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Atardecer previo al vivac en el Bisaurin |
El Chorrillo, 15 de mayo de 2024
Esta mañana leyendo una entrada de
Pedro Nicolás en el Facebook se me ocurría que la vida es un magnífico juguete,
un juguete con el que se puede jugar miles de juegos diferentes. El juego de
Pedro consistía en subir y bajar cinco veces consecutivas el Cerro de San Pedro
para alcanzar los dos mil metros de desnivel acumulados, pero como a esas cinco
veces le faltaban cincuenta metros para ser múltiplo de mil, pues allá que
fueron bajando un pedazo para volver a subir y completar esa cifra mágica de
los dos mil metros. Algo de eso que se cuece en la psicología de
El caso es que yo había montado la
tienda en la parcela para volver a sellar las costuras cara a mi ritual salida
del verano, y según estaba extendiendo el producto con un pincel por ellas se
me ocurrió que la vida era un auténtico juguete, quizás el más sofisticado y
precioso que jamás se haya podido inventar. El juego de Pedro, ya lo he dicho,
consistía en completar los
Cuando éramos niños, ahora que
recientemente en una comida de amigos tantos juegos de nuestra infancia salían
en nuestra conversación, con unos palos, unas bolas, un trozo de cuerda, un cacho
madera, construíamos patinetes, arcos, flechas, cervatanas, chapas acristaladas
o si se quiere hacíamos los brutos jugando al “burro va”. Con todo eso a
nuestra disposición hacíamos de la vida algo apasionante y sumamente divertido.
Qué cosa más curiosa es esa de
convertirse en adultos, en seres racionales y serios. Mantener a la familia,
ganarse la manduca, comprarse una casa, un coche, ser un currante honrado…
Curiosa porque en cuanto nos descuidamos el niño que todos llevamos dentro se
cuela por las costuras de la vida y, con la apariencia de seriedad y de que
estamos haciendo grandes e importantes cosas, el juego viene a nuestras vidas y
nos libra de esas presuntas importantes cosas que ocupan nuestro tiempo
(vuélvase a leer El Principito) para
volver a lo que es central en la vida: el juego.
Jugar con la vida, experimentarla… ¡qué gran objetivo para toda una existencia! Sí, y que nos dejen de monsergas, de religiones, de cejijuntas consideraciones, que aquí de lo que se trata es de jugar. Tan así es la cosa que cuando abro el periódico y me encuentro esa historia del BBV que se quiere tragar al Sabadell, con señores con la jeta de importancia que asumen como si de ellos dependiera el rumbo del universo, a veces me entran ganas de reír, de reír, porque su importancia y su dinero son un pobrísimo juego en relación con las diversiones que pueda proporcionar una vida más en contacto con la naturaleza y con nuestro ser interior infantil. La prueba de la existencia de Dios, leí una vez en un bar de la isla de Borneo, es que exista la cerveza; la prueba de la existencia de Dios, escuché una vez en El artista y la modelo, de Fernando Trueba, es la presencia de la mujer sobre la tierra. Ejemplos no más del rango de importancia que adquieren ciertos valores respecto a otros cuando de lo que se trata es de ajustar el punto de mira hacia lo importante.
Y para ello no hay mejor cosa que remitirnos a la infancia y comprobar cómo ésta brota inconscientemente
dentro de nosotros como si se tratara de un asunto de vulcanología. El material
rocoso, fundido y convertido en magma, nuestra infancia y toda esa sustancia
que nos llevaba a inventar, indagar, curiosear, manipular, inventar, o incluso
a liarnos a pedradas unos contra otros, como recordaba algún amigo el otro día,
las “dreas”, presiona por debajo de nuestra seria adultez, como el magma sobre
la roca, abre grietas en nuestra madurez y sale al exterior en forma de
olvidados juegos, de pasión infantil… por subir montañas, cruzar mares o
simplemente jugando a subir x veces un cerro al norte de Madrid.
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