miércoles, 15 de mayo de 2024

La vida, ese magnífico juguete

 

Atardecer previo al vivac en el Bisaurin


El Chorrillo, 15 de mayo de 2024

Esta mañana leyendo una entrada de Pedro Nicolás en el Facebook se me ocurría que la vida es un magnífico juguete, un juguete con el que se puede jugar miles de juegos diferentes. El juego de Pedro consistía en subir y bajar cinco veces consecutivas el Cerro de San Pedro para alcanzar los dos mil metros de desnivel acumulados, pero como a esas cinco veces le faltaban cincuenta metros para ser múltiplo de mil, pues allá que fueron bajando un pedazo para volver a subir y completar esa cifra mágica de los dos mil metros. Algo de eso que se cuece en la psicología de la Gestalt; se habla en ella del efecto Zeigarnik cuando nos referimos a la motivación que tenemos para finalizar una tares que nos hemos autoimpuesto.

El caso es que yo había montado la tienda en la parcela para volver a sellar las costuras cara a mi ritual salida del verano, y según estaba extendiendo el producto con un pincel por ellas se me ocurrió que la vida era un auténtico juguete, quizás el más sofisticado y precioso que jamás se haya podido inventar. El juego de Pedro, ya lo he dicho, consistía en completar los 2000 metros de ascenso; los muchos juegos de Ramón Portilla consisten en coleccionar montañas bellas, techos de España y cualquier cosa que se le ponga por delante que se relacione con las montañas; el de Carlos Soria ya lo conocemos todos, es el juego de muchos alpinistas del mundo; el mío de esta mañana era preparar una etapa más de mis juegos favoritos, caminar semanas enteras por los Alpes; Fernando Garrido se propuso un juego inédito, permanecer durante tres meses en la cima del Aconcagua. Yo a veces escribí sobre mi hijo Mario que de adolescente se marchó a la India y a su regreso vino tan tocado espiritualmente (había permanecido en Calcuta cuidando enfermos terminales en la Institución Madre Teresa durante un tiempo), que cuando regresó se hizo una choza en las montañas de la Cabrera y allá vivió durante años con un puñado de cabras. Siempre tuve la impresión de que lo que Mario hacía era experimentar con su vida, en otras palabras, jugando con ella.

Cuando éramos niños, ahora que recientemente en una comida de amigos tantos juegos de nuestra infancia salían en nuestra conversación, con unos palos, unas bolas, un trozo de cuerda, un cacho madera, construíamos patinetes, arcos, flechas, cervatanas, chapas acristaladas o si se quiere hacíamos los brutos jugando al “burro va”. Con todo eso a nuestra disposición hacíamos de la vida algo apasionante y sumamente divertido.


Pienso en mi tienda que estaba sellando y ya tenía la sensación encima de que el verano estaba a la vuelta de la esquina, el tiempo de las grandes caminatas. Una tienda diferente, más amplia a la que dando vueltas alrededor ya empecé a proyectar tiros suplementarios para el caso de tormentas y vientos huracanados. Siempre es una incógnita que la tienda pueda volar o se raje por algún lado. La duda permanente. Así que miro y remiro por todos los lados buscando los lugares débiles. No es poca cosa asegurar lo mejor posible este hábitat de los veranos que seguro será sometido a duras pruebas durante dos o tres meses. ¿Qué estaba haciendo yo de diferente a cuando era niño y nos íbamos a robar listones a las obras cercanas a nuestras casas para construir arcos y flechas, cuando pasábamos horas en la Casa de Campo recolectando cañas y majuelas, las primeras para construir cerbatanas, las segundas para las municiones; cuando con un hacha íbamos al Pinar de las Siete Hermanas a descortezar pinos para construirnos barcos y piraguas? Pues eso, jugar, intentar hacer la vida lo más interesante posible…

Qué cosa más curiosa es esa de convertirse en adultos, en seres racionales y serios. Mantener a la familia, ganarse la manduca, comprarse una casa, un coche, ser un currante honrado… Curiosa porque en cuanto nos descuidamos el niño que todos llevamos dentro se cuela por las costuras de la vida y, con la apariencia de seriedad y de que estamos haciendo grandes e importantes cosas, el juego viene a nuestras vidas y nos libra de esas presuntas importantes cosas que ocupan nuestro tiempo (vuélvase a leer El Principito) para volver a lo que es central en la vida: el juego.

Jugar con la vida, experimentarla… ¡qué gran objetivo para toda una existencia! Sí, y que nos dejen de monsergas, de religiones, de cejijuntas consideraciones, que aquí de lo que se trata es de jugar. Tan así es la cosa que cuando abro el periódico y me encuentro esa historia del BBV que se quiere tragar al Sabadell, con señores con la jeta de importancia que asumen como si de ellos dependiera el rumbo del universo, a veces me entran ganas de reír, de reír, porque su importancia y su dinero son un pobrísimo juego en relación con las diversiones que pueda proporcionar una vida más en contacto con la naturaleza y con nuestro ser interior infantil. La prueba de la existencia de Dios, leí una vez en un bar de la isla de Borneo, es que exista la cerveza; la prueba de la existencia de Dios, escuché una vez en El artista y la modelo, de Fernando Trueba, es la presencia de la mujer sobre la tierra. Ejemplos no más del rango de importancia que adquieren ciertos valores respecto a otros cuando de lo que se trata es de ajustar el punto de mira hacia lo importante. 

Y para ello no hay mejor cosa que remitirnos a la infancia y comprobar cómo ésta brota inconscientemente dentro de nosotros como si se tratara de un asunto de vulcanología. El material rocoso, fundido y convertido en magma, nuestra infancia y toda esa sustancia que nos llevaba a inventar, indagar, curiosear, manipular, inventar, o incluso a liarnos a pedradas unos contra otros, como recordaba algún amigo el otro día, las “dreas”, presiona por debajo de nuestra seria adultez, como el magma sobre la roca, abre grietas en nuestra madurez y sale al exterior en forma de olvidados juegos, de pasión infantil… por subir montañas, cruzar mares o simplemente jugando a subir x veces un cerro al norte de Madrid.

 


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