Humberto Eco en El nombre de la rosa sugería
que “la risa es un sol que ahuyenta el invierno del rostro humano”. Y es que
hoy nos hemos reído un montón, buena señal de que el invierno, el mental,
quedaba bien lejos de nuestra reunión, reunión bañada con buen vino, una paella
para trece, que recordaba la del último otoño de Pedro y Sonsoles, un tiramisú
de chuparse los dedos obra de Beatriz y otras delicatessens obra de Nati y
alguno más. Bueno, y es que a veces la vida es una fiesta.
Los recuerdos compartidos, las bromas absurdas, los
chistes de Ramón, aquel de cuando llega al pueblo una campaña para prevenir el
sida y el alcalde explica a los vecinos que deben de usar el preservativo en
sus relaciones sexuales. Un vecino pregunta si es que tienen que llevar siempre
el preservativo puesto, a lo que el alcalde responde que no, que se lo pueden
quitar sólo cuando follen. Ese y otros más, que Ramón en una esquina de la mesa
intervenía discretamente en la conversación general, pero cuando al hilo de un
asunto le venía a la punta de la lengua el chiste al caso, alzaba la voz,
imponía silencio y allá que iba. O cuando Victoria cansada de escuchar elogios
dirigidos al anfitrión de la reunión, hacía lo propio echándose un montón de
flores encima con gesto imperativo que no admitía réplica, lo que levantaba la
hilaridad general y el consabido ¡Viva Victoria!; que vamos, en la vida había
yo visto vitorear a mi señora esposa por tan numeroso público.
Y no se vayan ustedes a creer que todo iba de risas,
que hubo temas que eran para levantar ampollas, especialmente cuando allá por
la cabecera de la mesa una contertulia empezó a echar gasolina al fuego de la
conversación poniendo en entredicho que los octogenarios, nonagenarios, y por
extensión entendí yo a los septuagenarios, que tuvieran relaciones sexuales
algo fogosas; punto en que se armó la de Dios, que hasta alguien sacó a
colación que Andrés Segovia ya octogenario engendró un hijo. Que en la cara se
veía que hombres y mujeres no coincidíamos en absoluto sobre este punto, una
divergencia que yo ilustré describiendo una viñeta que me encontré por ahí en
cierta ocasión. En ella un matrimonio madurito aparecía leyendo en la cama cada uno un libro; ambos ensimismados. El
libro del hombre se titulaba “Cien formas de hacer el amor”; el de la mujer
“Cien formas de evitar hacer el amor”. En fin, que la conversación se puso muy
a tono, pero como la paella ya estaba a punto pues que aquello quedó más o
menos en tablas. Además las mujeres estaban en minoría, de modo que si aquello
hubiera continuado seguro que las conclusiones se habrían desplazado a favor de
la testosterona.
Todos éramos viejos amigos de montaña, aunque algunos
—¡ay, la memoria!, la mía quiero decir—, no nos recordábamos unos a otros, por
cierto una bonita experiencia la de irnos conociendo y reconociéndonos poco a
poco, tantos, a través de las redes; y por consiguiente con largos historiales
de experiencias y pasiones comunes. Bastaba para que un nombre propio, una
circunstancia de los años sesenta o setenta, Gredos, Pedriza, Galayos,
apareciera en la conversación para que aquello hiciera salir de la chistera del
momento todo un mundo de aventuras que dormidas en la memoria de todos nosotros
despertaban como al toque de diana de un sueño de décadas atrás. Ese cuento que
nos contaban de niños de La bella durmiente, en donde lo que aquí
despertaba no era una princesa sino el tesoro que todos llevamos dentro desde
que en la temprana juventud nos dio por lo que nos dio.
No, pero tampoco ello nos ocupó excesivo tiempo, que
siendo tantos y tantas las ganas de hablar hubo un largo rato en que la
conversación se fragmentó, y aunque hubo alguno que quiso imponer algo de orden,
trece éramos muchos para seguir ninguna disciplina. Yo escuchaba al otro lado
de la mesa, envuelta en otras ruidosas conversaciones, algo que me interesaba y
que estaba a cargo de Nati, Dori y Keemiyo, pero fue inútil. Y es que con
temperamentos fogosos como tantos que había hoy, no había manera de elegir y
seguir un tema entre los tropecientos que se estaba entrecruzando a lo largo de
la mesa. Vale, pero esto último sin exagerar, que de todo se pudo hablar.
Lo que yo me pregunto cada vez que nos reunimos una
pequeña pandilla de amigos alrededor del yantar de una mesa, es si no será un
disparate querer reunir a contertulios tan diferentes, en ocasiones sin
conocerse algunos entre nosotros; me lo pregunto, pero el riesgo es nulo; de
una parte está el nexo de la montaña y de otra y más importante, creo, está la
edad, es decir, la larga experiencia de vida que llevamos a cuestas todos
nosotros, lo que además de añadir la sabiduría que da la edad, alenta esa vieja
pasión que consiste en conversar y dar rienda suelta al buen humor.
Aquellas memorias que escribiera Pablo Neruda de Confieso
que he vivido, hoy podríamos haberlo parodiado con un “confieso que me he
reído".
Total, que Loli y Fafi ya están pensando el menú para
el próximo encuentro: cocido montañés al canto.
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