domingo, 17 de noviembre de 2024

Morir

 


Los pasos de Robert Walser antes de su muerte

El Chorrillo, 17 de noviembre de 2024

Me admiro de lo sencillo que podría ser despedirte de la vida. Lo experimenté días atrás cuando me sedaron para una biopsia. Un espacio aséptico, una agradable enfermera de rostro apacible, un dispositivo en la nariz para ayudar en caso necesario a la respiración, una vía en las venas de la muñeca destinada a inhibir el dolor y a procurar el sueño… y eso es todo. Se lo pregunté a la enfermera: ¿Qué sucedería inmediatamente? Nada, dijo, te dormirás apaciblemente y no te enterarás de nada. Así fue, apenas transcurrido un minuto ya había entrado en un profundo sueño. Me desperté un par de horas más tarde como quien lo hace tras una apacible noche de descanso. Charlé enseguida por los codos con mis hijos y Victoria. Era una opción, pero también podría haber optado por no despertar. Hundirse en un profundo sueño y no volver a despertar.

La muerte vista así puede ser un palo para tu familia y la gente que te quiere, pero en absoluto para el que se marcha. Sí, que aquí no hay ni Desdémonas ni Otelos /  Ni dramas mexicanos al estilo de Buñuel. Ni aquí ni en otro lado, lo canta Aute, que tratándose de eso que somos, una chispa en el tiempo del universo, qué mismo da. ¿Muerto? Pues muerto quedas y a otra cosa, mariposa. Lo sencillo y agradable que podría ser marcharse de la vida si no fuera por la hipocresía imperante que recorre a la sociedad de pies a cabeza obligando así a muchos a repulsivos actos de violencia.

Cuando te mueras, escribía Ray Bradbury en Farenheit 451, “todo el mundo debería dejar algo detrás, un hijo, un libro, un cuadro, una casa, una pared levantada o un par de zapatos. O un jardín plantado. Algo que tu mano tocará de un modo especial, de modo que tu alma tenga algún sitio adonde ir cuando tú mueras, y cuando la gente mire ese árbol, o esa flor, que tú plantaste, tú estarás allí”. Bueno, sí, acaso, quizás, pero muerto el burro, cebada al rabo. Una ilusión para seguir acariciando a modo de los católicos un imposible más allá. La nostalgia hacia el futuro, que no es otra cosa que  aquello de era un niño que soñaba / un caballo de cartón, puede servirnos de consuelo mientras estamos vivos, pero poco o nada añade a esa nada que se abre a nuestra pies en el momento final.

Yo no sé si en algún momento del futuro podrá uno disponer libremente de una sustancia de efectos parecidos a la sedación que me administraron días atrás, pero siento dentro de mí que ello debería ser un derecho totalmente indeclinable en una sociedad de adultos donde se debería presuponer que todos somos libres para hacer de nosotros lo que nos venga en ganas. Y lo siento más todavía desde mi presente de salud un tanto amenazada; la idea de poder desaparecer en cierto momento en las condiciones en que me dormí días atrás en el quirófano, me produce una esperanzosa sensación de bienestar. Pensar que te pudieras marchar tras una larga e intensa vida con la misma libertad y conciencia con la que has marcado el rumbo de tu propia existencia, creo que sería un magnífico broche final. Sí, que aquí no hay ni Desdémonas ni Otelos /  Ni dramas mexicanos al estilo de Buñuel. Todo sencillito y amable al modo de quien estando satisfecho de su  vida, la abraza, como abracé yo a mi madre en su lecho de muerte, y le dice adiós en medio de un emocionado beso.

Una vez el amigo Portilla me regaló un libro titulado Morir por la cima, de Carlos Suárez. Todavía no lo leí, pero me temo que conociendo un poco a Carlos por su trayectoria en la montaña y por la proyección de ello que hace en las redes sociales, imagino que esa muerte que él pueda tener en mente apenas tiene nada que ver con lo que a mí me sugiere ese momento final. Una suposición, claro. Morir en un empeño, por grande que sea éste, siempre será un accidente, un imprevisto al alcance de cualquiera, en que tu conciencia y tu memoria no toman parte. Te mueres y se acabó, sin enterarte de ello. Me desalienta pensar en una situación similar. Igual que me desalentaría, si fuera mujer, parir sin participar conscientemente en el nacimiento de un hijo mío.

Existen ritos en la historia personal del hombre a los que es ineludible atender, y la muerte y la gestación de la vida son dos hitos primordiales que merecen ser vividos con toda la intensidad de nuestro cuerpo y nuestra alma. Plenitud al completo. De ahí el deseo de hacer de la muerte un momento de plenitud no estorbado en lo posible por asuntos o dolencias que mermen nuestra autoconciencia en ese momento definitivo.

 

 

 

 

 


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