sábado, 7 de septiembre de 2024

“Mi próxima gran aventura va a ser morir”

 


El Chorrillo, 7 de septiembre de 2024

Mi próxima gran aventura, a los 90 años, va a ser morir. Son palabras de Jane Goodall, la etóloga y Mensajera de la Paz de la ONU, recogidas de una de sus últimas entrevistas. ¿Qué tendrá de apasionante la muerte para que Jane Goodall eleve su propia muerte a rango de aventura?, me pregunto esta tarde ya un tanto fresquita que preludia la cercanía del otoño.

La pasada primavera, una mañana que había estado escalando con un amigo por las paredes catedralíceas del Sputnik, tras una buena sudada, X y yo nos subimos a la cafetería a compartir unas cervezas y a charlar un rato. Llevábamos un tiempo charlando sobre esto o lo otro cuando él, como a quemarropa me preguntó: Oye, ¿y tú qué opinas de la muerte? Así tan de repente y ante un asunto tan complejo lo primero que me salió fue: pues nada, una buena mamada y te vas bien servido al otro mundo. Y todos tan contentos. Luego siguió un “fuera bromas” y seguimos conversando, yo principalmente, porque a la hora de hacer a mi vez la misma pregunta, X se escurrió lo suficiente como para que yo me quedara a la luna de Valencia de saber qué pensaba.

Esta tarde, que me corre una intuición seminueva por el coco y que contemplo la vida un tanto desde las alturas (no en vano acabo de subir unas imágenes a mi muro que lo evocan, imágenes del pasado verano en esa hora de los milagros que es el atardecer y los momentos del alba. Y tengo que decir que sí, que las alturas y la soledad avivan la percepción de los asuntos, entre ellos el de la muerte), desde las alturas de los montes, pero también desde las alturas de la edad, “la cosa” se me aparece de tal simplicidad que ni con mucho llega a la categoría de aventura, como afirma la señora Goodall. Sí, una mamada, un adiós efusivo a tus amadísimos, una mirada al cielo, “estos días azules y este sol de la infancia”, y se acabó. ¿Por qué intentar cargar de trascendencia la vida que has vivido? Has vivido y punto. Simplemente esos bichos que somos, como los otros del resto del planeta, esa araña gorda que atrapé esta mañana corriendo alegremente por mi cabaña, un golpe y se acabó. Y se quedarán los pájaros cantando. Siempre la razón por medio queriendo añadir su cuota de finalidad a todo, su manía de trascendencia.

Lo que tienes, lo que eres, bien mientras eres o lo tienes… sólo mientras eres. ¿Qué sucede en uno si en este mismo instante dejas de existir? Nada, no existes. El libro que terminé ayer de Byung-Chul Hang finaliza de este modo: “En el reino de paz por venir se reconciliarán el ser humano y la naturaleza. El ser humano ya no será más que un conciudadano de una repúbica de seres vivos a la cual también pertenecerán las plantas, los animales, las piedras, las nubes y las estrellas”. Y siendo así lo que somos, ciudadanos de una república de seres vivos, nuestro final no puede ser diferente. Por mucho que a lo largo de la evolución hayamos adquirido la capacidad de pensar, ello no nos va a librar de acabar en el precipicio de la misma nada en que cualquier vida desaparece.

Lo que has vivido: eso cuenta… siempre que estés. La dificultad de comprender el corte entre el vivir y dejar de vivir tiene mucho que ver con el hecho de asignar a la vida una finalidad, con las ataduras materiales y afectivas a las que nos ligamos con una cierta premisa siempre en el aire que poco cuenta mentalmente con los límites entre los que se desenvuelve la vida. Vivimos de hecho con la no manifiesta idea de una existencia indeterminada y lejana. Se trata de una relación con la realidad, las cosas o las personas similar a la que se tiene con lo que va a existir siempre.

¿En qué consiste en definitiva querer seguir viviendo? Acaso no querríamos morir porque querríamos saber cómo continúa una serie que estamos viendo últimamente, o deseas finalizar con el libro que estás leyendo, o porque mañana en vez de no despertarte prefieres abrir los ojos a un nuevo día y desayunar una tostada con mermelada y mantequilla, o seguir con la tarea que tienes entre manos; y acaso porque querrás darte mañana o pasado mañana una vuelta por el monte, o quedar con alguien para compartir una cerveza. Y mira que si se queda a medias el mueble que estás haciendo, el cuadro que estás pintando, el libro que estás leyendo. ¡Qué fastidio!, ¿no? Mi padre dos días antes de fallecer todavía pedía que le llevaran al hospital una novela que estaba leyendo: quería saber en qué acababa cierta historia de amor.

Y sucede que en situación normal son esas o parecidas las razones implícitas en el hecho de querer seguir despertándote a la mañana siguiente. Parece como si la razón y el pensamiento lo embrollaran todo, nos llenan de miedos, hace su aparición la familia, los asuntos prácticos, ¿quién regará los geranios?, ¿quién sacará al perro a mear? ¿Quién terminará de pagar la hipoteca? Y qué de los hijos, y tu pareja, y… Sin embargo eso es otro asunto.

Importa la vivencia interna de cómo puede uno vivir el día de su último viaje, mejor ligero de equipaje y desnudo como los hijos de la mar, porque siendo así todo se puede ver más claro, pero en cualquier caso sí parece que tener una idea de la realidad global que vivimos y en la que estamos, parte ínfima e insignificante de vida en la globalidad de todos los seres vivos, sí parece que pueda ayudar a enfrentarse a esa aventura de que hablaba días atrás Jane Goodall.

 

 


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