viernes, 14 de marzo de 2025

De la mediocridad y los correveidiles

 

Imagen original de barriozona.com


El Chorrillo, 15 de marzo de 2025

Me viene de hace mucho tiempo el recuerdo de Amadeus, la película de Miloš Forman, una secuencia en la que Salieri, al final del film, se autoproclama el “santo patrón de los mediocres” mientras es empujado en una silla de ruedas por un pasillo lleno de otros pacientes. De la película recuerdo pocas cosas, las noches del apesadumbrado Mozart mientras componía su Réquiem, las exuberantes tetas asomando ostentosas por los escotes de algunas jóvenes, la risa exagerada casi infantil de Mozart; poco más. Que de una de una buena película se te quede apenas otra cosa que esa sensación de mediocridad, creo que puede deducirse cierta conexión entre la sensación de mediocridad del personaje Salieri y la propia mediocridad, por más que nos refiramos a una mediocridad relativa que es la que siente Salieri en relación a Mozart.

La sensación de mediocridad que a uno le asalta, evidentemente puede ser ficticia o subjetiva, nos podemos sentir medianamente mediocres cuando comparamos nuestra capacidad de razonamiento, cuando observamos nuestra dificultad para llevar a cabo una tarea que se nos resiste mientras que otros la hacen con facilidad, pero sobre todo, y algo de eso me sucede a mí, cuando me tropiezo con un texto que se me atraganta, con ideas que maldigiero. Esa es la mediocridad que vive en sus carnes Salieri, no ante la gente de la calle, sino ante el genio de Mozart.

En esa relatividad en la que vivimos todos viendo, mirando a nuestro alrededor, leyendo, conversando o expresando ideas no del todo simples, es donde acaso observamos aparecer en nosotros esa sensación de mediocridad. Cuando tomo en las manos un libro y a trancas y barrancas me empeño en comprender a Hegel en La fenomenología del espíritu o a Hannah Arendt en La condición humana, a veces las piernas me flaquean por el esfuerzo. Es difícil quitarnos esa sensación cuando ni alzándonos sobre las puntillas de los pies de nuestro entendimiento logramos “cazar” lo que se nos está diciendo. En nuestro mundo donde tanta gente parece entender de todo lo que se le eche encima, donde, eso, los todólogos salen hasta de debajo de las piedras, incluso en el mundo del periodismo, a uno a veces le entra el complejo de no saber ubicarse. Y quizás sea de ahí de donde nos puede surgir esa duda que Salieri tenía muy clara, la de nuestra propia mediocridad.

Punto y aparte es cuando en una comunidad de hispanohablantes, de grupos, parece imposible hablar de algo medianamente interesante cuando alguien lanza una propuesta, y se queda más solo que la una porque el personal, parte del personal, se ancla en el sota, caballo y rey de su mañana va a llover, o si el penalti de fulanito es válido o no porque el balón fue tocado con uno o dos pies, cuestiones de tan alto calado que uno, cuando apaga el teléfono, lo que le pasa por la cabeza es que algo falla en los circuitos cerebrales del personal; en cuyo caso al susodicho no le quedan más que dos opciones, una, considerar que tal personal es un imposible a abordar para la lógica de un juego medianamente divertido como es la conversación y el intercambio de pareceres, actividades que han llevado al hombre a cierto grado de inteligencia, de diversión más allá de las tres en raya; y dos, pensar que, no teniendo otro entretenimiento capaz de divertirles al margen de enchufarse al televisor, se les ha agarrotado de tal manera la capacidad de hablar o escribir, que fuera de los lugares comunes son incapaces de moverse. Existe una tercera posibilidad, la del que como me ha sucedido a mí durante muchos años, prefiere mirarse el ombligo y estar a sus cosas al margen de lo que pueda decirse en los cenobios de redes o grupos de guasaps. Loable disposición ésta que no tiene nada que ver con aquellos que lo único que parece que son capaces de hacer es servir de intermediarios, de correveidiles, que llevan y traen chismes sin aportar nada propio, y que irrumpen en las tertulias o los grupos a modo de caballo de Atila.

Yo no me atrevería a adjudicar a nadie el adjetivo de mediocre, un adjetivo que nos podría cuadrar al noventa por ciento de la humanidad si trasladamos los datos sobre nuestra competencia a la campana de Gauss, pero siempre me entra la sospecha de que hay mucho de esa mediocridad en el tejido social. Mediocridad por el poco uso que se hace del coco, por la futilidad que se ve salir de entre el cuerpo social cuando nos acercamos a ver cómo respiramos unos u otros en distintos escenarios. Ves tanta y tanta gente que discute, inquiere, aporta argumentos o intenta moverse en la complejidad de los asuntos buscando, indagando, divirtiéndose si se quiere, tantos, pero tan pocos en relación a la mayoría, que por fuerza uno tiene que preguntarse por las razones de esa abismal diferencia entre éstos y los que no tienen nada que decir o inundan los medios con chorradas. Si al menos nos dieran los buenos días con un tema de Sabina, algo de Jarabe de Palo, o yo qué sé, Triana, pero no… Pero no, que no, que está claro, que no hay modo de divertirse con este tipo de gente.

Razonable es que Salieri se sintiera mediocre frente al genio de Mozart, pero... ¿es razonable... etcétera?

 

 

 


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