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Se supone que es un atrevimiento especular sobre asuntos que gentes más
preparadas ya han podido resolver, pero ello no es razón para que yo me prive
de la diversión de escribir en este diario sobre lo que me venga en ganas. Lo que sigue.
Anoche,
al poco de haber comenzado a leer El mundo de ayer, de Stefan Zweig,
sentí una especie de lástima por este autor y tantos de su generación, a los
que las guerras desposeyó de casa, amistades, de todo cuanto tenían,
haciéndoles llevar una vida en extremo azarosa, una existencia que se
desarrolló en el periodo más sangriento y horrible que ha vivido la humanidad.
Me preguntaba si realmente, de poder, uno debería huir de las guerras
encerrándose en el prístino mundo individual allá en algún rincón de las
montañas, las selvas o los desiertos. El asunto me planteaba un dilema
personal. De vivir en aquellos años de
¿Cuál
es el origen de la conciencia del bien común? ¿Se trata de una herramienta de
la especie, como en la colmena, para procurar nuestra supervivencia? ¿Es una
derivación de esa bonhomía que Rousseau atribuye a la naturaleza humana? ¿Proviene
acaso, sí, de una supuesta naturaleza empática? ¿Quizás es sólo un producto de
una elaboración conceptual nacida de nuestra conciencia del bien y del mal?
Volviendo
a Zweig. ¿Habría sido justo que éste y tantos huyeran en tiempo de guerra
escondiéndose en algún remoto rincón del mundo donde no llegaran las bombas,
dejando así en libertad al nazismo en su política de exterminio?
Desde
la pasada primavera he vuelto a dejar de lado la lectura de los periódicos.
Sólo raramente abro una que otra portada. Observo en mí que la conciencia de
estar viviendo los últimos años de la vida entibia mi relación con el mundo.
Los horrores de la guerra, la manifiesta estupidez de cómo se organiza el mundo
en términos generales, contemplar cómo nos vemos atrapados en la jaula del
consumo y de una tecnología no hecha precisamente para la libertad, observar la
mansedumbre con la que la mayoría entra en el redil en que los intereses de las
grandes empresas encierran el universo humano, hace que me sienta ajeno y
distante de una gran parte de la realidad global. Distante porque pese a la gravedad
y al rumbo que toma el mundo, el individuo, que ya ha dejado atrás el grueso de
su existencia y que por tanto se acerca poco a poco a su ineludible final, por
fuerza tiene que atender más a sus propios significados que a aquellos de un
mundo que en definitiva desaparecerá envuelto en sus locuras cuando nos toque
traspasar las puertas de la nada.
Cuando
la conciencia moral, los deberes con la sociedad sobrepasan con mucho los
intereses personales, si es que no sé dan de bruces, ¿qué ha de predominar, el
bien personal o el social? La eclosión de la razón en la evolución del hombre
trajo consigo el nacimiento de la moral; la conciencia de comunidad y la
empatía, probablemente forjada en el ADN en la lógica de la especie como un
elemento de supervivencia, ¿no nos arrastra ciegamente, lógicamente no a la
mayoría, a considerar el bien de la humanidad por encima de nuestra propia
vida? (ese macabro invento del franquismo: Por Dios, por
Me
intriga la razón de esa conciencia que sustentamos y que a muchas personas
lleva a vivir con cierto dolor los últimos años de su vida cuando asumen los
males de la humanidad, de esta o aquella guerra, de tantas injusticias del
mundo con un dolor capaz de traspasar mentalmente el tiempo de su propia vida.
Imagino que nuestra conciencia social, nuestro sentido del bien y del mal en su
acepción más primitiva, sería en primer término una herramienta de protección
de la pervivencia de la comunidad, que de manera parecida a la atracción sexual
está vinculada con factores exógenos al individuo en sí. Ahora, si la atracción
sexual ha podido desvincularse de la procreación, una especie de corte de manga
a la especie que libera a los individuos de los condicionantes y objetivos que
persigue ésta, controlando la conveniencia o no de traer un nuevo ser al mundo,
¿no deberíamos de manera similar cuestionar a nuestra conciencia social cuando
ésta excede con su apremiante presencia el campo de las necesidades
individuales, ese urgente sentimiento de dolor por el mundo que puede
perseguirnos en un momento de la vida en el que las personas, ya mayores, acaso
necesitan, desean, reconcentrarse en su propio existir?
La
conciencia social, tan útil para la supervivencia y el bienestar de la
comunidad, acaso en algún momento no lo sea para el individuo concreto si los
asuntos sociales tienen la capacidad de afectar de una manera especialmente
negativa a su ánimo. La conflictividad entre lo individual y lo social, ese dar
a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César, imagino que debería
exigir al individuo el esfuerzo personal de profundizar en las razones por las
cuales se siente inclinado más allá de sí mismo a vincular en exceso su propia
vida a los asuntos sociales.
¿Tendrá
el Cándido de Voltaire derecho a alejar de su conciencia los problemas de
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