martes, 18 de febrero de 2025

Tres hombres en el Aconcagua

 

Arriba David de Esteban, Carlos y Pedro Mateo a la derecha y Fernando Garrido y su tienda en la cumbre del Aconcagua

El Chorrillo, 18 de febrero de 2025

La tórtola y los gorriones se pelean esta mañana en su comedero frente a mi ventana. Antes eran incompatibles y esperaban turno, pero ahora la manduca les atrae con tal fuerza que allí andan todos revueltos comiendo a la vez, ellos y algún que otro carbonero, estos más tímidos, que espera en las ramas cercanas a que no haya moros en la costa y que el comedero quede libre. Este es mi espectáculo preferido cuando enciendo el ordenador. Sólo tengo que girar un poco la cabeza para verlos inquietos dando cuenta de la pipas y el alpiste. Bien, al asunto de hoy, esos tres hombres fuertes que han colonizado esta mañana mi atención alrededor del Aconcagua y que encabezan hoy el post.

Carlos y Luís Miguel Soriano han conseguido en estos días poner en el candelero la montaña más alta de América, una montaña y sus hombres que yacía adormilada en mi memoria despierta estos días de nuevo con las noticias que nos llegan desde La Plaza de Mulas, punto obligado de paso para la ascensión. Mis dos lecturas sobre esta montaña provienen, una de un texto que tiempo atrás me envió David de Esteban, Aconcagua, era su título, un relato de su experiencia solitaria y personal a la montaña; y otra el diario que Fernando Garrido llevó durante los dos meses que permaneció solo en la cumbre del Aconcagua. Su título: 7000 metros. Diario de supervivencia.

La verdad es que pocas veces he sentido tanta admiración por un hombre como sentí mientras leía este libro. Solamente esa estancia suya de dos meses a 7000 metros de altura y la primera ascensión invernal al Cho Oyu en solitario, ya da idea del temple personal absolutamente fuera del alcance de cualquier persona corriente. Leí el libro con el alma en un puño, me lo imaginaba allí metido en su pequeña tienda de campaña sobre la cumbre sin ningún tipo de protección adicional, encogido en su saco de dormir sufriendo las embatidas de la tormenta y el viento, y se me ponían los pelos de punta imaginándomelo; y ello recordando las muchas tormentas que he tenido que sufrir verano tras verano mientras atravesaba los Alpes, esos instantes en que no estás seguro si tu tienda va a salir volando, que tienes que apoyar todo tu cuerpo contra la tela para contrarrestar las ráfagas huracanadas que baten contra tu tienda hasta inclinarla a punto de quedar el techo a dos o tres palmos sobre el suelo, tuvo que soportarlas Garrido mayores y más numerosas. Y sigo la narración de su libro y compruebo cómo se defiende contra este peligro colocando grandes rocas dentro de la tienda para que ésta no se vea arrastrada, y le miro encogido entre las piedras dentro del vendaval y mi admiración no tiene límites. Y leo posteriormente cómo Fernando escribe una carta a la montaña, cómo le cuenta a ella sus penurias y cómo le pide comprensión para él y su circunstancia, una carta casi amorosa, y cómo sale de su tienda y aprovechando una ligera brisa que se pierde por la cara sur, lanza la carta al aire como quien deposita un mensaje en un buzón de correos. Al final Fernando y la montaña necesariamente terminan siendo una misma cosa, la fuerza del amor a uno mismo, escalo para mi alma, y aquella otra fuerza que nos impele a entrar en profunda comunión con la montaña, con la fuerza interna del hombre que aspira a sacar de sí lo mejor y más noble que la naturaleza ha depositado en él. Tierra de hombres, titula Saint-Exupéry, un libro que habla de estas cosas.  

A David no recuerdo cómo le conocí. Sí recuerdo que hacía yo el Camino de Santiago de Levante y que acercándome a Toledo quise conocerle y le mandé un mensaje. No nos conocíamos el uno al otro y sin embargo a los pocos minutos recibí su guasap poniendo a mi disposición su casa para el tiempo que durara mi estancia en Toledo. Al día siguiente allí estábamos en la plaza Zocodover dándonos un fuerte abrazo. Hay personas con las que congeniar es cosa de un abrir y cerrar de ojos. Fue entonces que supe de su ascensión solitaria al Aconcagua. Al día siguiente camino de Ávila ya tenía en mi teléfono su relato de aquella ascensión, Aconcagua. De niño hacía colección de cromos, ahora que ya soy mayorcito lo que hago es colección de personas que por una razón u otra me admiran, como es el caso de David de Esteban, de Fernando Garrido, de Carlos Soria o de Juanjo San Sebastián; a este último le incluyo en la lista porque tanto su libro Cita en la cumbre, como lo que en él se narra, me impactaron mucho en su momento. Un gesto para llevar la contraria, además, a Juanjo que escribe que no le gusta que nadie le admire, pero que cuando le tengo enfrente bromeo con él y le digo que tendrá que aguantarse, le guste o no, con mi admiración.

Repaso por encima el texto de David: “Doy gracias una y mil veces por estar solo” y ello pese a que “el sentimiento alegre y vivificante de saborear la montaña, de sentirte parte de ella, se pierde por encima de los 4000 metros”. “He vuelto al Aconcagua porque necesito que se tensen mis resortes internos, porque me es necesario hacer un ejercicio de medir fuerzas en este terreno tan difícil para la vida humana”. Y esa descripción somera que hace de “su” montaña: “Del Aconcagua atraen la aparente accesibilidad de su vía normal, su altura, su aspecto de montaña noble… Sin embargo sus laderas interminables, su viento enfurecido en ocasiones, su escasez de oxígeno, el frío intenso nocturno y otros factores, hacen que ocho de cada diez alpinistas que lo intentan no consigan su objetivo final”. Existen personas que bajo su apariencia de hombre de la calle esconden una fuerza, una humildad, una capacidad y una entereza capaz de mover montañas y en David no es la menor el hecho de haber abierto en Gredos en torno a 350 vías nuevas.

Y me queda Carlos del que he escrito tantas veces tantas loas que imposible sería decir nada nuevo, lo principal aquello de que nunca este mundo produjo un hombre que pudiera estimular tanto a la gente mayor para comunicarle ese “todavía se puede”, ese hombre, que sí, que te dice con el ejemplo que incluso con 86 años uno puede subir al Aconcagua, al Manaslú o donde se tercie. Sólo hay que proponérselo y engrasar constantemente los músculos y los nervios del cuerpo. Carlos nos está dejando a todos los que pertenecemos a la parroquia de los septuagenarios y octogenarios un ejemplo a seguir tan claro y definitivo que basta pensar en él cuando duelen las lumbares, arrastras una pierna o te jode el nervio ciático para que los dolores se te pasen y vuelvas a hacer la mochila mientras piensas por qué parte de la Pedriza te meterás hoy. Porque males hay que impiden etcétera, pero observad como tenía Carlos la pierna después de su accidente, una pierna que según mi diagnóstico visual ante una pierna con veintitantos tornillos, sería imposible que volviera a pisar el monte y miradle en este momento camino de la cumbre más alta de América. Eso, vivir para ver y convencerte de que siempre se puede dar un paso más hacia delante.


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