viernes, 14 de febrero de 2025

Chico de barrio

 



El Chorrillo, 14 de febrero de 2025

No puedo quejarme. Me levanto, atiendo a los rituales que hay entre levantarme y el final del desayuno y clic clic, suena un guasap y ya me imagino tener materia para mi habitual charla con mi diario. Cosas de mi familia relacionadas con la salud, un staphilococus que me llevó ayer tarde a irme de copas al hospital con una nueva retención de orina, la reiterada recurrencia en el guasap del Navi, ese grupo de veteranos del monte en donde alguno se empeña en hablar constantemente de accidentes y en donde tan difícil es meter de rondó algún tema interesante, mi urólogo que me dice también en un guasap que le cuente. Lo último un guasap a mi hija que anda en el hospital sugiriéndola que se ponga seria con su ángel de la guarda, que da la impresión de que últimamente no da palo al agua con ella. Y por último el guasap de un chico de barrio que leyendo cosas heterogéneas como Por qué soy comunista, un autor, Garzón, que todos tendríamos que leer, Mi familia y otros anímales, del divertido y preclaro Durrell a quien leí la última vez viajando precisamente por la isla de Corfú donde vivió muchos años, y por fin me dice que está leyendo El Giro, una obra que ha merecido numerosos premios y que está relacionada con Lucrecio y su La naturaleza de las cosas. Quizás este último pase a formar parte de mi lista de espera por aquello de recrear, si es así, algo de esa lectura casi olvidada de Lucrecio.

Y como todavía no he abierto el periódico donde quizás cace algo para entretener a mis neuronas, creo que voy a decidirme por eso de “Chico de barrio”, porque lo cierto es que cuando mi amigo me dice que él dejó su barrio, pero su barrio no le dejó a él, enseguida la memoria me regala centenares de recuerdos de aquella época irrepetible y gloriosa en que a ninguno le importaba la posibilidad de sacar un ojo a pedradas a un compañero –las famosas dreas–, ni se preocupaba por desollarse rodillas y codos arrastrando el culo por los terraplenes de los alrededores. Ni que el peón tirado con toda la fuerza del mundo sobre otro que yacía tripudo dentro de un círculo, y al que había que romperle la madera, saliera disparado en dirección opuesta y rompiera los cristales de la vecina, que entonces, pies para qué os quiero. Uno mira con cierto rubor y sentimiento de culpabilidad lo bestias que éramos, chiquillos que habíamos visto la luz de la vida cinco, seis años atrás y que ya danzábamos como salvajes sobre la tierra prensada de las calles todas ellas sembradas de nuevos bloques de edificios en construcción que eran las delicias de nuestro bandidaje y donde se podían mangar listones para hacer arcos, tirarse volando desde un primer piso sobre una pirámide de arena o hacer castillos con la pila de ladrillos que yacían en rigurosos montones a lo largo de la calle toda llena de materiales de construcción.

Y sí, al “burro va”, y tomando carrerilla te estozonabas contra un grupo de compañeros que agachados y agarrados unos a otros por la cintura constituían el colchón sobre el que aterrizar. “Quila, quilete estaba la reina en su gabinete, vino Gil apagó el candil, Kin candilón, cuenta hasta veinte que las veinte son, justicia y ladrón” y todos echando leches a esconderse antes de que el que la ligaba diera con nuestro rastro. Pero esto ya eran cosas de niños civilizados y no como aquella de poner cepos para atrapar pájaros, precisamente debajo de la ventana de unos ancianos amantes de los animales. Y es que éramos sádicos, aunque quizás no fuera porque aquellos ancianos amaban a los pájaros, sino porque llenando los alrededores de su ventana del bajo de miguitas, los gorriones acudían allí como moscas. Y nosotros al acecho en la hora de la siesta cuando los ancianos dormían, a ver saltar por los aires a los gorriones que después mi madre, indiferente a esos animalillos que ahora queremos tanto, los freía con unas patatas y unos huevos.

