lunes, 3 de junio de 2024

Camino del traumatólogo

 

Vivac en Peñalara. Oleo original de un servidor,
 de cuando me dio por coger los pinceles.

El Chorrillo, 4 de junio de 2024

Amigo diario: Como habrás comprobado llevo una temporada algo rarito. Ya habrás visto que he dejado atrás esas largas horas de lectura, tanto como para tener abandonado a un tercio la relectura de Miguel Ángel Asturias en su Hombres de maíz desde hace semanas. Ni una línea. Las lecturas y otras cosas. Quizás tenga la culpa la primavera, sí, como si el ciclo del fuego de la chimenea y todo lo que acompaña al invierno, al finalizar se hubiera llevado consigo también esos hábitos para sustituirlos por otros. El caso es que la primavera ha puesto en funcionamiento otras disposiciones y las cercanías del verano, con la expectativa del acostumbrado vagabundaje, una nueva disposición. Lo cierto es que a los deseos no hay quien los tenga atados, unos se esfuman y a continuación nacen y se reproducen otros. Ni Schopenhauer ni los budistas tenían/tienen un buen concepto de los deseos, que para ellos son causa de las muchas calamidades que sufren los sapiens; sin embargo ni Schopenhauer ni los budistas creo que anduvieran muy acertados; solamente tienes que pensar lo que sucedería si te levantaras un día tras otro sin un puñetero deseo que te empujara a levantarte y a ponerte en acción. Triste vida la del que no tiene deseos, deseos no desmadrados que te quiten el sueño, porque una cosa es tener deseos y otra muy distinta es que los deseos te tengan a ti y se conviertan en dictadores de tu propia voluntad.

En esto andaba yo esta tarde cuando en el cercanías me dirigía al traumatólogo para poner mis piernas a la altura de los trabajos que me esperan en el monte el próximo verano (este año infiltraciones de ácido hialurónico en ambas piernas); sin embargo había algo especial hoy en el tren que tiene que ver con la poca frecuencia que uso el transporte público. Pensaba que quien anda a diario en metro o autobus y pasea por la calle o va al mercado y se codea en las colas de la pescadería o la frutería con otros clientes o viandantes, creo que disminuye su capacidad para observar a las personas con la frescura que da la curiosidad del que como aterrizado en un planeta extraño sólo se encuentra en estas circunstancias raramente; entonces es fácil que observe a sus vecinos con el interés que proporciona la novedad, cierta novedad cuando esos encuentros son raros o esporádicos. Eso me sucedía hoy. Todos los pasajeros en el metro y en el cercanías llamaban mi atención al modo de quien ha entrado en un mundo interesante que requiere toda su atención, el adolescente chulaperas que acaba de salir del cascarón y se sienta ostensiblemente sobre los torniquetes como pavo real que meneara la cola para dar fe de su presencia; los pasajeros que absortos en sus teléfonos desplazan constantemente la pantalla con su dedo índice a la búsqueda de un guasap, de lo que dicen sus amigos en Instagram o Facebook; la chica gordita que sonríe con embeleso ante algo que ha visto en la pantalla; aquella otra que repasa su rostro en un espejito; los lectores compulsivos absortos en su libro; el pasajero de enfrente que no puede con su cuerpo y cabecea sin remedio luchando para tener su cabeza erguida; las señoras de los asientos de atrás que hablan a gritos contándose los chismes de la vecindad o del trabajo.

Con la traumatóloga, que ya me conoce de hace años, casi nada porque hoy iba con mucho retraso y me despachó en cuanto pudo después de inyectarme el ácido hialurónico. Fue en el viaje de vuelta al consultar el Facebook que entré en otro orden de cosas. Había un comentario de Julio que contestaba a uno mío anterior. Julio, que tiene mucho de filósofo y que leía en su vivac nada menos que a Séneca, intentando huir de la abrumadora belleza con la esperanza tácita de quedar dormido con la lectura. Un asunto curioso que sólo entendí a medias porque lo corriente es que esa abrumadora belleza nocturna actúe a modo de sonajero, al menos para mí, de modo que cuando vivaqueo suelo quedarme sopa sin darme cuenta observando simplemente el firmamento siempre sugeridor de mi pequeñez y de infinitudes que hacen que entre en el sueño como quien duerme en brazos de mamá.

Lo que yo le decía en respuesta a sus líneas no tenía nada que ver con su cita de Séneca, apuntaba más bien a mi propia experiencia nocturna con los vivacs. Le decía yo que hace mucho tiempo que encontré un excelente remedio para dormirme cuando tengo dificultades o cuando me desvelo a medianoche. Me imagino entonces en invierno vivaqueando en alguna cumbre encogido en el saco de dormir y mirando por la rendija las estrellas. Fuera la escarcha cubre mi saco y dentro me envuelve un confort y un bienestar que no tiene nombre. En esas circunstancias, le decía, suelo quedarme dormido como un bebé agarrado al pezón de su madre.

Los comentarios posteriores siguieron por otros derroteros, pero incidían no obstante en las bondades que se desprenden de experiencias montanas. Julio me sugería que incluso podría ponerme algún audio con el viento soplando o una lejana tormenta, algo que yo ya había practicado en circunstancias diferentes. Ya lo hice, le contestaba. En cierta ocasión que caminaba junto al mar Mediterráneo durante dos meses, descolgué en algún momento una pequeña grabadora por un acantilado con ese fin. Tanto tiempo caminando a la orilla del mar entre el Cap de Creus y Málaga y vivaqueando en playas y acantilados cada noche, me había sumergido en un estado de sensaciones que deseaba conservar cuando volviera a casa. Estaba enamorado de la música del mar y quería, a mi regreso, tener esa música a mano. En otra ocasión, le contaba, caminando por Alpes había dejado inadvertidamente la app de grabación del teléfono activada. Cuando me di cuenta y la paré descubrí que llevaba horas grabando mis propios pasos, y no sólo eso, también el rumor de los arroyos cercanos que atravesé, o el canto de los pájaros. Usé la grabación una temporada en casa; era agradable escuchar a ratos en la cabaña ese tiempo del verano que había dejado atrás, el ruido de mis botas en el sendero, el rumor del bosque o la canción de los arroyos.

Total, cuando quise darme cuenta ya estaba en Humanes, final de trayecto. Esta noche me había propuesto  continuar con la novela de Miguel Ángel Asturias, la abrí, leí un par de páginas, pero no logré seguir adelante. Me entraron ganas de charlar con mi diario. Voy a intentar continuar con la lectura a ver si cuaja y puedo volver a incorporarla a mis rutinas diarias. De hecho, junto a los itinerarios del verano, que transcurrirán, Dios mediante, que se decía antes, de este a oeste por el principal espinazo alpino de Austria, ya he seleccionado una buena colección de libros que quiero leer mientras camino. Este año hasta un buen puñado de películas incorporaré a mi macuto.

Diario amigo, se acabó…

 

 


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