El
Chorrillo, 20 de noviembre de 2024
De
camino hoy a la cervecería Santa Bárbara, donde con la disculpa celebratoria
del aniversario de la muerte del Dictador nos habíamos citado unos amigos del
monte para comer, tuve una curiosa intuición que me reconciliaba con mi antigua
fobia a las corbatas, unos años que trabajé en un banco en donde era
obligatorio traje y corbata, y en los que a mi me costó alguna que otra bronca
con los jefes de mi oficina empeñados en que tenía que presentarme al trabajo
con un cacho trapo colgando del cuello. Me reconcilio, digo, porque sensible
como estoy últimamente a todo aquello que pueda relacionarse lejana o
cercanamente con el sexo; sensible además porque no está ni mucho menos clara la relación con
estas cosas, que tienen a una gran parte de las feministas, empeñadas en
diseccionar cada parcela de la sexualidad para someterla al ámbito de la ley;
sensible además porque no estando de acuerdo con alguna amiga en estas cosas,
sigo pensando que el desacuerdo es más de forma que de fondo; sensible además
porque recordando que en mi niñez con frecuencia a ciertas mujeres se les otorgaba
el adjetivo de calientapollas, lo que extrapolado a nuestros tiempos, por muy
machista que pueda parecer el término, bien podría casar con cierta realidad
que muchas feministas ocultan, si no es que defienden a capa y espada la
posibilidad de ir como quieran, en lo cual están en su derecho, faltaría más,
en su derecho de la misma manera que pueden estar en su derecho algunos hombres
de emplear ciertos adjetivos que acaso pueden avenirse con el modo de insinuarse
o exponerse un número considerable de féminas (y digo que perfecto que lo
hagan, que el espectáculo no decaiga porque ello suele ser del gusto del otro género);
sensible como estoy a esa guerra nefanda que tantas feministas han emprendido
contra la humanidad del género masculino como si en todo macho se escondiera un
sátiro dispuesto a empalarlas; sensible como digo a todo este mojigato panorama
(el que quiera entender que entienda, que ya me veo yo a alguien tirando por lo
facilón de la argumentación defendiendo esas obviedades que toda la gente de bien
comparte; un tema por cierto que no me interesa por elemental y que sólo dejo a
las fanáticas porque esa es la circunscripción del estrecho reducto ideológico
en que andan metidas). Me reconcilio, decía, porque quitándome de encima
cualquier tipo de prejuicio, me sucedía que cruzándome con un individuo de
punta en blanco y trajeado como para recibir al emperador de Persia, lo que
llamó mi atención fue el hecho de que bajara por medio de la calle Génova, por
cierto frente a la sede del PP, acariciando su corbata de arriba abajo, algo
que por todos esos “sensibles” de más arriba enseguida lo relacioné con alguien
en perfecto estado masturbatorio. De manera que para mí, que hasta ahora la
corbata me había parecido un simple trapo atado al cuello de cierta clase se
hombres, por mor de las circunstancias adquiría una evidente simbología sexual.
En
Total,
que llegaba un poco tarde y tuve que dejar mis reflexiones para más adelante y
saludar a Carry, Ibarzabal y a Juan que ya estaban en el bar trasegando la
habitual cerveza.
No sé
cómo apañármelas para seguir, porque bien no se me da en ocasiones atenerme a
un solo tema y es fácil que me dé irme por peteneras o pasearme por los Cerros
de Úbeda. El caso es que dejada atrás la calle y la corbata (después volveré
sobre el asunto, si me da tiempo, ya de regreso a casa y motivado por la visión
de una fémina vestida de un modo un tanto particular) entré en otro mundo,
primero en la cervecería y después en un restaurante donde se celebraba, ya lo
dije, el dichoso aniversario de la muerte de un genocida, sin que por cierto
apenas se le nombrara porque otros asuntos muchos más interesantes eran objeto
de nuestra atención.
Primero
de todo decir que agradezco enormemente que el amigo José Luis Ibarzábal se
acordara de mí para ese encuentro en el que aunque no conocía nada más que a
tres o cuatro de los comensales, se sabe que en ellos y en mí los nexos y las
experiencias de montaña son tan comunes que sería posible rememorar personas y circunstancias, montañas
y sensaciones durante interminables horas sin que decayera el interés en ningún
momento. En la comida le comentaba yo a Ramón que una de las cosas por las que
aprecio yo esta clase de encuentros tiene relación con cierto punto de
inflexión en el que haciéndote mayor empiezas a aficionarte acaso a la
comodidad y al confort de tu casa de tal manera que, asomando la cabeza al
exterior e imaginando ya el frío que se acerca, como te descuides te quedas
todo el invierno con el culo pegado al radiador; una afición que viendo la
marcha que tenían estos amigos del Club Alpino Madrileño, desaparece y te pone
de nuevo en el camino de lo que debe ser, es decir, que ni soñando dejes esa
locura de seguir pateando el monte, porque sería lo mismo que dejar de pedalear
en la bici, que en un plis plas terminas en el suelo y ya no te levantas ni
soñando. Eso o que se te aparezca
Bueno,
pues que ya de regreso venía enfrascado en la lectura y a la altura de Villaverde
se me ocurrió levantar la vista del libro y lo que allí me encontré engarzaba
como amatista en el anillo en que había estado enredado mi pensamiento antes de
llegar a la cervecería Santa Bárbara. Lo que había más allá de mi libro,
lástima no haberlo fotografiado para que se entendiera bien lo que voy a decir,
era un muy bonito culo perfectamente moldeado por unas ceñidísimas mallas
negras que eran columbradas, a modo de como lo hace el alero de una casa por
encima de la fachada, con un volante rojo a tablas, al que era imposible llamar
vestido por su brevedad. Una perfecta indumentaria para ir o venir del trabajo,
pero que por las horas que eran yo diría mejor que era la indumentaria más para
ir al trabajo que para salir de él. Por favor, ¡cómo objetar nada a este modo
de vestir!, todo lo contrario. Cómo objetar que tantos hombres vistan corbata y
la acaricien ostensiblemente con la mano en la calle sin cortarse un pelo.
Que ni se me ocurra sacar una conclusión. Que si evidente era que todos los comensales de hoy andamos loquitos por el monte desde la temprana juventud, evidente es, si no más, que media humanidad anda loquita por la música. Y ello pese a la mente calenturienta de ciertas feministas que tanto espacio han conseguido en lo medios y que quieren encerrar en jaulas las relaciones de hombres y mujeres a base de aldabonazos en el BOE.
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| De José Luis Ibarzábal, con la venia... |



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