Chico de barrio. No sé qué barrios vivió mi amigo, creo que en algún lugar de Segovia (que me abronca mi amigo a posteriori diciéndome que de Segovia nada. "Tiene cojones que no sepas que tu amigo no es de Segovia, sus barrios son Cuatro Caminos y el Barrio del Pilar y ya en la adolescencia Malasaña …. Todo De la Villa de Madrid, se sepa), pero lo imagino mucho más civilizado que el nuestro en donde como salvajes sin pulir por la lima y la lija de la civilización, salíamos a la calle con toda la fogacidad de la especie que se echa al mundo con todos los poros de la piel abiertos al aprendizaje, al abordaje, a la bondad y también al puro salvajismo. Los niños de ahora necesitan ir a clases de psicomotricidad para desarrollar sus capacidades lúdicas; nosotros no lo necesitábamos, la calle, con sus reglas, con su heterogeneidad de caracteres, con la novedad de un mundo que descubrir, confeccionar barcos con las cortezas de los pinos de la Casa de Campo, cerbatanas con las cañas, municiones con los frutos de los majuelos, patinetes de ruedas de rodamiento con los que bajar a toda leche por la Avenida de Portugal hasta las mismas orillas del Manzanares; con aquella hermosa libertad que teníamos desarrollábamos nuestras capacidades hasta límites imprevisibles. ¿Qué niño de hoy sería capaz de recortar circulitos de cristal que incrustar en las chapas en donde previamente habíamos colocado la imagen de algún futbolista del Real Madrid o del Atleti, o confeccionar por sí mismo una cometa, hacer un arco, un carricoche de madera, un aro con su guía correspondiente, ese aro con el que recorríamos a toda leche la calle haciendo eses, o jugar a esa especie de Rayuela en la que se avanzaba sobre el suelo húmedo a tiro de lima, hacer una especie de cortinas con las chapas de las cervezas, construir una lupa con una bombilla fundida o hacer con las chapas que poníamos en las vías del tren (que llega, que llega, rápido), y todos corriendo después de haber dejado las chapas en la vía para que el tren las aplastara, y hacer ristras de abalorios con ellas?

Escribe Arturo Barea en La forja de un rebelde, que Madrid terminaba en sus tiempos de niño en Lavapiés. En mis tiempos de niño Madrid terminaba en el paseo de Extremadura, de allá en adelante todo eran campos vacíos, terraplenes, alguna que otra cueva abandonada. La ciudad crecía por allí en ese expandirse de dejar un paisaje caótico de construcciones a medias, cuatro o cinco pisos en obras que era el reino encantado de nuestra infancia. La única precaución era esquivar al vigilante de turno que era algo demasiado minúsculo para el volumen de viviendas que crecían más allá del paseo de Extremadura. Escribe Barea sobre Lavapiés, tan lejos del Paseo Extremadura, pero tan similar a mi barrio treinta años después de que escribiera Barea su novela: “Si resuena el Lavapiés en mí, como fondo sobre todas las resonancias de mi vida, es por dos razones: Allí aprendí todo lo que sé, lo bueno y lo malo. A rezar a Dios y a maldecirle. A odiar y a querer. A ver la vida cruda y desnuda, tal como es. Y a sentir el ansia infinita de subir y ayudar a subir a todos el escalón de más arriba. La otra razón es que allí vivió mi madre”.

La resonancia que tiene nuestro barrio de la infancia en nosotros en mí tiene forma de canto a la libertad. Quizás allí aprendí el valor de ella, el sentido de la aventura, aprendí a enfrentar la vida entre los juegos y las barbaridades, aprendí a defenderme, a ser autosuficiente, a disfrutar del sol de las mañanas de invierno, de los húmedos inviernos que rediseñaban el campo de juego y traían otras actividades. El ciclo de los juegos, sucediéndose unos a otros, como si algún dios nos hiciera abandonar unos y tomar otros. Al tiempo de los peones y el juego de cromos y las obligadas tabas que conseguíamos en la carnicería, sucedían policías y ladrones, aros que inesperadamente salían del cuarto trastero y que semanas más tarde eran sustituidos por un balón, por un marica el último en subirse a la última rama de un árbol.

Chico de barrio. A veces leyendo a Miguel Delibes o Ana María Matute echo de menos no haber sido un niño de pueblo donde esa libertad, el río, la dehesa, los cañaverales, el infinito verano servían para cazar ranas o saltamontes; pero sólo a veces. Hoy mi amigo alicantino me recordaba lo mucho que le debo el haber sido un chico de barrio.


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