lunes, 17 de marzo de 2025

Evocando el pasado y sus montañas

 

En las proximidades de Bailanderos

El Chorrillo, 17 de marzo de 2025

Carajo, me digo, cuando abro un mensaje de unos amigos, amigos octogenarios, que plas, plas, plas se largan al monte a corretear por la nieve mientras yo aquí ando intentando cazar gamusinos. Pardiez, que esto no puede ser, que tengo que salir ya pitando, quitarme la incertidumbre, el cague que me produce cargar de nuevo con la mochila, las raquetas, los crampones, la Biblia en verso, y empezar a subir una ladera nevada como de cuento, las ramas de los árboles dobladas por el peso de la nieve, los arroyos adornados por los chupones de hielo colgando entre el rumor del agua como para una fiesta, la risa de los carboneros garrapinos entre los grandes curruscos de nata. El silencio del bosque sólo perturbado por el clap clap clap de las raquetas abriéndose camino en una nieve todavía no perturbada por la turistada. 

Lo imagino, quizás subiendo yo mismo de nuevo a Marichiva tras la última nevada, y pienso en cierto zorrito del lugar del que me hablaron el otro día que se hace el cojo como quien pide la limosna de un pedazo de pan, o recuerdo aquellos otros dos con los que me tocó luchar, también en Marichiva, para que me dejaran al menos recuperar parte de la comida que me habían robado. O en la idea que llevaba aquel día de dormir en Montón de Trigo subiendo directamente al collado Tirobarra atravesando las laderas de Peña Bercial y Cerro Minguete, un día de nieves profundas y sin huellas que de haber querido alcanzar la cumbre de Montón de Trigo me habría llevado las horas de un entero día. Terminé entonces volviéndome a Marichiva y llegando allí cuando el último resquicio de sol se posaba sobre las cumbres heladas de Siete Picos como poniendo una guinda de oro sobre sus cimas. 

Las fotos de J y M evocaban repentinamente en mí una suerte de añoranza juvenil, de esos tiempos lejanos en que las laderas del Guadarrama se abrían ante nosotros como un mundo encantado. Esos tiempos a los que se refería J cuando el pasado 31 de diciembre, contestando a un guasap mío desde mi vivac de la cumbre de Peñalara, me decía que le había llevado de sopetón a 1967, el día de nochevieja de ese año que junto a Emilio Gómez y José Luis Hurtado habían vivaqueado en el mismo lugar en que yo lo hacía este último fin de año. 

La memoria, que no tiene ninguna dificultad para ir de un lugar a otro del mundo, ni de los años sesenta a esta mañana mismo, es con frecuencia un cordial y servicial recordador de los mejores rincones de nuestro existir. Somos mayores y por fuerza, con tanto mundo que hemos dejado atrás, pasado de oro, plata o calderilla, lógico es que al contacto del céfiro de algunos recuerdos se unan, como si un imán atrajera un asunto pegado a otro, la arrebujada memoria de nuestro paso por las montañas. 

En aquella Nochevieja que recordaba J yo todavía no había descubierto los placeres de dormir en las cumbres, que si hubiera sido el caso lo mismo habíamos coincidido en la cima de Peñalara. Aquella Nochevieja de 1967 yo dormía en soledad muy cerca de ellos, en el refugio Zabala. Una noche tan especial que todavía recuerdo muchos de los detalles. ¿Qué detalles puede haber que contar cuando uno está solo metido en un pequeño refugio azotado acaso por la ventisca?  No era mucho tiempo que llevaba entonces subiendo a la montaña y por tanto ese tipo de experiencias las vivía con una extraordinaria sensación de novedad y de impenetrable soledad. Yo creo que fue por entonces que empecé a enamorarme de la soledad. Escalaba semanalmente con amigos y compañeros pero mis salidas esporádicas en solitario eran un complemento ideal para penetrar en ese espíritu de la montaña que me ha acompañado siempre, la necesidad de escuchar el rumor de los arroyos, los pájaros, la brisa en las ramas de los árboles, la comunicación que uno mantiene con las estrellas y el universo cuando vivaquea en cualquier rincón del monte, las flores, pero sobre todo esa comunión que se establece con los elementos y con uno mismo. 

Los sentimientos y sensaciones que vivimos en aquellos primeros tiempos, tan nuevos, tan extraordinarios, como quien descubre un mundo maravilloso inesperadamente más allá de los muros de la ciudad, tienen la calidad de lo que se te mete hasta el fondo del alma y allí se queda como una pieza más del engranaje neural, parte de ti. Has caído en “la trampa” y de allí ya nadie te saca, porque pasarán los años, las décadas y esa sintonía con los elementos, los bosques, las montañas, sigue ahí como formando parte de tu biología interna. 

Así que no tenemos solución, a quien fue atrapado por la pasión esa de los montes no le rescata ni Dios, está condenado como Sísifo a subir y bajar constantemente montañas durante toda su vida. Y cuando por cualquier circunstancia te ves impedido por un tiempo a visitarla, te sucede lo que a mí, que el simple contemplar unas imágenes que te mandan unos amigos que se han ido a caminar por la nieve, te sirve para evocar vivamente tu pasado y desear salir corriendo ya mismo hacia allí. Así que gracias a J y M por este inesperado regalo que me ha hecho volar de inmediato al collado de Marichiva y sus zorros, al Peñalara de 1967, a mi Nochevieja en el refugio Zabala de hace casi sesenta años. 

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