lunes, 18 de noviembre de 2024

La montaña: rústico por vocación

 

Vivac en las cercanías del Pico el Lobo / Un refugio en Alpes

El Chorrillo, 18 de noviembre de 2024

Estoy en los Alpes Austriacos. Me he encontrado inesperadamente cerca de una cumbre con el refugio Schiestlhaus, un moderno edificio construido tres años atrás que todavía no ha tenido tiempo de ubicarse en el mapa que traigo conmigo. Llevo muchas horas caminando y esa inesperada aparición, como a quien se le aparece la Virgen, va a mitigar mi apetito, mi sed y me va a proporcionar un agradable entorno similar a cualquier lujoso hotel. El recibimiento del encargado, un hombre barbado a lo Whitman, es tan cordial, me ofrece con tanta amabilidad todo lo que pueda necesitar, que a punto estoy de decirle que sí cuando me pregunta si voy a pernoctar en el refugio. El tiempo está incierto pero aún así saco a secar mi tienda y mi saco a la terraza, ambos bastante mojados después de una noche anterior llena de lluvia. Dos horas después tengo que salir corriendo porque ha empezado a llover. Recojo precipitadamente saco y tienda y mientras lo estoy metiendo en el macuto considero la oportunidad lógica de quedarme en el refugio. Unos minutos después, tras pagar la cuenta y despedirme del responsable del refugio, cargo con mis cosas, me enfundo el equipo de agua y me sumerjo bajo la lluvia para buscar en las cercanías un lugar donde instalar la tienda. No, no es una lluvia intensa. Miro hacia atrás; allá en el refugio luce cálido un ambiente quasi hogareño.

No, no se piense que es cuestión de ahorro, eso quedó atrás allá en los primeros años jóvenes de trajinar por Alpes. Es simplemente que el ánimo me tira para allá, la soledad, el útero materno de mi tienda, esa salvaje necesidad que respira mi cuerpo de pasar la noche en el regazo de la montaña mientras la lluvia tararea sobre el techo de mi tienda. No sé si haría falta explicar esto o defender aquello o lo demás allá. Simplemente me sale de dentro. No hay porqué, es lo que es. No obstante tengo en mente un post de Glauco Muratti de días atrás que me sugiere que acaso pueda divertirme un rato hablando de estas cosas. En él Glauco sugería un interrogante encaminado a poner en entredicho alguna de nuestras maneras de hacer montaña. En la fotografía que acompañaba al post se mostraba el interior de un refugio de lujo de grandes ventanales que daban a altas montañas entre las que se deslizaban los glaciares, una vista como la que podrían contemplar los dioses del Olimpo desde la altura inaccesible de su reino. El confort y la comodidad de los montañeros que habitaban ese espacio del refugio-hotel le cuestionaba a Glauco. “¿Para que vamos a la montaña?, decía él, seguramente cada uno responde a un llamado interior, una necesidad, cada uno con la suya. Pero  se me ocurre que muchos buscamos integrarnos con la montaña y estar sujetos a las reglas del frío, viento y sol de los cerros. Volver a la rusticidad en que la especie evolucionó, a la incertidumbre y la “incomodidad”.  Y entonces ese confort que se ve en la foto, aunque no lo sepamos, puede estar interponiéndose en ese llamado interior que buscamos”.

Alguno dirá que lo uno no quita lo otro. Acaso, posiblemente; depende, como escribía Glauco, de lo que cada uno busque en la montaña. Pero ahí va un ejemplo absurdo. Imaginemos que Messner en su solitaria al Everest hubiera dispuesto cada cien metros de su exhaustiva ascensión de un chiringuito, no digo un gran hotel, un chiringuito donde tomarse un refrigerio y calentarse un poco el cuerpo. Ca uno sabrá lo que hace con sus aficiones. Hay para todo, quienes suben a la montaña en teleférico o, como he visto en algunas montañas de China, quienes lo hacen transportados en una litera o silla de mano. Ya Aristóteles escribió aquello de que la virtud está en el medio, pero bueno, como aquí no se trata de saber quien es más virtuoso o menos, que lo que cuenta es poner de relieve las muchas posibilidades de hacer y vivir, y que de todos modos… pues que a quien Dios se la dé San Pedro se la bendiga. Pero que no está bien que la comodidad y el confort que nos pueda regalar muestra economía y la proliferación de los refugios de montaña terminen por frustrar nuestro encuentro con esa naturaleza plena de las noches y las estrellas.

Recuerdo que una de las cosas que sorprendía a nuestros amigos italianos en nuestras primeras salidas a Alpes era nuestra afición a vivaquear. Ellos no conocían eso, sus numerosos refugios mermaban la “excentricidad” de querer dormir a la intemperie. No saben lo que se pierden, decía Bonatti, o Rebuffat, refiriéndose a aquellos que escalaban en el día una pared. Probablemente vivir inmersos en culturas diferentes mediatiza nuestra manera de relacionarnos con la montaña. Aquí no había refugios y ello nos obligaba a vivaquear; creamos hábitos. En América Latina donde vive Glauco, tampoco hay muchos y ello les permite conocer una manera muy diferente de hacer montaña. Todavía recuerdo uno de sus post en que hacía elogio de esa hoguera que les acompañaba en ocasiones en sus salidas a los Andes; un grupo de amigos alrededor del fuego compartiendo un café o un té antes de meterse en el saco de dormir. Idílica estampa que muestra un modo de integrarse y vivir la montaña que poco o nada tiene que ver con las rutinas de llegar a un refugio, tantas veces atestados, vivir entre una muchedumbre y dormir apretados en literas donde los ronquidos, el espeso ambiente y las ventanas cerradas no sé cómo no ahogan a los partidarios de ese modo de relacionarse con los montes y la naturaleza.

Un ejemplo sencillito de cómo el entorno social y los usos del confort pueden mermar eso que buscamos en las montañas, lo tenemos en el uso que se hace del refugio de la Laguna Grande de Gredos. ¿Por qué coño dormir en el refugio cuando fuera tenemos un hotel de miles de estrellas, un entorno donde por la noche nuestra alma puede vibrar al ritmo de los astros y las estrellas con una emoción sin parangón?

Y me suena en este momento el teléfono y resulta que es el amigo Vinches. Y charlamos como dos cotorras durante media hora, qué gusto hablar con este hombre, y cuando cuelgo el teléfono me doy cuenta de que ya soy incapaz de retomar el hilo de lo que estaba escribiendo. Vamos, que se me cortó la leche. Así que punto final.

Se me queda en el tintero hablar sobre la higiene en montaña en esas largas caminatas en que el cuerpo durante días y días acumula el típico olor acre que brota del continuado esfuerzo. Otro día explico mi litigio con la higiene en mis largos veranos de caminar por Alpes, algo por demás muy propio de alguien que aspira a asumir las consecuencias de un preciado salvajismo J.

 

 


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