miércoles, 22 de mayo de 2024

Las cosas del día

 

Uno de los habitantes más asiduos de nuestra parcela baja a desayunar

El Chorrillo, 22 de mayo de 2024

Ayer me lo tomé con tanto entusiasmo subir corriendo esas largas escaleras del metro que terminé haciéndome daño en una pierna, así que hoy descanso total a todo el tren inferior. Descanso relativo. En consecuencia esta tarde estoy extrañamente inactivo; tengo un par de libros a medias que abro a ratos sin muchas ganas y el tiempo, el de la tarde, que las mañanas son tareas de jardinero y chapuzas varias, se me va en contemplar a los carboneros y gorriones que vienen al comedero, en mirar moverse las ramas de los árboles o en admirar las rosas que descuellan por encima del alfeizar de la ventana. Y mientras los pájaros van y vienen a por su sustento, dejo que vengan a mí las cosas del día. La Naturaleza, que es muy sabia, crea tretas para ayudar a la reproducción, por ejemplo esas plantas que cuando pasas junto a ellas van dejando sus semillas pegadas en tus pantalones, un modo de crear otras vidas más allá de su ámbito territorial. Las cosas del día, lo que lees, ves o te llama la atención, corren parecida suerte. Se te quedan pegadas al pensamiento y cuando te sientas a ver la tarde y sus nubes éstas vienen a la memoria y se reproducen, nacen nuevas vidas, nuevos textos.

De las noticias del día no se me pegó apenas nada. Ahora se me pegan cada vez menos desde que decidí que no iba a leer nada, ni ver imágenes, de esa gente apestosa de la política que ocupa diariamente los titulares, de los que van apestando la tierra, digo. Ayer un amigo me había enviado una noticia relacionada con un tal presidente de un país latinoamericano que visitó recientemente Madrid y le contesté que lo sentía, que me había prohibido terminantemente leer cualquier cosa que huela a la bazofia neofascista y sus aledaños. Así que más tiempo para dedicarme a otras cosas y menos retortijones de tripas en consecuencia. De lo que siguió, de las redes, me quedó una entrada de Antonio de su En mi caminar, que decía así: “...Y si ves el futuro, dile que no venga. Tenemos sin arreglar el presente”. Sus palabras me sugirieron la idea, por aquello de arreglar el presente, de ese mundo de los años de la niñez y la adolescencia de cuando la calle y los bares cumplían el papel de lo que podía ser en la antigua Grecia el ágora, o simplemente la espera en la cola de la carnicería en el mercado donde hablar se podía hablar de todo y donde se intercambian las noticias de la vecindad. Le decía yo que a veces imagino que esto de echar un vistazo matinal tras la prensa a las redes sociales debería ser algo así como el vecino que después de quitarse las legañas sale a la calle a tomarse un chocolate con churros en el bar de la esquina para tener un rato de conversación sobre lo que se tercie con otros parroquianos, charlar sobre el presente, el futuro, la vida, las pequeñas cosas de la cotidianidad. Y tras hecho esto darte una vuelta por el Retiro o, si vives por el norte de Madrid, por los senderos bajo la mirada plácida de la Maliciosa allí arriba. Así concebiría yo esto de asomarse cada mañana a las redes, un chascarrillo entre amigos, un hablar sobre la realidad… el placer de conversar.

Es una reflexión que me hago a menudo porque entiendo que desperdiciamos un abundante caudal de rico material de vivencias y pensamientos cuando encendemos el teléfono para darnos una vuelta por el mundo y sólo lo utilizamos para hacer clic sobre el like. Las facilidades que proporcionan las nuevas tecnologías, siendo asombrosas, parece como si las dejáramos de lado para convertir en gran parte el material de las redes en una cuestión de me gusta o no me gusta. Otros asuntos, otras conversaciones con usuarios, amigos más allá aquí o en alguna parte del mundo. Hoy sin más que abro la aplicación y allí me encuentro a José Mijares y sus compañeros peleando estos días con profundos cenagales, navegando entre icebergs, haciendo de la vida una auténtica pasión en un perdido rincón de la Patagonia. Y junto a ello una interesante discusión sobre el ser o no ser de la aventura. Desplazo la pantalla hacia arriba y me encuentro de nuevo con Antonio que intenta con sus pies de foto y sus imágenes abrir la mente hacia los asuntos más dispares, que habla de la soledad y la amistad, que cita a Ernesto Sábato que habla del sin sentido de la vida o que testifica mediante una imagen sensaciones de añoranza, nostalgia, melancolía, recuerdo, evocación, rememoración, morriña.

O te encuentras con las acertadas e inteligentes entradas de Glauco Muratti en torno a la filosofía del alpinismo, o quizás te recreas en las imágenes de Julio Gosan, que desapareció tiempo ha curiosamente de entre las páginas que me llegan acaso porque discrepamos sobre Palestina, o haces amigos y coleccionas verdades como esas que encuentro en el perfil de Pedro Mateo con el que me congratulaba del placer de echar la vista atrás y poder contemplar ese halo de certeza que deja la vida cuando en tu camino vas encontrando amigos y experiencias que están hechos de la clara consistencia que deja el firme paso por la existencia.

El otro día Pedro me decía que cuando le preguntaban qué había hecho durante el día a veces no sabía qué contestar, esto, lo otro, lo de más allá. A Pedro los días parecían llenársele como a esos niños que caminan por la playa con un cubo de plástico en la mano y donde van metiendo lo primero que encuentran, una piedra bonita, una estrella, un caballito de mar. ¿Por qué será que cuando pienso en las cosas sencillas de la vida me acuerdo tanto de el Principito? Sí, es que con las cosas del día a veces se podría llenar un cubo de esos que llevan los niños en la playa y que tanto sirven para llenarlo de cosas bonitas como para construir castillos de arena.

 

 

 

 

 


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