El Chorrillo, 1 de mayo de 2024
Estamos charlando durante la comida. Sale a colación
determinada profe de educación física que era compañera de Victoria. Ni idea de
de quien hablaba, pero en cierto momento la referencia a una postura algo
indolente que ella adoptaba, enciende una lucecita en mí y recuerdo un día que
pasó por casa y que entrando la conversación por determinado cauce propicio me
dio pie para hacerle proposiciones deshonestas.
Y así sin más observo que empieza a ponérseme el cuerpo contento; cierta
espita empieza a gotear. Abro el
periódico esta mañana y aunque me he hecho el propósito de no leer titulares de,
ni pasar la vista por los espeluznantes caretos que pueblan la política del
país, aún así veo de refilón por el rabillo del ojo una sonrisa cínica… y se me
revuelven las tripas. Cae una lluvia repentina frente a mi ventana mientras
contemplo el campo cuajado de chupamieles y jaramagos y de repente me acuerdo
del entusiasmo con el que ayer en una comida de amigos Juan Talavera, Fernando,
Ramón, Beatriz y Amelia Varela hablaban del pasado de cuando los primeros
tiempos de todo, es decir Galayos, Gredos, Pedriza… y mis labios esbozan una
sonrisa.
Vamos, que estás tan tranquilo en casa mirando a las
musarañas y de repente se te agita la libido si recuerdas a aquella chica que
pasó por tu casa; que tu cuerpo libera cortisol si piensas en esa gentuza de la
política que todos conocemos; o si la cosa es agradable compruebas que la
“hormona del bienestar” se hace presente y entonces que un chorrito de serotonina
se expande por tu cuerpo. Un día sin más te despiertas con una tristeza que te
come hasta los higadillos y que, como la niebla penetra en el bosque, ella se
adentra en tu interior y entonces el mundo es un valle de lágrimas. Otro te
sorprendes aquejado por un arranque de facundia en una reunión de amigos, una
ganas de hablar que acapara la conversación y que no hay modo de contener. Y
luego llegas a tu casa, y ya tranquilo recuerdas y te dices, joder, qué pasada,
seguro que ellos estaban deseando ponerme un esparadrapo en la boca. Y no te
digo ya si te enamoras, entonces ya ni neuronas, ni neurotransmisores, ni
leches, quedas KO desde el mismísimo momento en que los ojos embrujadores de la
fémina de turno han atravesado el gelatinoso humor vítreo de los tuyos y han
aterrizado sobre tu retina. Nuestro corazón palpita como una patata frita en un
momento, en otro expele un chorro de bilis ante lo que ven tus ojos u oyen tus
oídos, en otro instante aparece en lo recóndito de tu memoria el recuerdo de
una escena propicia que pone tu libido en movimiento, o se te revuelven las
tripas, como esta mañana, cuando lees cómo la policía de Columbia ha disuelto a
golpe de porra una acampada en pro del pueblo palestino.
Obviamente hay muchos momentos de la vida en que uno
aspiraría a la ataraxia, un estado de tranquilidad y serenidad emocional
ausente de perturbaciones y turbulencias, eso que persigue el budismo y el
taoísmo; pero amigo, vivir en ausencia de esas pequeñas inquietudes que te
asaltan al cabo de la semana, que agitan tu cuerpo, te hacen sonreír, soñar,
llorar o que soliviantan los deseos para hacer esto o lo otro o para conseguir
aquello de más allá, pues que puede llegar a parecer algo desesperante. Julio
Villar tenía los nervios de acero cuando dio la vuelta al mundo en su barquito
casi de papel, pero mal le imagino en medio del océano con una calma chicha de
esas en que durante semanas no corre una brizna de viento. Así nosotros que,
pareciendo querer huir de inquietudes que arrebolan algunos de nuestros
neurotransmisores, de hecho muchos de los gustos que le sacamos a la vida
vienen del roce con las circunstancias, o con los otros.
Ayer sin más me había levantado yo algo jodido, algo nervioso;
ni idea de por qué. Ninguna gana de ir a comer con nadie. Pero el amigo Ramón y
Beatriz nos habían invitado días atrás a comer con otros amigos, y
evidentemente no les íbamos a hacer el feo porque a mí en el cuerpo se me
hubieran colado tempranamente raciones de alguna de esas sustancias que
interfieren en tu ánimo. Así que me dediqué durante un buen rato a hacer un par
de ramos de flores, nuestra parcela está en su momento feraz, unas cuantas
rosas de diversos colores, un buen manojo de calas, esas flores que con su
vestido níveo de nácar y muselina se yerguen sobre los arriates hablando de la belleza
que se encierra en la negra tierra que las sustenta, las dispuse para que se
conservaran húmedos y, entre unas cosas y otras cuando me subí al coche ya
había dado una patá en el culo a los causantes de mi ánimo equivocado.
Ni qué decir tiene que la amenidad de la conversación, un
grupo de amigos que parecía que no nos conocíamos, pero que nos conocíamos
mucho más que si hubiéramos estado años juntos, esas cosas que suceden cuando
inesperadamente te encuentras recorriendo las montañas del mundo, citando a
amigos comunes, todos gente de montaña, y descubriendo que aunque la memoria sea
flaca, las vivencias comunes que tuvimos a finales de los sesenta y principios
de los setenta están ahí como un tesoro que sólo necesita el aliento de una
calurosa tertulia, unos vasos de vino y, mientras das cuenta de la paella, del
postre, de los pasteles, del café, para sacar, como quien llena los cangilones
del pozo de la memoria, una de esas veladas en las que el tiempo se detiene
para dar paso al placer de la conversación.
Bichos raros, nosotros, sí, porque siendo tan ínfimos en el
conjunto del universo, tan como las hormigas o las amebas, sí somos
considerablemente diferentes a los gatos o a los pajaritos, y ello se debe a
nuestra rareza en relación a los otros seres vivos. Las emociones y sus vientos
variables, todo eso que ocurre en el entorno del alma, la tristeza, la alegría,
la inquietud por el otro sexo, tantas cosas.
Quizás porque con los años voy desarrollando una percepción
de los sapiens como seres vivos, unos más en el universo, por eso de
relativizar esa supuesta superioridad con la que nos engañamos constantemente, a
veces me sorprendo, cuando aterrizo sobre algunas realidades humanas, de esa
excepcionalidad que hace que uno pueda transitar por las emociones como quien
subido en el vagón del metro atraviesa estaciones en donde aquí te espera un
rato de suspense o decepción, en la siguiente una tarde en donde el placer de
conversar es el sujeto, en la otra un pocillo de ternura… así hasta que llegas
a final de línea y te toca desplazar el edredón y meterte en la cama, donde
acaso, quién sabe sucedan cosas extraordinarias o acaezca que te lances a volar
agitando los brazos.
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