miércoles, 4 de septiembre de 2024

En la hora de la siesta

 


El Chorrillo, 4 de septiembre de 2024

Me pongo las gafas, tomo el libro, lo abro. Elogio de la inactividad, Byung-Chul Han. Me quedo pensando. ¿Por qué leer si estoy bien, a gusto sin hacer nada? Cierro el libro y lo dejo sobre el regazo. Es la hora de la siesta y en esta época después de comer lo propio es echar una cabezada, pero como estoy despabilado, pues que mejor miro las musarañas. Pensar o dejar simplemente que los pensamientos vayan sin rumbo fijo de un lado para otro. Elijo lo segundo, pero tengo alguna cuestión pendiente, asuntos ambiguos que no se dejan concretar y sobre los que me gustaría insistir. Por ejemplo, ¿y qué si me tienen que quitar la próstata, eso que en un principio puede parecer un drama, entre otras cosas porque toda la música que mueve la libido se va al carajo? ¿Y si por cualquier motivo llega un momento en que ya no puedo caminar, ese drama que se le presentaba ayer a Sylvain Tesson en Mi camino interior, la película que narra una de sus aventuras? ¿Y si… tantas cosas que se pueden frustrar? Esas cuestiones que el pasado verano me asaltaban cuando veía mermadas mis fuerzas imposibilitado de subir determinadas montañas. Cuando habituado como estás a hacer con la vida lo que te place y te tropiezas, te vas tropezando por la edad u otras razones con imponderables que te pueden hacer cambiar del todo tus proyectos, tu modus vivendi. Ja, tu modus vivendi. Y es que estando tan dentro de nosotros mismos, en nuestros hábitos y costumbres, en nuestros proyectos, pudiera parecer un drama otra cosa que no fuera ese confortable mundo en donde nos sentimos tan a gusto, tan nosotros mismos, nuestro modus vivendi.

De manera parecida he razonado muchas veces el pasado verano mientras me daba esos grandes empachos de soledad caminando por Alpes o Pirineos. Sólo que no llegaba a ser capaz de sacar de la ambigüedad esos pensamientos. Te pilla un cáncer, quedas parcialmente inmovilizado, cualquiera de esas cosas que pueden cambiarte la vida, ¿y qué? Y resultaba, muy curioso ello, que en algún momento, acaso contemplando esa infinidad de montañas a mi alrededor desde una cumbre, su intemporalidad, la dimensión del tiempo que ellas encierran, y por tanto la raquítica longitud de nuestros años de vida, la gravedad de los asuntos que pudieran transformar la vida desaparecía como tal sustituida por la levedad de lo corriente. No pasaba nada, aunque el mundo se hundiese no pasaba nada, absolutamente nada. Seguiría viviendo, seguiría viviendo y, como escribía Montaigne en alguno de sus ensayos refiriéndose a alguien que pasa de pobre a rico, lo único que pudiera suceder es que el sujeto cambiara de problemas.

Ya, pero mi vida, esa en la que se baña el yo desde que se despierta hasta la mañana siguiente en que abandona el sueño, sería otra. Y qué, me respondía. Y casi casi ese pensamiento me tranquilizaba. Pensaba la desmesura que hacemos de nuestras vidas, como si éstas no fueran en definitiva otra cosa que un fugaz destello en el reloj del universo. Es un pensamiento recurrente que se pasea por mis circuitos neurales con frecuencia. Si relativizas tu vida simplemente contemplando las  bellas formas que se yerguen en el entorno de La Pedriza, siempre, por más que queramos negarlo lo que nos queda entre las manos es un soplo, un grano de arena en la inmensidad de una playa. ¿Y? No, no es cosa de comparar o pensar, se trata simplemente de contemplarlo y saber si eso te dice algo o no. Un algo inexpresable ciertamente.

Las cosas esenciales de la vida son generalmente indefinibles e inexpresables, de ahí que cuando a la caída de la tarde, aislado en una cumbre con medio mundo a tus pies, suceda ese pequeño milagro, junto al otro que es el final del día, el sol vistiendo de oro y grana las montañas, la soledad como única compañía y el silencio como inspiración, suceda ese pequeño milagro de quedar suspenso entre los interrogantes que desgranan el cielo, las nubes o la cercanía de las estrellas.

Quedar en suspenso, el pensamiento como barquichuela varada en una playa hecho todo contemplación, admiración, vida plena. ¿Para qué entonces querer con el bisturí de la razón diseccionar la realidad? Quien arranca los pétalos de una flor, los estambres o abre el pistilo con el ánimo de conocer la flor, mata la flor, la destruye. Qué vano resulta a veces el esfuerzo de tratar de encorsetar la realidad en el ramillete de unos pocos razonamientos.

Es curioso, pero cuando uno escucha a la tierra, el paisaje, a la montaña, pareciera que se produjera una especie de simbiosis entre el sujeto que escucha y contempla y todo aquello que le rodea. Todos esos interrogantes que a modo de ejemplo aparecían en el primer párrafo, abandonan entonces su condición de materialidad y sucede como si su relevancia quedara absorbida por una relatividad que disuelve los sustos y preocupaciones situando la gravedad de lo que pudiera sucederte en el futuro en el ámbito de una rutina más en el curso de la vida. Y no pasa nada. La vida sigue adelante sin más. O así debiera ser.

 


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