El
Chorrillo, 25 de noviembre de 2024
Un día,
pensando que encontraría a alguien para darme una vuelta por los escarpes de
Patones, me compré una pértiga con la idea de chapar mi cuerda cuando no me
sintiera lo suficientemente seguro para arriesgar un paso. La pértiga yace como
el arpa de Bécquer esperando acaso la llegada de un compañero con el que volver
a destapar el frasco de perfume que hace meses rozó mis fosas nasales trayendo
el aire de una nueva juventud, un día que inesperadamente un amigo me invitó a
rememorar un tiempo que había dejado atrás hace medio siglo haciendo un par de
escaladas en Pedriza y Patones.
No sé
por qué me acordé de la pértiga esta noche en un momento que dejé la lectura
para dar descanso a mis ojos. Me encontraba contemplando el fuego de la
chimenea y la recordé colgada en el taller, una habitación que ha terminado
convirtiéndose en testimonio de la pasión del dueño de la casa; allí junto al
piolet, una cuerda, el casco, los crampones, pinturas, un grabado obra de Paco
que me regaló y que representa a tres escaladores debidamente atrezados que se
dan la mano al final de su ascensión. La pértiga era algo más que una pértiga,
era un deseo no cumplido, un interrogante similar a la ese tipo de inquietud
que me perseguía en los primeros meses de hacer montaña cuando el verano por
venir era una incógnita llena de promesas.
Lo que
me encontraba leyendo momentos antes hablaba del Gran Silencio que en ocasiones
irrumpe en la vida pidiendo un espacio para la contemplación. Quizás no tenía
la vista cansada y lo que sucedió es que deseaba transpirar algo de los
párrafos leídos, poner un poco de silencio al que escuchar. Y fue en ese
silencio en el que irrumpió la pértiga.
La
pértiga, amén de para chapar el primer mosquetón, había imaginado usarla más
arriba allí donde el riesgo de caída se me pudiera presentar. Últimamente me
cuesta admitir que existen actividades que son ya prohibitivas, y ello después
de haber estado convencido del todo de que escalar y otras actividades
similares habían quedado atrás después de unas cuantas décadas. Sin embargo
“Todo cambia” lo canta Mercedes Sosa, así que “yo cambie no es extraño”.
“Cambia, todo cambia, pero no cambia mi amor…”. Probablemente la culpa de ello
lo tenga la montaña y mi relación con ella desde la adolescencia.
Días
atrás, en una reunión de amigos del Club Alpino Madrileño, me encantaba oír el
entusiasmo con que muchos hablaban de aventuras que habían recorrido sus
cuerpos durante cuatro o cinco décadas. Ahora somos todos senderistas, decía
Ramón, después de haber dado cuenta de algunos episodios comunes de otro tiempo
allá por Pirineos o Galayos. Y contaba de un par de cestos de níscalos que
había pillado días atrás en alguna parte de la sierra de Ayllón. José Luis
Ibarzábal hacia números de una enorme cantidad de esquís que conserva todavía
en su casa y con ello yo imaginaba una habitación similar a la mía, aunque no
tan abundante como la suya, en donde cachivaches de montaña de toda época
debían de colgar de las paredes, no sé si como testimonio de ese “confieso que
he vivido” de Neruda o por puro afecto a la pasión que ha recorrido desde
siempre la vida de uno.
Esta
noche no hay razones que buscar. Me basta con contemplar estas cosas. Ni
siquiera ese “todo cambia” que acaso solo sea un modo de conjurar la presencia
de un tiempo ido, pueda ser cierto. Lo que sí es cierto es esa pértiga que
cuelga a mano izquierda nada más entrar en el taller. Cada vez que paso junto a
ella, presiento como si me interrogara, igual que una cuerda de
Obviamente
ni la voy la tirar ni la voy a vender ni la voy a regalar. Ahí queda de momento
como un símbolo, un interrogante de esos que surgen en la vida de uno y que tantas veces quedan sin
resolver. Quizás en algún momento me la tenga que llevar a la tumba, no vaya a
ser que en el más allá me encuentre como los faraones egipcios con una clase de
vida que me permita ir dando rienda suelta a los sueños que quedaron pendientes
en esta vida. Si los católicos imaginan tras la muerte un Paraíso donde la
única diversión parece consistir en contemplar la faz de su dios, yo, puesto a
imaginar puedo fabricar unas hermosas
montañas en la que hacer esa vida eterna realmente apasionante. Y para ello, no
faltaría más, mejor que mis herederos dejen en la tumba no sólo la pértiga sino
otros mucho artilugios que me sirvan para seguir haciendo lo que me gusta, una
tienda, un saco de dormir, una cuerda, botas, plumíferos, etcétera etcétera…
Sí, no vaya a ser que en el Paraíso no exista Amazon, Barrabés o cualquier otra
tienda, y menudo fiasco entonces.
Digamos
que esa pértiga de chapar es una de tantas metáforas que podemos encontrar en
el camino de la vida.
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