejando en la penumbra la verdad de lo que somos. Decía que uno debería saber por qué le gusta una película, un libro. Lo leí el otro día en Chirbes. Debería saber por qué me gusta la película, debería saber distinguir los instrumentos que suenan en ella, distinguir la irrupción de una flauta o un fagot, pero lo que me sucedía ayer es que, encantado como estaba con el espectáculo de esta familia burguesa, ni siquiera me planteaba sobre cuál podía ser el tema, el argumento que allí se desarrollaba, cuestión aparte algunos guiños, el hijo borracho, una mujer que abandona la cena camino de un mitin, algunas miradas que quedaban ahí como a la espera de que aquello pudiera significar. En realidad todo esto ya se sostenía por sí solo, pero acostumbrados como estamos a seguir un argumento, un desarrollo, un desenlace, a la espera te deja como preguntándote ¿se terminará la cena, todos se irán a casa y aparecerá el letrerito de fin sin más?

La película, un excelente muestrario del ambiente de la época concentrado en un piso de principios del pasado siglo donde la música, la buena cocina y el uso de la palabra medida y halagadora un tanto dulzona, una escenografía cuidada y unos personajes típicos, sirven para mostrar toda su fanfarria de clase; un film que tras más de una hora y media de un espectáculo grato que nos acerca a esa sociedad y los hábitos de principio de siglo, termina finalmente abocándonos a un torbellino de emociones que anidan en seres privilegiados que, bajo el maquillaje de su condición social, esconden su condición de poder o no haber vivido realmente. 

Llegados al hotel, la esposa del protagonista, que parece ausente y concentrada en sí misma, termina confesando que una canción escuchada en la fiesta familiar le ha llevado a un momento clave de su primera juventud en que se enamoró de un joven de extracción humilde que enfermó mortalmente bajo su ventana un día de lluvia. Aquel primer amor seguía presente en ella desde siempre. Se hunde en el recuerdo. Se lo cuenta a su marido entre lágrimas. El film termina, él mirando caer la nieve tras la ventana envuelto en una gran emoción, pensando que él jamás amó de esa manera, envidiando a los que alguna vez han vivido. La emoción entonces, como una avalancha, viene a florecer en un punto final que es añoranza de ese haber desperdiciado la posibilidad de una plenitud inalcanzable.

Quizás sea ese último pensamiento del protagonista el que me hizo coger el teléfono cerca de las dos de la mañana con la intención de saber qué podría escribir. Se trata de un pensamiento recurrente en mis reflexiones en este diario. Me sucede cuando pienso en personas concretas, sean conocidos, personajes públicos, políticos, etc. Tarde o temprano siempre termino preguntándome si estos personajes que dedican su vida enteramente a la política, a gestionar empresas o a pasear por las pasarelas de la fama, si viven realmente o si por el contrario tienen mucho de muertos. Curiosamente el título original de la película es The Dead, probablemente aludiendo no sólo al personaje principal sino también a los otros muertos que Huston magistralmente ha recreado en un despliegue de retratos de la época.

Esta tarde viendo una entrada de Kapi, el trotamundos de la bici, en donde Juanjo ponía una de sus fotografías en una cima de los Andes de 6000 metros, había añadido una especie de pie de foto que decía que las fotos son el mejor nido de los grandes recuerdos. Le comentaba yo, algo así como diciendo hola, que bueno, que yo no diría tanto… que el alma del que toma la fotografía en esas alturas y en tantos recorridos que ha hecho por el mundo, no anida sólo en el paisaje, que más bien lo que realmente anida en el individuo tras tantas aventuras, son sus sensaciones, el recuerdo del esfuerzo y la incertidumbre, algo que la fotografía no lo rescata, por mucho que ella nos recuerde lo que hemos vivido. Le decía que es el mundo de la literatura y el diario personal, la poesía, donde anidan nuestras vivencias más queridas siendo ellos los depositarios que la memoria necesita para hacerlos florecer de nuevo.

Ese pensamiento del final del personaje de la película de esta noche, el comprobar que él nunca ha vivido algo semejante a aquello que expresa su esposa, creo que está, o debería estar, en nosotros, especialmente cuando nos vamos haciendo mayores. Un interrogante que acaso pueda alertarnos para insistir en lo que consideramos vida y lo que pueda ser calderilla. 



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