domingo, 15 de septiembre de 2024

A burro muerto, cebada al rabo

 

Imagen extraída de https://letrasclaras.net/resenas-de-libros/ironia-voltaire-candido-filosofia-aventura/

El Chorrillo, 15 de septiembre de 2024

Se supone que es un atrevimiento especular sobre asuntos que gentes más preparadas ya han podido resolver, pero ello no es razón para que yo me prive de la diversión de escribir en este diario sobre lo que me venga en ganas. Lo que sigue.

Anoche, al poco de haber comenzado a leer El mundo de ayer, de Stefan Zweig, sentí una especie de lástima por este autor y tantos de su generación, a los que las guerras desposeyó de casa, amistades, de todo cuanto tenían, haciéndoles llevar una vida en extremo azarosa, una existencia que se desarrolló en el periodo más sangriento y horrible que ha vivido la humanidad. Me preguntaba si realmente, de poder, uno debería huir de las guerras encerrándose en el prístino mundo individual allá en algún rincón de las montañas, las selvas o los desiertos. El asunto me planteaba un dilema personal. De vivir en aquellos años de la Segunda Guerra Mundial, ¿me habría desentendido sin escrúpulos de la ocupación nazi? ¿De ser un vietnamita habría procurado la huida mía y de mi familia de los campos y bosques donde los norteamericanos asesinaban por todos los medios a hombres, mujeres y niños? Creo que es un dilema que me he planteado desde que tengo uso de razón.

¿Cuál es el origen de la conciencia del bien común? ¿Se trata de una herramienta de la especie, como en la colmena, para procurar nuestra supervivencia? ¿Es una derivación de esa bonhomía que Rousseau atribuye a la naturaleza humana? ¿Proviene acaso, sí, de una supuesta naturaleza empática? ¿Quizás es sólo un producto de una elaboración conceptual nacida de nuestra conciencia del bien y del mal?

Volviendo a Zweig. ¿Habría sido justo que éste y tantos huyeran en tiempo de guerra escondiéndose en algún remoto rincón del mundo donde no llegaran las bombas, dejando así en libertad al nazismo en su política de exterminio?

Desde la pasada primavera he vuelto a dejar de lado la lectura de los periódicos. Sólo raramente abro una que otra portada. Observo en mí que la conciencia de estar viviendo los últimos años de la vida entibia mi relación con el mundo. Los horrores de la guerra, la manifiesta estupidez de cómo se organiza el mundo en términos generales, contemplar cómo nos vemos atrapados en la jaula del consumo y de una tecnología no hecha precisamente para la libertad, observar la mansedumbre con la que la mayoría entra en el redil en que los intereses de las grandes empresas encierran el universo humano, hace que me sienta ajeno y distante de una gran parte de la realidad global. Distante porque pese a la gravedad y al rumbo que toma el mundo, el individuo, que ya ha dejado atrás el grueso de su existencia y que por tanto se acerca poco a poco a su ineludible final, por fuerza tiene que atender más a sus propios significados que a aquellos de un mundo que en definitiva desaparecerá envuelto en sus locuras cuando nos toque traspasar las puertas de la nada.

Cuando la conciencia moral, los deberes con la sociedad sobrepasan con mucho los intereses personales, si es que no sé dan de bruces, ¿qué ha de predominar, el bien personal o el social? La eclosión de la razón en la evolución del hombre trajo consigo el nacimiento de la moral; la conciencia de comunidad y la empatía, probablemente forjada en el ADN en la lógica de la especie como un elemento de supervivencia, ¿no nos arrastra ciegamente, lógicamente no a la mayoría, a considerar el bien de la humanidad por encima de nuestra propia vida? (ese macabro invento del franquismo: Por Dios, por la Patria y el rey murieron nuestros padres, por Dios por la Patria y el rey moriremos nosotros también). Sucede como si la necesaria pervivencia de la colmena, del hombre, hubiera depositado en nuestros genes herramientas que aseguraran la continuidad de la colmena por encima de la vida de los zánganos y las obreras. Cuando a Woody Allen le preguntaron sobre qué pensaba sobre el futuro de sus películas cuando él falleciera, su respuesta fue que le importaba un pito lo que pudiera suceder con sus películas, que podían quemarlas todas. Imagino que en una línea de pensamiento parecida, si le hubieran preguntado por el futuro del mundo su respuesta no habría sido muy diferente. A burro muerto cebada al rabo.

Me intriga la razón de esa conciencia que sustentamos y que a muchas personas lleva a vivir con cierto dolor los últimos años de su vida cuando asumen los males de la humanidad, de esta o aquella guerra, de tantas injusticias del mundo con un dolor capaz de traspasar mentalmente el tiempo de su propia vida. Imagino que nuestra conciencia social, nuestro sentido del bien y del mal en su acepción más primitiva, sería en primer término una herramienta de protección de la pervivencia de la comunidad, que de manera parecida a la atracción sexual está vinculada con factores exógenos al individuo en sí. Ahora, si la atracción sexual ha podido desvincularse de la procreación, una especie de corte de manga a la especie que libera a los individuos de los condicionantes y objetivos que persigue ésta, controlando la conveniencia o no de traer un nuevo ser al mundo, ¿no deberíamos de manera similar cuestionar a nuestra conciencia social cuando ésta excede con su apremiante presencia el campo de las necesidades individuales, ese urgente sentimiento de dolor por el mundo que puede perseguirnos en un momento de la vida en el que las personas, ya mayores, acaso necesitan, desean, reconcentrarse en su propio existir?

La conciencia social, tan útil para la supervivencia y el bienestar de la comunidad, acaso en algún momento no lo sea para el individuo concreto si los asuntos sociales tienen la capacidad de afectar de una manera especialmente negativa a su ánimo. La conflictividad entre lo individual y lo social, ese dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César, imagino que debería exigir al individuo el esfuerzo personal de profundizar en las razones por las cuales se siente inclinado más allá de sí mismo a vincular en exceso su propia vida a los asuntos sociales.

¿Tendrá el Cándido de Voltaire derecho a alejar de su conciencia los problemas de la Corte y el mundo para dedicarse exclusivamente a cultivar su huerto?

 

 

 

 


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