sábado, 30 de noviembre de 2024

Para qué sirve escribir


Seis mujeres

El Chorrillo, 1 de diciembre de 2024

Hay veces en que pienso que escribir es encontrarte contigo mismo en el transcurso del tiempo. La imposibilidad de retomar experiencias vividas, sensaciones, amores, deseos con una densidad y detalles que desearíamos revivir con la claridad con la que somos capaces de recrear los hechos de hoy mismo, se hace real cuando una noche de invierno como hoy abres un libro por donde discurren hechos de tu temprana juventud, amores que han llenado tu vida, pasiones que han alimentado tu alma. La memoria va y viene, alumbra aquí y allá en el pasado, se entretiene en una tarde de lluvia, en la expectativa de un encuentro; sin embargo raramente sigue el curso de principio a final de momentos claves de la vida, de vivencias que han hecho de ti lo que eres. Eso que te gustaría revivir, porque en ello encuentras el placer del reencuentro, sólo lo puedes experimentar si has tenido la oportunidad de recurrir al flujo de la escritura. La escritura te recuerda quién eres, te dice cuál y cómo ha sido tu deambular por la vida, cuáles son tus raíces. En las largas noches de invierno puedes encontrarte aquí y allá y volver a quererte. “Ama lo que haces”, rezaba un viejo grafitti de la calle Huertas. Y si es el caso, y lo puedes encontrar aquí y allá en tu memoria y en las páginas de un libro, la lectura se convierte en un acto de significativo encuentro, en un acto de amor a ti mismo, me atrevería a decir.

Fue el caso de esta noche cuando tropecé con una vieja historia de mi primera juventud que se narraba en un libro titulado Seis mujeres, historia novelada de mi encuentro con algunas de las mujeres con las que me relacioné a lo largo de los años. Historias de amor, de encuentros y desencuentros, de descubrimiento, de aprendizaje, que hoy resucitan entre las nieblas de la memoria como un regalo que tiene el aire de una caricia.

El rastro que va dejando la vida en los libros y en la escritura en general, tiene el sabor de aquella aromática magdalena de Proust, tiene la certeza inequívoca del testimonio de haber vivido, pero sobre todo es el modo en cómo en noches como éstas, cuando mayores ya el pasado viene a calentarnos el cuerpo, viene a acompañarnos con la densidad de quien cerrando lo ojos contempla en un fulgor su propia vida. Porque no basta cerrar los ojos tras la comida mientras miras el horizonte, esos instantes en que el mundo y uno mismo atraviesan más allá de los párpados cerrados; a veces es necesario hacer grandes recorridos por el pasado para asumir la conciencia de nuestra mismidad, que no es sólo la de este instante, que lo que somos es también lo que fuimos, es la densidad acumulada en el tiempo de la largura de los hechos de la vida. Y para tener conciencia de nosotros mismos, ese ente que es el individuo entre la infancia y el momento presente, necesitamos encontrarnos con la esencia de nuestro ser, con los hechos internos que han marcado los hitos de la vida y las circunstancias que han hecho de nosotros lo que somos.

En algún momento en ese libro que leía y que está hecho de retazos y de ideas que atraviesan la vida en parecido desorden a como nos llegan los pensamientos en una tarde de ocio, me encontré con esta esto: “Recordé escépticamente la escuela, más de 30 años en ella dejaban esa tarde apenas el rastro de una labor densa. Trabajé intensamente, hice de la escuela un amoroso reto; dejé uñas y dientes en el empeño con los chiquillos. Sin embargo aquello parecía ahora diluirse sin pena ni gloria en el recuerdo”. Una idea sorprendente para alguien que con tanta pasión había dedicado 35 años de su vida a la escuela. Y sí, el tiempo va depurando la percepción de nosotros mismos y de nuestros empeños y lo que en algún momento sentíamos como que la vida nos iba en ello, con el tiempo puede convertirse en calderilla. Y lo contrario, situaciones por las que pasamos de puntillas, transcurrido el tiempo se nos revelan como de una importancia capital, una primera mujer sin más a la que daba el nombre de amiga y a la que tras su muerte en un accidente en que ambos escalábamos una montaña en los Alpes, y a la que descubrí posteriormente como un entrañable amor que mi conciencia no había sabido sacar a la luz; hechos que en un momento pasaron de puntillas sobre nuestra vida y que muchos años más tarde recuperamos como esenciales en nuestra historia personal.

Parece anecdótico, pero es real. Cuántas veces descubrimos a lo largo de los años la importancia que tuvieron algunas personas en nuestra vida, personas, hechos, pasiones, amores. Para eso sirve la memoria. Volver al pasado y descubrir en él partes esenciales que en su tiempo quedaron solapadas por la velocidad que imponen los acontecimientos o nuestras ocupaciones, forma parte de ese maravilloso tiempo que los mayores, los jubilados, en sus momentos de ensoñación o escritura pueden rescatar de los profundos rincones de la memoria y que quedarían sepultos bajo el ruido del presente si no tenemos la precaución de procurar espacios de tiempo en que la memoria pueda campar a su gusto y sin prisas por el pasado.

 


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