Hospital de Villalba, 5 de noviembre de 2024
A veces salta en la memoria con la aleatoriedad con la que nos cae en suerte un número de la lotería, la fugacidad de un momento. A veces pienso que la memoria raramente colecciona videos, largos relatos de instantes del pasado, sino fotografías estáticas, un recuerdo que se resuelve en una imagen congelada que ha quedado ahí como quien ha ido año tras años coleccionándolas en un álbum. Estás mirando a las musarañas y de repente te ves nítidamente frente a una pequeña cascada de un bosque, una noche en la tienda un día de lluvia, un paso delicado en una ruta de las Dolomitas, en el pasillo de un hospital donde tus dos hijos en una incubadora luchan entre la vida y la muerte. No hay nada más a tu alrededor, el Photoshop ha difuminado los alrededores que parecen envueltos en la niebla. Así saltan a la conciencia muchos momentos del pasado. Son ellos los que van y vienen a su aire. Y a nosotros no nos cabe otra cosa que ser espectadores pasivos. A mí me encanta tirar de la cuerda de estos recuerdos para intentar sacarlos a la luz, pero raramente la memoria suelta prenda. “Esos instantes son unos prófugos del enorme matadero del tiempo que hemos ido construyendo a lo largo de nuestra vida”. (Visión desde el fondo del mar, Rafael Argullol). Esos instantes que cuidamos y acariciamos como si fueran parte de nuestra esencia…
Segundo día de hospital. Un hospital es un excelente lugar para reflexionar sobre la vida. También un deceso, todo aquello que nos haga ver lo que frágiles que somos. Compagino mi atención a Mario con la lectura, La vejez y sus mitos, Relatos de Chejov y el tocho de Armengol que de vez en cuando me proporciona alguna sustanciosa idea. Armengol tiene una pasmosa facilidad para ir de un lugar a otro de su vida, de un asunto a otro; la memoria es el combustible de que se sirve su escritura que, tomando de aquí y de allá hechos, le sirven para expresar la vida y la realidad en los más variopintos aspectos.
La última vez que velé a un enfermo en un hospital fue a mi padre, que falleció días después. La noche en que murió estuvo toda ella acompañada por el gluglú del oxígeno burbujeando en una botella que le suministraba el aire de los últimos momentos de su vida. Es un ruido que llevo dentro desde entonces. Ese y el de las forzadas inspiraciones y expiraciones que emitían sus bronquios forzados al máximo. En el ritmo de esos dos ruidos, que formaron parte de mi sueño durante toda la noche, uno continuo y otro con un breve intervalo como si un dueto acompañara mi duermevela, en cierto momento del amanecer se produjo una ruptura. Uno de ellos, el que ayudaba a la respiración, que hasta entonces había seguido una secuencia igual, empezó a espaciarse lentamente. Fui plenamente consciente de la cercanía del final porque ya lo había experimentado con mi madre cuando se acercó su hora. Yo estaba tumbado en la cama junto a ella, la abrazaba y le susurraba despacio al oído una y otra vez: “muere mamá, muere mamá”, y sucedió lo mismo, su forzada respiración fue introduciendo intervalos más largos hasta que finalmente hubo unos más violento. Fue su adiós a la vida. En el silencio del hospital con mi padre sucedió algo parecido, sólo que no hubo silencio, su respiración se detuvo, pero el gluglú del oxígeno siguió inútilmente suministrando oxígeno al cuerpo imane de mi padre. De aquellos días, era primavera, recuerdo la ladera cuajada de amapolas que se veía desde la ventana del hospital.
Mi memoria se enreda esta noche en otras noches de hospital. Ahora veo a mis dos hijos, Mario y Lucía, nacidos sietemesinos después de un ajetreado viaje en la madrugada desde un pueblecito de la cuenca del río Narcea, en Asturias, en donde entonces ocupábamos la casa del maestro. Sietemesinos con el exiguo peso de apenas un brick de leche. Ambos en incubadoras, rodeados de cables que conectaban a una pantalla que daba cuenta de unas constantes vitales exiguas, especialmente la que procedía de aquel cuerpo minúsculo de Mario al que apenas le daban una esperanza de vida del treinta por ciento. Esa terrible incertidumbre de vivir noche tras noche con el corazón en un puño pendientes de un monitor.
El ruido de hoy en la habitación del hospital no va más allá de aquel que emite el aire acondicionado. Mario está tranquilo y es posible que mañana o pasado mañana vuelva a casa con su hijo. Es medianoche y la enfermera me ha dicho que no hay novedad, no vuelve hasta las siete de la mañana. Podría dormir, pero hago guardia con la esperanza de que alguno de esos instantes prófugos, que decía Argullol, vengan a visitarme. Estoy convencido de que somos deficitarios de instantes de nuestro pasado que sólo se ofrecen en momentos y circunstancias muy especiales. Como la de hoy. Y creo que deberíamos ser justos con nuestra propia vida cuando algo desanimados nos visita el pesimismo o la melancolía. Hoy leía una entrada de Julio Gosan de un pesimismo que me hizo pensar en ello. Pedro Mateo hoy mismo sacaba en un comentario a colación la física cuántica diciendo que una cosa puede ser otra o cientos de cosas al mismo tiempo, que ello es la propia superposición cuántica. Le contestaba que yo no entiendo nada de eso de la física cuántica y que por tanto me viene ancha, sin embargo creo recordar que algo tiene que ver con la idea de que en este mismo momento se están dando todos los hechos de la historia, el Imperio Romano, la Edad Media, nuestra infancia o la pervivencia del hombre de Cromagnon. Ni idea de cómo se puede comer eso. Situarnos exclusivamente en el final de la línea del tiempo y mirar desde ahí para atrás al modo de Jorge Manrique y su copla, algo parecido a lo que hace Julio, no hace justicia a esa concepción de la vida de quien la mira entera desde la visión de superposición cuántica de que hablaba Pedro, sólo que en este caso referida al tiempo. Si nuestras neuronas no tuvieran esa predisposición a languidecer, y con ello nuestra memoria, quizás cerrando los ojos fuéramos capaces de experimentar esa superposición del tiempo y percibirnos a la vez hoy mismo en la noche del hospital a la vez que con el chupete en la boca de cuando éramos bebés.
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