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| Seis mujeres |
Hay
veces en que pienso que escribir es encontrarte contigo mismo en el transcurso
del tiempo. La imposibilidad de retomar experiencias vividas, sensaciones,
amores, deseos con una densidad y detalles que desearíamos revivir con la
claridad con la que somos capaces de recrear los hechos de hoy mismo, se hace
real cuando una noche de invierno como hoy abres un libro por donde discurren
hechos de tu temprana juventud, amores que han llenado tu vida, pasiones que
han alimentado tu alma. La memoria va y viene, alumbra aquí y allá en el
pasado, se entretiene en una tarde de lluvia, en la expectativa de un
encuentro; sin embargo raramente sigue el curso de principio a final de momentos claves de
la vida, de vivencias que han hecho de ti lo que eres. Eso que te gustaría
revivir, porque en ello encuentras el placer del reencuentro, sólo lo puedes
experimentar si has tenido la oportunidad de recurrir al flujo de la escritura.
La escritura te recuerda quién eres, te dice cuál y cómo ha sido tu deambular
por la vida, cuáles son tus raíces. En las largas noches de invierno puedes
encontrarte aquí y allá y volver a quererte. “Ama lo que haces”, rezaba un
viejo grafitti de la calle Huertas. Y si es el caso, y lo puedes encontrar aquí
y allá en tu memoria y en las páginas de un libro, la lectura se convierte en
un acto de significativo encuentro, en un acto de amor a ti mismo, me atrevería
a decir.
Fue el
caso de esta noche cuando tropecé con una vieja historia de mi primera juventud
que se narraba en un libro titulado Seis mujeres, historia novelada de
mi encuentro con algunas de las mujeres con las que me relacioné a lo largo de
los años. Historias de amor, de encuentros y desencuentros, de descubrimiento,
de aprendizaje, que hoy resucitan entre las nieblas de la memoria como un
regalo que tiene el aire de una caricia.
El
rastro que va dejando la vida en los libros y en la escritura en general, tiene
el sabor de aquella aromática magdalena de Proust, tiene la certeza inequívoca
del testimonio de haber vivido, pero sobre todo es el modo en cómo en noches como
éstas, cuando mayores ya el pasado viene a calentarnos el cuerpo, viene a
acompañarnos con la densidad de quien cerrando lo ojos contempla en un fulgor
su propia vida. Porque no basta cerrar los ojos tras la comida mientras miras
el horizonte, esos instantes en que el mundo y uno mismo atraviesan más allá de
los párpados cerrados; a veces es necesario hacer grandes recorridos por el
pasado para asumir la conciencia de nuestra mismidad, que no es sólo la de este
instante, que lo que somos es también lo que fuimos, es la densidad acumulada
en el tiempo de la largura de los hechos de la vida. Y para tener conciencia de
nosotros mismos, ese ente que es el individuo entre la infancia y el momento
presente, necesitamos encontrarnos con la esencia de nuestro ser, con los
hechos internos que han marcado los hitos de la vida y las circunstancias que
han hecho de nosotros lo que somos.
En
algún momento en ese libro que leía y que está hecho de retazos y de ideas que
atraviesan la vida en parecido desorden a como nos llegan los pensamientos en
una tarde de ocio, me encontré con esta esto: “Recordé escépticamente la
escuela, más de 30 años en ella dejaban esa tarde apenas el rastro de una labor
densa. Trabajé intensamente, hice de la escuela un amoroso reto; dejé uñas y
dientes en el empeño con los chiquillos. Sin embargo aquello parecía ahora
diluirse sin pena ni gloria en el recuerdo”. Una idea sorprendente para alguien
que con tanta pasión había dedicado 35 años de su vida a la escuela. Y sí, el
tiempo va depurando la percepción de nosotros mismos y de nuestros empeños y lo
que en algún momento sentíamos como que la vida nos iba en ello, con el tiempo
puede convertirse en calderilla. Y lo contrario, situaciones por las que
pasamos de puntillas, transcurrido el tiempo se nos revelan como de una
importancia capital, una primera mujer sin más a la que daba el nombre de amiga
y a la que tras su muerte en un accidente en que ambos escalábamos una montaña
en los Alpes, y a la que descubrí posteriormente como un entrañable amor que mi
conciencia no había sabido sacar a la luz; hechos que en un momento pasaron de
puntillas sobre nuestra vida y que muchos años más tarde recuperamos como
esenciales en nuestra historia personal.
Parece
anecdótico, pero es real. Cuántas veces descubrimos a lo largo de los años la
importancia que tuvieron algunas personas en nuestra vida, personas, hechos,
pasiones, amores. Para eso sirve la memoria. Volver al pasado y descubrir en él
partes esenciales que en su tiempo quedaron solapadas por la velocidad que
imponen los acontecimientos o nuestras ocupaciones, forma parte de ese
maravilloso tiempo que los mayores, los jubilados, en sus momentos de ensoñación
o escritura pueden rescatar de los profundos rincones de la memoria y que
quedarían sepultos bajo el ruido del presente si no tenemos la precaución de
procurar espacios de tiempo en que la memoria pueda campar a su gusto y sin
prisas por el pasado.

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