Arriba David de Esteban, Carlos y Pedro Mateo a la derecha y Fernando Garrido y su tienda en la cumbre del Aconcagua
El Chorrillo, 18 de febrero de
2025
La tórtola y los gorriones se
pelean esta mañana en su comedero frente a mi ventana. Antes eran incompatibles
y esperaban turno, pero ahora la manduca les atrae con tal fuerza que allí
andan todos revueltos comiendo a la vez, ellos y algún que otro carbonero,
estos más tímidos, que espera en las ramas cercanas a que no haya moros en la
costa y que el comedero quede libre. Este es mi espectáculo preferido cuando
enciendo el ordenador. Sólo tengo que girar un poco la cabeza para verlos
inquietos dando cuenta de la pipas y el alpiste. Bien, al asunto de hoy, esos
tres hombres fuertes que han colonizado esta mañana mi atención alrededor del
Aconcagua y que encabezan hoy el post.
Carlos y Luís Miguel Soriano
han conseguido en estos días poner en el candelero la montaña más alta de
América, una montaña y sus hombres que yacía adormilada en mi memoria despierta
estos días de nuevo con las noticias que nos llegan desde La Plaza de Mulas, punto
obligado de paso para la ascensión. Mis dos lecturas sobre esta montaña
provienen, una de un texto que tiempo atrás me envió David de Esteban, Aconcagua, era su título, un relato de
su experiencia solitaria y personal a la montaña; y otra el diario que Fernando
Garrido llevó durante los dos meses que permaneció solo en la cumbre del
Aconcagua. Su título: 7000 metros. Diario de supervivencia.
La verdad es que pocas veces he
sentido tanta admiración por un hombre como sentí mientras leía este libro. Solamente
esa estancia suya de dos meses a 7000 metros de altura y la primera ascensión
invernal al Cho Oyu en solitario, ya da idea del temple personal absolutamente
fuera del alcance de cualquier persona corriente. Leí el libro con el alma en
un puño, me lo imaginaba allí metido en su pequeña tienda de campaña sobre la
cumbre sin ningún tipo de protección adicional, encogido en su saco de dormir
sufriendo las embatidas de la tormenta y el viento, y se me ponían los pelos de
punta imaginándomelo; y ello recordando las muchas tormentas que he tenido que
sufrir verano tras verano mientras atravesaba los Alpes, esos instantes en que
no estás seguro si tu tienda va a salir volando, que tienes que apoyar todo tu
cuerpo contra la tela para contrarrestar las ráfagas huracanadas que baten
contra tu tienda hasta inclinarla a punto de quedar el techo a dos o tres
palmos sobre el suelo, tuvo que soportarlas Garrido mayores y más numerosas. Y
sigo la narración de su libro y compruebo cómo se defiende contra este peligro
colocando grandes rocas dentro de la tienda para que ésta no se vea arrastrada,
y le miro encogido entre las piedras dentro del vendaval y mi admiración no
tiene límites. Y leo posteriormente cómo Fernando escribe una carta a la
montaña, cómo le cuenta a ella sus penurias y cómo le pide comprensión para él
y su circunstancia, una carta casi amorosa, y cómo sale de su tienda y
aprovechando una ligera brisa que se pierde por la cara sur, lanza la carta al
aire como quien deposita un mensaje en un buzón de correos. Al final Fernando y
la montaña necesariamente terminan siendo una misma cosa, la fuerza del amor a
uno mismo, escalo para mi alma, y
aquella otra fuerza que nos impele a entrar en profunda comunión con la
montaña, con la fuerza interna del hombre que aspira a sacar de sí lo mejor y
más noble que la naturaleza ha depositado en él. Tierra de hombres, titula Saint-Exupéry, un libro que habla de
estas cosas.
A David no recuerdo cómo le
conocí. Sí recuerdo que hacía yo el Camino de Santiago de Levante y que
acercándome a Toledo quise conocerle y le mandé un mensaje. No nos conocíamos
el uno al otro y sin embargo a los pocos minutos recibí su guasap poniendo a mi
disposición su casa para el tiempo que durara mi estancia en Toledo. Al día
siguiente allí estábamos en la plaza Zocodover dándonos un fuerte abrazo. Hay
personas con las que congeniar es cosa de un abrir y cerrar de ojos. Fue
entonces que supe de su ascensión solitaria al Aconcagua. Al día siguiente
camino de Ávila ya tenía en mi teléfono su relato de aquella ascensión, Aconcagua. De niño hacía colección de
cromos, ahora que ya soy mayorcito lo que hago es colección de personas que por
una razón u otra me admiran, como es el caso de David de Esteban, de Fernando
Garrido, de Carlos Soria o de Juanjo San Sebastián; a este último le incluyo en
la lista porque tanto su libro Cita en la
cumbre, como lo que en él se narra, me impactaron mucho en su momento. Un
gesto para llevar la contraria, además, a Juanjo que escribe que no le gusta
que nadie le admire, pero que cuando le tengo enfrente bromeo con él y le digo
que tendrá que aguantarse, le guste o no, con mi admiración.
Repaso por encima el texto de
David: “Doy gracias una y mil veces por estar solo” y ello pese a que “el
sentimiento alegre y vivificante de saborear la montaña, de sentirte parte de
ella, se pierde por encima de los 4000 metros”. “He vuelto al Aconcagua porque
necesito que se tensen mis resortes internos, porque me es necesario hacer un
ejercicio de medir fuerzas en este terreno tan difícil para la vida humana”. Y
esa descripción somera que hace de “su” montaña: “Del Aconcagua atraen la
aparente accesibilidad de su vía normal, su altura, su aspecto de montaña
noble… Sin embargo sus laderas interminables, su viento enfurecido en
ocasiones, su escasez de oxígeno, el frío intenso nocturno y otros factores,
hacen que ocho de cada diez alpinistas que lo intentan no consigan su objetivo
final”. Existen personas que bajo su apariencia de hombre de la calle esconden
una fuerza, una humildad, una capacidad y una entereza capaz de mover montañas
y en David no es la menor el hecho de haber abierto en Gredos en torno a 350
vías nuevas.
Y me queda Carlos del que he
escrito tantas veces tantas loas que imposible sería decir nada nuevo, lo
principal aquello de que nunca este mundo produjo un hombre que pudiera
estimular tanto a la gente mayor para comunicarle ese “todavía se puede”, ese
hombre, que sí, que te dice con el ejemplo que incluso con 86 años uno puede
subir al Aconcagua, al Manaslú o donde se tercie. Sólo hay que proponérselo y
engrasar constantemente los músculos y los nervios del cuerpo. Carlos nos está
dejando a todos los que pertenecemos a la parroquia de los septuagenarios y
octogenarios un ejemplo a seguir tan claro y definitivo que basta pensar en él
cuando duelen las lumbares, arrastras una pierna o te jode el nervio ciático
para que los dolores se te pasen y vuelvas a hacer la mochila mientras piensas
por qué parte de la Pedriza
te meterás hoy. Porque males hay que impiden etcétera, pero observad como tenía
Carlos la pierna después de su accidente, una pierna que según mi diagnóstico visual
ante una pierna con veintitantos tornillos, sería imposible que volviera a
pisar el monte y miradle en este momento camino de la cumbre más alta de
América. Eso, vivir para ver y convencerte de que siempre se puede dar un paso
más hacia delante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario