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Imagen superior original de Lucía de la Madrid |
El Chorrillo, 12 de febrero de 2025
Me tomo unos churros con chocolate en una terraza de la glorieta de Embajadores y mientras tanto, miro, escruto en los rostros que pasan a mi lado, una anciana concorvada sumida en sus pensamientos. Le comento a Victoria que cuánto me gustaría saber qué corre por la mente de estos transeúntes, una chica de bonito trasero que pasa metidas las narices en su teléfono, un joven de descuidada barba salido de una película del oeste de Clint Eastwood, esa chinita que pasa atusándose coquetamente los rizos del pelo con el teléfono a medio metro videoconferenciando con una amiga o acaso con su ligue de última hora, la que trae el perrito faldero de la correa y esconde su vista al sol del atardecer que le da en los ojos, las charlas de los clientes del bar atrincherados en la terraza conversando sobre si en Valdesquí podrán esquiar o no el próximo fin de semana. El universo de la humanidad corriente, todos nosotros. Y tantos que pasan charlando con amigos o familiares a través del teléfono, el aparatito ese que forma parte ya de nuestro cuerpo del que tanto nos costaría separarnos como de una oreja.
Y sobre todo mirar y requetemirar esas cosas bonitas que ha hecho y que alegran el alma de la calle, todas ellas hechas por la genialidad de dioses sin nombre para alegrarnos la vida a los sapiens. Hablamos de paisajes, eso que Martínez de Pisón diferencia de los meros accidentes geográficos porque en él los hombres han encontrado un modus vivendi, lo han cultivado, lo han embellecido, han hecho arte y cultura con él, y especialmente han sabido extraer de él belleza y el delicado placer de la contemplación.
Lo mismo, o parecido, con el paisaje de la calle esta tarde. La rutina y la reiteración atrofian los sentidos y nuestra sensibilidad. Cuando uno se ve obligado a transitar por las calles de Madrid diariamente camino del trabajo o por obligaciones que cumplir, los sentidos no tienen tiempo en reparar en el paisaje urbano, ni en las personas ni en los detalles de la luz, la atmósfera, las fachadas, las cúpulas que sobresalen de los tejados, el sabor de las callejas de Lavapiés o Malasaña, las luces del atardecer incendiando o el Palacio Real, y seguro que los rostros que vemos en el metro, en el autobús son todos tan rutinarios que no merece la pena pasar los ojos por un paisaje humano que en otras circunstancias, la de a quien ocioso, los rostros, niños, jóvenes, ancianos, señoras de postín, currantes, chicas y los semblantes de otros países, japoneses, africanos, chinos, latinoamericanos, alentan el sano placer de la contemplación.
Al mediodía a ver a mi hija, que repuesta parcialmente de una reciente operación ya está guerrera como siempre dispuesta a llevar la discusión a ese punto en que el desacuerdo entre nosotros es irreconciliable. Ella defendiendo a la humanidad entera contra las nefandas circunstancias en que dos enfermos tengan que compartir una misma habitación, y ello aunque ella se congratule por la compañera que le ha tocado. A veces son curiosas la discusiones entre un padre y una hija. Me pregunto si nuestros hijos no tendrán, como lo tuvimos nosotros con nuestros padres, una necesidad de sacudirse cierta clase de dependencia aunque ésta sea con efectos retroactivos.
Después me tocó dentista. Mi terror de niño al dentista subyace en estas amables visitas al doctor Bazal y a su ayudante Andrés. Una muela que no va a haber más remedio que extraer. ¿Solución a posteriori? Bazal me dice que lo más aconsejable son implantes. Un taladro en la mandíbula (tengo en mente mi taladro, las brocas… un escalofrío me recorre por dentro). Me imagino además a un paisano de una aldea perdida entre las montañas en donde ejercí de maestro. Un tipo que enjuagaba a su hijo la boca con una especie de matarratas y le extraía una muela con unos alicates. Creedlo, porque no es broma. Un cuñado de aquellos tiempos, el cartero de aquellas aldeas que hablaba al que quisiera escucharle con la rotundidad de que no había en el mundo verdad más allá que la suya. Y es que todavía cuando voy al dentista me acuerdo de estas cosas, o cuando hablando de dentaduras postizas le comento al doctor Bazal de aquellos puestos con que me tropecé en el año 84 en las calles de en donde se exhibían en el suelo, como hacen aquí los manteros, montones de dentaduras de segunda mano, casi con seguridad pertenecientes a fallecidos, que los necesitados de dientes probaban sucesivamente de aquí o allá buscando una que les encajara en sus mandíbulas.
Antes de ir al dentista tuve que parar en un bar a cambiarme los pañales. ¿Recordáis aquel acertijo de la tradición griega de en que ésta planteaba a todo el que quería entrar en la ciudad de Tebas?: “¿Cuál es el ser que camina en la mañana con cuatro patas, al mediodía con dos y en la noche con tres?”. Edipo respondió correctamente: “El hombre: gatea cuando es un bebé (cuatro patas), camina erguido en la adultez (dos patas) y en la vejez usa un bastón (tres patas).” Pues así algo parecido. ¿Cuál es el ser que usa pañales en la mañana, va sin ellos durante el día y viste pañales de nuevo al final de la jornada? Pues eso, muchos de los que han pasado por una prostatectomía. Ya me imagino yo, mientras escalando, diciéndole a Toti o a algún amigo: ¡ojo a la cuerda, que me tengo que cambiar los pañales! Me parto cuando pienso en ello. Andar subiendo cuestas por ahí, vivaqueando pendiente de los pañales, y no te digo si se trata de pasar un verano caminando por Alpes. Me tendré que alquilar un burro para que me lleve los pañales y las mudas de repuesto. ¡Cojonudo!
Me decía ayer el amigo X en el guasap del Navi que “no todos tenemos esa falta de pudor para expresar nuestros sentimientos públicamente, que os caracteriza a los escritores (sic). Ese pudor lo tenéis superado y lo mismo habláis de sexo que de filosofía”. Creo que ya me he referido a esto varias veces, uno se siente tan tan insignificante, tan poquita cosa que qué mismo da. A fin de cuenta lo digamos o no todos respiramos y escretamos de parecida manera. En esto pensaba el otro día cuando amanecí en después de mi operación de próstata cuando dos ayudantas de enfermería vinieron a asearme y mientras una me agarraba el pito para enjabonarme los testículos, la otra, mientras me pasaba la toalla por la espalda le contaba el trabajo que le daba su hija cuando todas las tardes tenía que ayudarla a hacer los deberes. La tarde anterior había tenido a una simpática y gruesa enfermera rasurándome los genitales mientras charlábamos sobre los malos tiempos que nos esperan con ese Trump y ese Elon Musk de los c... Sí, qué coño será eso de la intimidad. ¿Rubor? Claro, para eso somos hijos de nuestro tiempo, para eso nos hemos rodeado de convenciones, unos comen con palillos, otros con tenedor y otros más con las manos. En algunas aldeas junto al mar o junto al río de he visto cómo al amanecer hombres, mujeres y niños se bajan los pantalones o se suben la falda en la playa para eso mismo y para lavarse el trasero. Y eso, que siendo uno tan poquita cosa, que qué más da.
Bueno, y que el tren llegó a Humanes y que sanseacabó, que estoy deseando llegar a casa para lavarme y cambiarme de nuevo los pañales.
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