El Chorrillo, 15 de febrero de 2025
Leer a Chirbes vigoriza esa intuición que uno tiene de que
en el trato corriente no pasamos mucho más allá de la superficie. Entrar en el
meollo de los porqués, de lo que sucede en el alma más allá de la capa
superficial de la existencia, necesita de mentes brillantes, acaso también
mentes torturadas, a las que la vida ha obligado a pasar por los laberintos
de las pasiones, como es el caso del autor. Ese Viaje a los infiernos que
emprendiera Rimbaud tan tempranamente. Porque vivir vivir, ese pedazo de
lucidez al que todos aspiramos, parece que necesitara una gran dosis de dolor e
incertidumbre. Hablando Chirbes de Boccaccio y El Decamerón, dice que su desolación por los sufrimientos, por el
horror de que ha sido testigo (un tiempo en que la peste negra asolaba aquellas
tierras), es la espoleta que pone en marcha el gozo de la narración. Recurrir
al gozo de la narración frente al dolor, es decir, no pasar de la superficie de
las cosas para no sucumbir a otras realidades más penosas, profundas, aquello
que no encaramos. Me pregunto si no estaremos huyendo de nosotros mismos cuando
nos rodeamos del ruido superficial del mundo. El trigo y la paja, la ganga y la
mena.
Hace un rato, por ejemplo, he leído una de las mejores
páginas que he encontrado en la literatura. En ellas se dice: “Somos nada más
que cuerpo, un pedazo de carne. El resto lo ponemos nosotros, nuestra voluntad. Nos inventamos el sentido
de ese fuelle que respira, como nos inventamos el romanticismo de la luna y las
estrellas”. La idea tiene fuerza y responde a la intuición de esa cruda
realidad que cruza por dentro de todo ser vivo. Sucede, nos inventamos la vida,
su sentido como nos inventamos el romanticismo de la luna. Nuestro cerebro
inventa constantemente hilos narrativos intentando hacer la vista gorda de lo
que realmente se cuece en el puchero. Nos distraemos con las redes, el
periódico, nuestra supuesta filiación política o religiosa. Y todas estas
disquisiciones las hace Chirbes mientras está follando con su cuñada al otro
lado de la puerta donde su hermano, borracho como una cuba, yace despatarrado
roncando estrepitosamente. “El hombre es depredador, sólo ahí se reconoce como
hombre. Carne que come carne. Y yo me estoy comiendo ahora el pedazo de carne
que él se ha reservado. Para entonces ya la he penetrado y siento toda la
cálida suavidad de ella subiéndole desde el miembro hasta los ojos”.
¿Quién sabe de los íntimos deseos que alberga el hombre, ese
que decimos hombre de la calle? La fuerza de la prosa y las intuiciones van
dejando a lo largo del libro un reguero de interrogantes que te hacen parar la
lectura para preguntarte si eso será verdad o tan sólo una improvisación sobre
la marcha. Lo realmente desconocido no atrae, escribe, lo que atrae es lo
intuido y con ello la pulsión que lleva a dar expresión a una nueva parcela de
la realidad. Puro erotismo, lo que entrevemos que constantemente nos impele a
ir más allá. Lo que intuimos a partir de una idea, una imagen, y que hace que
ponga el cerebro en marcha ante el baile de los siete velos. Descubrir dentro de uno esa otra persona que
algún día acabaremos por conocer, es la sospecha de una tarea pendiente que se
cierne en ocasiones sobre el lector.
Chirbes mantiene la tesis de que los culos delatan mejor la
psicología, el carácter de sus propietarios, que otras partes del cuerpo que
tomamos en consideración. Lo que me hace pensar que para conocer la realidad se
necesita un buen repertorio de instantáneas desde distintos puntos de vista
para hacerse una idea del conjunto. Incluso
en instantes de intimidad cruda –donde la narrativa se confunde con lo
visceral– se hace patente que el hombre, depredador por naturaleza, se define
en parte por la intensidad con que experimenta cada relación, cada deseo. Así,
el simple rasgo de la morfología del cuerpo, como el culo, se transforma en un
espejo que refleja la compleja psicología y el carácter de quien lo posee,
ofreciendo instantáneas esenciales para comprender la totalidad de la
existencia.
Cuando uno lleva un buen pedazo de texto, ideas acaso que aparentemente no ligan bien entre ellas, la pregunta que me asalta
es si ese ligazón es algo que permanece en la oscuridad y que debo desentrañar,
para lo cual debería seguir indagando, o si se trata simplemente de ideas
inconexas que surgen espontáneamente en uno por la concomitancia con lo leído o
por el curso divagante del pensamiento. Ante la duda y el peligro de que la
mayonesa se nos corte no queda, parece, más remedio que encontrar entre unas y otras algún punto de
sutura que mal que bien las relacione unas con otras en mediana hermandad.
Estas ideas: la corriente que fluye bajo la superficie, el
trigo y la paja, no somos más que cuerpo y el resto no lo inventamos, el cuerpo
que no se resigna a ser solo carne aunque los culos y su morfología nos digan
de su poseedor, actúan a a modo de hilos que, al unirse, conforman una red
coherente donde la superficialidad y la profundidad se funden. Probablemente
esta amalgama de sentimientos y reflexiones que surgen de nuestra relación con
la realidad, con nuestra relación con los libros o la contemplación de la
experiencia personal, lo que parece invitarnos es a abrazar la narrativa como instrumento
con el que desentrañamos parte de la compleja red de lo humano. Una tarea
inconexa por lo demás cuando en literatura nos acercamos a los diarios, en este
caso de Chirbes, en donde constantemente saltan cuestiones de distinta índole cuyo
sujeto, el individuo, su compleja realidad, tocan algunas fibras sensible del
ser, momento éste en que es necesario abandonar la lectura para tratar de
arrojar un poco de luz sobre lo leído. Por ejemplo: este texto.
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