Imagen tomada en el 2011 en Sol durante la manifestación laica de la visita del Papa |
Esta mañana tenía prisa por terminar lo que estuviera haciendo para irme corriendo a ese rinconcito de la habitación del sur añeja a la biblioteca para sentarme en la mecedora y dejar pasar la mañana con un libro en las manos mientras el sol acaricia mi cuerpo. Prisa, esa era la palabra, una especie de inquietud para disfrutar un pedazo de mañana que no quería que se me escapara tontamente. Momentos antes había visto a Victoria dando de comer a las carpas de nuestro estanque, carpas doradas cuyo movimiento siempre llaman a la paz de la contemplación, y ello invitaba también, en esa paz que desprendían el ir y venir de los peces por el agua. Así que hoy, que son breves mis ejercicios, sólo brazos y manos porque hace un par de días me hice daño en una pierna en el roco, pretendo instalarme en el presente del cálido sol que entra por la ventana y dejarme llevar por las sensaciones que desde mi epidermis viajan por todo el cuerpo hasta el cerebro, produciéndome el inesperado bienestar de estar vivo. Las sensaciones son en ocasiones como el perfume volatero que te sorprende en una esquina de la India, un jazmín, el aroma del sándalo en un templo; pasas por allí y un ramalazo de gusto se te sube por dentro. Así esta mañana con este sol de otoño.
Un día y otro y otro y otro, y así hasta que llegue el día de la despedida. Y sin embargo, pese a este estado de ánimo que me sorprendió esta mañana, tras él, y en total contradicción, subyacía, acaso porque los contrarios en sus extremos muchas veces se tocan, la reiteración de un tema que me viene ocupando cada vez con más evidencia de verdad, el que la Codicia con mucho sea acaso el peor de los males de este mundo. Un descubrimiento esencial que proporciona la madurez, escribe Argullol, un descubrimiento prosaico, triste, que a veces roza lo siniestro. Argullol se pregunta cómo alguien, el hombre, que está compuesto de tan sutiles equilibrios, alguien de una complejidad tan infinita que parece tener varios universos en su interior, se deja regir por un poder tan burdo, tan insuperablemente vulgar. Desde hace un tiempo viene apareciendo en mi diario este concepto del que parece que en mayor o mejor medida no podemos librarnos nadie. Es una depravación del espíritu que concierne únicamente a los sapiens. Ningún animal acumula por encima de sus necesidades; ningún animal sueña con montones de dinero depositados en cajas fuertes; a ningún animal se le hace la boca agua pensando en los beneficios que le puede proporcionar tal o cual negocio, tales o cuales acciones. La rapiña, oculta o explícita, ha sido a lo largo de la historia el norte de gobernantes, reyes y ejércitos. Rapiña sin más ratificada y santificada por todos aquellos que, protegidos por la ley, en ocasiones por la ley de la fuerza, han hecho siempre del mundo un lugar donde nutrir sus instintos más bajos.
¿Qué le importa al codicioso ser feliz, o bueno, o malvado, o justo, o desgraciado? Su cuerpo se concentra en un solo interés: la ganancia, la ganancia, la ganancia, la ganancia. Es la enfermedad que recorre el mundo de sur a norte, de este a oeste. La obsesión por el dinero es tan estúpida casi siempre, que debería darnos pena la gente que sufre la virulencia de esa enfermedad, y sin embargo cuántos adeptos, cuántos envidiosos de esos congéneres que malversan sus vidas. Y sin embargo ¿Quién habla de los codiciosos en nuestros días? Nadie, todos ellos han conseguido esconder a doña CODICIA entre montones de nombres respetables como interés, beneficio, plusvalía, etcétera. A nadie se le ocurre vincular este concepto con pobreza, explotación o corrupción.
Poderoso señor es don dinero. El hechizo de la Codicia es tan poderoso como el esfuerzo que hacen los que dirigen los destinos del mundo por ocultar la inmoralidad de su codicia bajo la falaz normalidad de que están haciendo un trabajo honesto; todos los bancos trabajan por el bien de la humanidad; todas las grandes empresas buscan el bien de sus clientes. Lo podéis ver continuamente en los anuncios con los que nos machacan a todas horas.
El pútrido mundo que crean lo codiciosos con su hipocresía tiene en forma de embrión su expresión en una sociedad que en mayor o menor grado alberga en algún rincón de su alma un deseo de ganancia algo más allá de sus necesidades corrientes. Poco o mucho andamos todos metidos en parecido saco, acaso porque forma parte de nuestra naturaleza cierto deseo de acumulación que pudiendo ser natural en determinados estadios del desarrollo y que tendrían que ver con la supervivencia, en cierto momento se transforma en un deseo no controlado de poseer bienes o riquezas.
Por otra parte el tipo de sociedad en que vivimos, una sociedad anclada en el consumismo, con su tendencia a sobrevalorar el éxito material y haciendo creer a los ingenuos que poseer riqueza es sinónimo de felicidad, lo que hace es extender sus tentáculos a todo un cuerpo social desprevenido que, desconociendo los mecanismos sencillos que pueden llevar al hombre a un estado de armonía y de paz consigo mismo y los demás, se enfrascan en un modo de vivir enfocado a conseguir recursos suficientes para un tipo de vida en la que con toda probabilidad la cercanía de los hijos, la familia, los amigos o los ratos de ocio quedará relegado a un misérrimo tiempo.
Sobre estas cosas reflexionaba al sol de esta mañana. Reflexiones de jubilado que, disponiendo de todo el tiempo del mundo para sí, observa este mundo con la infinita pena de quien no ve en él solución alguna acosado como está por la enfermedad de la Codicia. Habrá quien se libre, muchos, pero es poco probable que la mayoría, especialmente los ricos, deje de ser engullida por el Maelström” de la Codicia, ese enorme remolino del relato de Allan Poe que engulle todo lo que encuentra a su alrededor.
Yo asociaría la codicia a la estupidez, no a esa irresoluta, idiota y mema estupidez de un tal Feijoo que echa la culpa de las riadas de Valencia a Sánchez o Teresa Ribera, que eso no tiene nombre, sino a esa otra que no es capaz de entender que la vida termina pasado mañana y que por tanto etcétera…
No hay comentarios:
Publicar un comentario