El Chorrillo, 6 de agosto de 2024
Las
montañas, los desiertos, los mares, espacios que los dioses eligieron para
acrisolar el alma de los hombres y ennoblecer el sinsentido de
Nada
tiene sentido, polvo en el Universo que se hace vida; vida que sólo aspira a
reproducirse hasta el infinito, instinto ciego con que
Quizás
la reconstrucción del mundo y su historia, su significado, el flujo interno de
su ser real, pertenezca mucho más al ámbito de la intuición que a aquel otro de
la razón y la investigación científica. El hombre solitario que atraviesa los
mares, los desiertos o las montañas, está en inmejorables condiciones de llegar
al fondo de estas cosas, a su significado más profundo. Una pequeña flor
descollando al filo de un abismo, ese sapillo que Míriam García Pascual
encuentra en mitad de una de las grandes paredes del Yosemite, la contemplación
de esos buitres que volaban días atrás en el atardecer sobre la cumbre del
Aneto, hablan al hombre de la existencia y del mundo con una clarividencia
imposible de transmitir al común de los mortales.
Cuando
uno desciende de las montañas lleva consigo algo de ese espíritu que debía de atesorar
en su interior el alma de Moisés cuando desciende del monte Sinaí. Siempre hay
mucho ruido que se interpone entre nuestro interior y el espíritu de los dioses
que habita las montañas. A menudo mucha gente a nuestro alrededor atareada por
la ascensión, los horarios o la conversación con los amigos hace imposible
nuestro estar con las montañas y sus dioses. Con nosotros mismos.
Fue en
una de mis últimas ascensiones que tuve esta clase de percepciones, la de una
Naturaleza anónima, algo que no se toca ni se ve y atesoró de inmediato en sí
la fuerza inherente a todo lo vivo que existe y que consiste en reproducirse a
toda costa en otros seres vivos. Ese primer ser vivo que pudo reproducirse hace
4 mil millones de años, bacteria o arquea, en ese proceso llamado abiogénesis,
que describe cómo la vida puede surgir a partir de materia inorgánica a través
de procesos naturales y que fue el origen de toda la vida posterior, fue el
objeto de una larga meditación de una de aquellas noches de vivac en las
cumbres.
No
trataba aquella noche de recordar viejas lecturas sobre el origen de la vida,
era algo más sencillo. Existe una gran diferencia entre tener en mente un
conocimiento científico sobre el origen de la vida y su desarrollo posterior, y
sentir en la propia carne esa evolución a partir de la mineralidad que era el
mundo hasta entonces. Si la antigüedad de nuestro planeta se cifra en 4,5
millones de años y la aparición de la primera bacteria en 3, 5 millones. Cerrar
los ojos e imaginar un mundo mineral de mil millones de años en donde en cierto
momento surge algún tipo de vida, me producía una especial sensación de vivir
en un universo carente de cualquier
hilazón lógica, un mundo que hemos ido habitando de cultura, civilización,
ciencia, de significados religiosos o morales, y que pese a nuestro avanzado
estado de conciencia, no deja por eso de ser fugacidad, un breve tiempo de
entretenimiento en un mínimo planeta que gira sin sentido en alguna parte de la
infinitud del Universo.
Las
montañas, los desiertos, los mares, espacios que los dioses eligieron para
acrisolar el alma de los hombres. Pues eso…
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