martes, 6 de agosto de 2024

El universo nocturno desde las cumbres

 


El Chorrillo, 6 de agosto de 2024

Las montañas, los desiertos, los mares, espacios que los dioses eligieron para acrisolar el alma de los hombres y ennoblecer el sinsentido de la Creación. Nada tiene sentido pero en ellos encontramos la leve paz que el desasosiego siembra en el tránsito por la vida.

Nada tiene sentido, polvo en el Universo que se hace vida; vida que sólo aspira a reproducirse hasta el infinito, instinto ciego con que la Naturaleza, ella también ciega, una fuerza bruta en el interior de todo ser que busca engendrar y reproducirse, fuerza bruta y sin freno. Si te tocó nacer en la cima de una montaña, flor, insecto, pájaro, o en lo más árido del desierto, ese será tu espacio vital. Esa pequeña flor agitada por el viento que descubrí días atrás en la cumbre de una alta montaña, Poset era su nombre, ese pájaro que buscaba su sustento en la cima de otra montaña junto a mi vivac. Vida brotando en condiciones hostiles y que la fuerza engendradora de la Naturaleza, anónima, sin alma, impele en todo ser vivo.

La Naturaleza carece de alma. Ese impulso vital que llamamos naturaleza y que sólo es casual concitación anónima de circunstancias y condiciones favorables. Y sin embargo el hombre no tiene vocación de huérfano y necesita madre y padre para aliviar la inmensa soledad de la nada, necesita pedir cuentos y relatos con los que abrigarse del frío y no perecer en la sideral soledad de un mundo vacío de significado. Dioses y explicaciones que alivien el sinsentido y la muerte. Inventar significados, huir de sinsentido, crear fatuos mundos  en donde diluir nuestra desazón, quiméricas Torres de Babel donde depositar anhelos que nos hagan olvidar lo único verdaderamente real: la fugacidad de todo lo vivo que existe sobre la Tierra. Chispas en la historia del Universo.

Quizás la reconstrucción del mundo y su historia, su significado, el flujo interno de su ser real, pertenezca mucho más al ámbito de la intuición que a aquel otro de la razón y la investigación científica. El hombre solitario que atraviesa los mares, los desiertos o las montañas, está en inmejorables condiciones de llegar al fondo de estas cosas, a su significado más profundo. Una pequeña flor descollando al filo de un abismo, ese sapillo que Míriam García Pascual encuentra en mitad de una de las grandes paredes del Yosemite, la contemplación de esos buitres que volaban días atrás en el atardecer sobre la cumbre del Aneto, hablan al hombre de la existencia y del mundo con una clarividencia imposible de transmitir al común de los mortales.

Cuando uno desciende de las montañas lleva consigo algo de ese espíritu que debía de atesorar en su interior el alma de Moisés cuando desciende del monte Sinaí. Siempre hay mucho ruido que se interpone entre nuestro interior y el espíritu de los dioses que habita las montañas. A menudo mucha gente a nuestro alrededor atareada por la ascensión, los horarios o la conversación con los amigos hace imposible nuestro estar con las montañas y sus dioses. Con nosotros mismos.

Fue en una de mis últimas ascensiones que tuve esta clase de percepciones, la de una Naturaleza anónima, algo que no se toca ni se ve y atesoró de inmediato en sí la fuerza inherente a todo lo vivo que existe y que consiste en reproducirse a toda costa en otros seres vivos. Ese primer ser vivo que pudo reproducirse hace 4 mil millones de años, bacteria o arquea, en ese proceso llamado abiogénesis, que describe cómo la vida puede surgir a partir de materia inorgánica a través de procesos naturales y que fue el origen de toda la vida posterior, fue el objeto de una larga meditación de una de aquellas noches de vivac en las cumbres.

No trataba aquella noche de recordar viejas lecturas sobre el origen de la vida, era algo más sencillo. Existe una gran diferencia entre tener en mente un conocimiento científico sobre el origen de la vida y su desarrollo posterior, y sentir en la propia carne esa evolución a partir de la mineralidad que era el mundo hasta entonces. Si la antigüedad de nuestro planeta se cifra en 4,5 millones de años y la aparición de la primera bacteria en 3, 5 millones. Cerrar los ojos e imaginar un mundo mineral de mil millones de años en donde en cierto momento surge algún tipo de vida, me producía una especial sensación de vivir en un  universo carente de cualquier hilazón lógica, un mundo que hemos ido habitando de cultura, civilización, ciencia, de significados religiosos o morales, y que pese a nuestro avanzado estado de conciencia, no deja por eso de ser fugacidad, un breve tiempo de entretenimiento en un mínimo planeta que gira sin sentido en alguna parte de la infinitud del Universo.

Las montañas, los desiertos, los mares, espacios que los dioses eligieron para acrisolar el alma de los hombres. Pues eso…

 


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