jueves, 16 de mayo de 2024

Entre el metro y el rocódromo

 

Pedro Mateo vigilando al jubilata... que no lo ve claro (imagen de Pedro Nicolás)

El Chorrillo, 16 de mayo de 2024

A veces no hace falta buscar un tema para escribir, te lo encuentras a la vuelta de la esquina. A la vuelta de la esquina era antes; ahora es a movimiento de ratón como te encuentras con algunas parcelas de la realidad que impactan tu retina. Venía cansado y traté de relajarme echando un vistazo a la prensa, nada relevante, el intento de asesinato del primer ministro eslovaco, la persistencia de Estados Unidos enviando armas y bombas a Israel para que éstos sigan asesinando día tras otro a más palestinos mientras Europa mira a las musarañas. Pelillos a la mar. Lo siguiente fue una escena en el metro, un video clip del que hablaré más adelante.

Mientras tanto observo que estoy algo desanimado pese a mi mañana de rocódromo en compañía de mi muy admirado Pedro Mateo, profe sin igual en esto de motivarte para que siga pudiéndose lo que apenas hace unos meses no se podía y parecía totalmente descabellado; pese al inesperado encuentro con un puñado de amigos adictos también a este monumento roquero que es el Spuknit; allí estaban Mar Durán, Sito, Alberto Flechoso, Carlos Soria y Pedro Mateo a esa insospechada hora de las siete de la mañana. Algo desanimado quizás porque noté en cierto momento que no me llegaba la camisa al cuerpo (¡ay, esos decires de nuestra maravillosa lengua que sabe encontrar la expresión exacta para cada momento y circunstancia!), porque algo así sucedía: “estar lleno de zozobra y temor por algún riesgo o amenaza”. Riesgo ninguno porque allá abajo estaba el amigo Pedro vigilando mis movimientos con la cuerda en las manos. Era más bien la amenaza de que más allá del 5C lo tendría que dejar para la siguiente reencarnación, de que en aquel desplome me estaba dejando los restos de las fuerzas que me quedaban, y que aunque haya estrenado unas mancuernas y haga los ejercicios que haga, el tiempo esencial se me había pasado ya y tendría que ser mesurado en mis aspiraciones. Creo que por ahí andaba un poco mi, cómo llamarlo, liviana tristeza. No hace mucho José Manuel (Vinches) hacía este comentario en FB: “Tal vez, sólo tal vez, la única nostalgia interesante sea la de las cosas que aún no hemos conocido ni hemos vivido”. Descontando que la nostalgia de lo vivido a mí me parece sumamente interesante, incluso por el halo de añoranza que encierra, la idea en este instante creo que refleja exactamente mi estado de ánimo. En realidad, aunque haya escalado hace más de cincuenta años, volver a hacerlo, o mejor, querer volver a hacerlo, tiene más de nostalgia de futuro que de pasado; nostalgia de que ya no me dará tiempo. Esta mañana hablando con el grupo de amigos con los que había coincidido en el rocódromo, en el momento en que mencioné la palabra “edad” como imponderable al que hacer frente, allí estaba Carlos para dar la réplica: “la edad no existe”, sentenció. Bueno, existir no existirá, pero eso de que llegues a un desplome a diez o quince metros del suelo y ya las fuerzas no te den para más y resignadamente tengas que decir a Pedro que se acabó, que te descuelgue, pues qué quieres que te diga… ¿Habré de quedarme con esa nostalgia interesante de futuro que percibo, que adivino, pero que zozobra cuando de charla con mi cuerpo entro en conflicto con él? Ese cuerpo al que tantas veces maltrato y exijo caminando más de lo que él querría, en esta ocasión lo que me decía era que basta, tío, que me toques los bíceps y compruebes los musculitos de que están hechos. Y yo, mirándole de reojo mientras me aseguro con una eslinga a una cinta express, soltando el ¡cabronazo! debido, el mismo que le suelto cuando no quiero pararme a mitad de un cuestón, cuando está hasta los mismísimos de que le lleve con la lengua fuera si le quiero arrastrar por mitad de los piornos.

Mi cuerpo y yo estamos en conflicto, conflicto existencial si se quiere. Yo soy el que manda pero él, que dice que está ya un poco añoso para ciertos trotes, a veces dice que nanáis. Quizás ese ánimo que ha aterrizado sobre mí esta mañana provenga de esa disonancia entre mi cuerpo y un servidor. Vamos, como cuando te peleas con tu pareja del alma y enfurruñados ambos no nos hablamos durante medio día.

El post no iba de nada de esto, que sucede como comentaba esta mañana Pedro Mateo, que a alguien le encargan un proyecto y cuando a la semana viene a reclamárselo, le contesta que es que se fue por los cerros de Úbeda, que empezó a buscar unos datos en Internet y que unas cosas le llevaron a otras, que la curiosidad empezó a perseguir por aquí y por allá asuntos diferentes y que durante la semana el proyecto quedó aparcado, pero que en compensación había aprendido un montón de cosas nuevas. Pues lo mismo, que Francisco Umbral empezaba a escribir un artículo y nada más empezarlo se acordaba de que tenía que comprar el pan y dejaba aquello y marchaba a la panadería. Naturalmente camino de la panadería le sucedían infinidad de cosas. Yo empecé esto y me fui al rocódromo. Ahora, ya de vuelta, voy a ver si recuerdo de qué coño pretendía yo escribir.

Bueno, pues para los curiosos que quieran saber por donde andaban mis pensamientos al empezar estas líneas, pedirles que hagan con el ratón clic en el siguiente enlace (aquí). Si dejas la lectura en este momento y te vas al enlace seguro que alguna chispita va a saltar en ese musculito que todos tenemos en el pecho. La escena transcurre en un vagón del metro de algún país del mundo…

Primero, que a estas alturas cuando me encuentro con un anciano o anciana de esos que parecen tener más años que Matusalén, me sucede algo parecido a cuando me cruzo con una de esas mujeres cuya presencia, su sonrisa, su estar tienen la capacidad de irrigar sobre mí un chorro de serotonina. Ternura en estado puro. Y es que la serotonina es una sustancia milagrosa, milagrosa que no todo el mundo tiene. Sin más la chica que está al lado de la anciana carece de ella; ante el accidente de la anciana lo que hace es saltar escapando de allí como si hubiera descubierto una víbora subiéndole por la pierna. Pero en contraposición, ¿qué siente el joven de enfrente ante el accidente de la anciana? ¿Ternura, afecto por la anciana?, ¿ha despertado al buen samaritano que tantos llevan dentro? Observadle, por favor. Se quita la camiseta, limpia el vestido de la anciana, la reconforta, le pasa el brazo por los hombros; ambos terminan abrazándose. ¡¡Me encanta!! ¿Y la joven? ¿Qué hace mientras tanto? Nada, allí anda metida en su teléfono, consultando el FB, el guasap, el Twitter. 

¿Quién no es capaz de ver en esta escena una parte considerable de la historia de la humanidad? Poco antes de llegar a este clip había visto en el muro de Antonio Montes algo que llamó mi atención. La imagen representaba unas pinzas de la ropa y el texto que le acompañaba decía: “¿Cuánto de lo ya pasado lo cogimos con pinzas? ¿Cuánto de lo actual seguimos el mismo ejemplo para no comprometernos?”. Dejé el siguiente comentario: “Ni siquiera con pinzas. No comprometerse es el rastro de grisura que deja el patio a merced de la mediocridad y la ambición. No ser ni carne ni pescado...”.  

Creo que por hoy ya está bien.


No hay comentarios:

Publicar un comentario