jueves, 7 de noviembre de 2024

No quiero morir idiota

 



El Chorrillo, 7 de noviembre de 2024

Mañana al sol de contemplar cómo  transcurre el tiempo. Segundos, minutos, horas, tic tac tic tac tic tac; o comprobar cómo el sístole y diástole del corazón ininterrumpidamente golpea débilmente en el hueco de mis costillas.

De tanto en tanto un golpe de brisa produce un murmullo de hojas que cae junto a mí en forma de lluvia. El sol calienta mi cabeza produciendo un revuelo de ideas. El hombre más rico del mundo se asocia con el más poderoso y ambos, como una pareja bien avenida, se disponen a profundizar los males del planeta. El sol es un buen suministrador de vitamina D y estimula la secreción de endorfinas. Buen remedio para un día de otoño en que debería haberme marchado a Gredos pero para lo que no me alcanzaron las fuerzas. Lo siento, lo veo allá en la lejanía envuelto en un ligera bruma, pero hoy Gredos está muy lejos. Gredos me recuerda al abulense José Luis Aranguren que desde su casa de Ávila contemplaba, también él, la sierra de Gredos mientras reflexionaba o escribía. Tengo que leer a Aranguren. Es necesario leer a la gente sabia y honesta, esas personas que te ayudan a encauzar tus propias ideas con la luz de su pensamiento.

Aunque hoy me haya quedado en casa en realidad es un hecho que me hace ilusión. No tener ninguna obligación ni compromiso por delante, incluido eso de no tener que ir ya al monte, se convierte en un nuevo atractivo. Esta mañana haciendo mis ejercicios me hice daño en la zona lumbar e inmediatamente suspendí mis subsiguiente ejercicios. Así que más tiempo para hacer nada. Me di un paseo por la parcela y luego decidí acogerme al confort de la tumbona y a las caricias del sol. Dolce far niente.

Leo a un poeta norteamericano que con el estilete de la ironía llena páginas y páginas de versos acres dirigidos al establishment y a las fuerzas del mercado. Allen Ginsberg. El libro lo escribió en el hospital mientras esperaba la muerte. Me sorprende que a alguien que tiene la muerte a pocos metros de su lecho le sigan llegando tan vivamente los males del mundo. Ayer un amigo, ante los resultados de las elecciones norteamericanas, me decía que se encontraba triste, jodido, que no sabía donde refugiarse. ¿Paso de todo, escribía, me dedico al arte, me encierro en mí mismo con mi mujer en donde no llegue la locura del mundo?. Y sin embargo terminaba su guasap así: En fin, amanece y hace sol; algo es algo.

Algo así me sucede esta mañana. El sol tonifica mi alma, acaricia la testuz de mi ánimo. Ahora nuestro gato Mico ronronea en mi regazo mientras leo. Se ha hecho de noche y la paz del crepúsculo ha caído sobre el campo circundante como una apacible y tranquila nevada. Chejov y el gato me hacen compañía. Días atrás he vuelto de nuevo a los narradores rusos y ahora paso largas tardes y noches viajando por la Rusia rural de pasados tiempos. De vez en cuando, cuando termino  algunos de los relatos, cierro el libro y me sonrío. Chejov tiene una facilidad asombrosa para sacar de historias cotidianas esa chispa de humanidad y contradicción que yace en el fondo de las personas en donde las pequeñas cosas se solapan con los grandes asuntos dando un respiro a un espíritu excesivamente magnetizado por esos grandes temas sobre los que continuamente ironizaba el Principito. Quizás en tardes así radica una parte importante de la felicidad. Pienso demasiado frecuentemente en la muerte, y no precisamente de forma negativa, y siento que estos pensamientos van dejando sobre mí una pátina de comprensión de la vida que me conecta plenamente con la realidad que somos cada uno, apenas una fugaz chispa en la enorme amplitud del universo, pero capaces de disfrutar de las cosas más nimias de la vida cotidiana. Ser nada, aspirar a nada y vivir succionando la vida como quien metiendo una pajita en un vaso va sorbiendo poco a poco el contenido, vida, libros, amores, proyectos, dolores o alegrías, es en alguna de estas largas tardes y noches, un regalo.

Lo de no quiero morir idiota lo he tomado de la novela de Argullol; o no, que acaso lo expresaba uno de los personajes de Chejov, el mismo que decía a su amigo que si quería ser una persona normal debería irse con el rebaño. Amigo mío, le decía, los hombres normales son los hombres ordinarios, los del montón. Así que lo de no querer morir idiota debía de referirse a la convicción de que estar en el gremio de la gente normal no era algo que le apasionase. Seguramente que si a ese personaje le pusiéramos en trance de imaginarse estar entre los votantes del tal Trump o de la tal IDA, la cosa le habría producido retortijones de tripa. A mí a veces en un descuido se me escapa decir que los males de este mundo o simplemente la situación de Madrid proviene de esa mayoría de votantes madrileños a los que sin más podemos llamar ignorantes, es decir normales, vamos, que lo normal ya lo dice la palabra es aquello que se ciñe a la norma. Digo que se me escapa, pero es que tal como va el mundo la cosa no apunta a otro lado que al despropósito y a la ruina.

Me ha llegado el momento de subir a hacer la cena, así que, amigo diario, hasta mañana.

 

 

 

 


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