miércoles, 28 de febrero de 2024

En el rocódromo. A la vejez viruelas.

 

Mi nieta Ainara indicándole el camino al abuelo

El Chorrillo, 28 de febrero de 2024

Quién me iba a decir a mí… llevo años en que un amigo u otro me ha invitado a escalar en alguna ocasión, incluso David de Esteban quiso convencerme hace tiempo para abrir una vía con él en el Pequeño Galayos. Loco de remate, pensé mientras me lo estaba proponiendo por teléfono. Otro día fue Laure en y Toti y José Manuel en Panticosa. No podían comprender que yo ya estaba al otro lado de esa línea divisoria que separa a los ancianos  de la vida activa de las paredes y la escalada. Y date que llega un día en que iba a acompañar a pie de vía a un grupo de peñalaros y cuando llegamos allí que Toti y Jose se empeñan en que les acompañe pared arriba y Toti saca de la faldriquera unos pies de gato tropecientos números más pequeños que mi talla. Y los pies de gato entran como si los empujara con un martillo pilón en mis pies (¡pobrecito ellos!) y después me alarga un arnés y yo me siento como aquellas damas de postín a las que vestían de arriba abajo. Esto sirve para esto, lo otro para más allá… y no pises la cuerda, leñe, que yo como novia dispuesta a la ceremonia de la boda, no me entero de donde pongo mis pies. Y es que cómo iba a echarme atrás si allí mismo atándose la cuerda estaban Pepita y Antonio Riaño, dos octogenarios que me sacaban más de un quinquenio por delante. Pues bueno, parriba. Y la cosa funciona. Jose tira de primero de cuerda y Toti hace de niñera conmigo, me cuida, me asegura, cuidado aquí, atención allá. Total, que en no mucho tiempo me veo en la cima de aquel pedrusco, el Cancho de los Muertos, acompañado por toda la pandilla de los peñalaros. Es un día de primavera, despejado, aquello es para mí el miradero por el que me asomo a los veinte años. Humor, buena compañía, un largo rapel y ya estamos otra vez a nivel de tierra.


Primera escalada después de medio siglo. Y no, no se me ocurrió pensar “una y no más Santo Tomás”. El asunto quedó ahí en la recámara. Y es que uno no puede relacionarse con amigos del monte sin que de continuo se te pongan los dientes largos. O no puede obviar que eso de que se acabó ya esto o lo otro, puede llegar a ser muy muy relativo.

Una pausa para meternos en el cine, Los que se quedan, un cuento de navidad adaptado a los tiempos que corren. Así que pido un bocadillo de jamón y un tonel de coca cola y nos metemos en el cine, Méndez Álvaro. Hacía años que no iba a una sala de cine, así que la primera impresión es la de cuando era niño y el cine era la fiesta en la que invertía mi paga semanal, cinco pesetas. Junto a nosotros un hombre reía a carcajadas cada dos por tres. A Victoria le molestaba, a mí me hacía sonreír. Me gustaba ver como alguien era feliz viendo este cuento navideño. A mi me gustaba, Victoria ponía pegas a la salida, la música sobraba, que el guion era previsible... Yo sin embargo, en mi condición de niño que se ha colado en la fiesta del cine comía saboreando a poquitos mi bocadillo de jamón y daba grandes tragos a mi cocacola mientras miraba complacido al profesor de Historia Antigua que trataba a sus brutos y emperigolados alumnos con la sabrosa y condescendiente ironía que merecían unos adolescentes hijos de papás y mamás con muchos pudientes pero… En ocasiones me alegro de ser un analfabeto en cuestiones fílmicas y ello contando con que en una ocasión escribí un libro enterito de críticas sobre cine. Me gusta ver y hablar de cine sin tener ni idea de todos esos conocimientos que llevan consigo esos conspicuos analistas metidos a críticos. No leo críticas, pero eso sí, cuando una película me atrapa me meto en ella hasta el fondo, nado en su magma, me sonrío, se me humedece los ojos o se me pone cara de bobo cuando una secuencia es capaz de trasladarme a la emoción del espacio del film. En resumidas, que salí contento. Nos fuimos al Cercanías y nada más subir al tren en Méndez Álvaro me acordé, por lo que me dolían los músculos de las piernas, de que esta tarde había estrenado rocódromo.


Sigo con lo del rocódromo y los responsables de que esta mañana me haya comprado unos pies de gato y haya rescatado un ligero arnés que me compré este verano para atravesar las Dolomitas. Responsable es Pedro Nicolás al que oyendo hablar sobre su experiencia en el Spuknit de Las Rozas, donde se había ido de farra cierta mañana con Carlos, Mar, Sonsoles, Pedro Mateo y Sito, terminé por decirle que sí, que ya me estaba sucediendo como cuando de niño pasaba por Sol a la altura de y el olor de los pasteles hacían fermentar mis jugos gástricos. Y como llovía sobre mojado y había echado el ojo a ese minirrocódromo que Carlos se había montado en la fachada de su casa, pues que se me fueron encendiendo esas  luces que durante tantos años habían estado apagadas por pitos, por flautas, por una condromalacia aguda en las dos piernas, por esa intemerata de cosas que se van metiendo, con razón o sin ella, en la cabeza y te acobardan para hacer lo que quisieras. Hasta ahora yo todas esas actividades que aspiraba a realizar, escalar, volar en parapente, atravesar los mares en solitario a lo Julio Villar, etcétera, hasta ahora, yo las había relegado a la siguiente o posterior reencarnación, pero considerando que a lo mejor eso de las reencarnaciones puede ser un cuento tan chino como el de las religiones, mejor probar si se puede hacer algo de ello en lo que queda de vida que dejarlo a la quimera de las reencarnaciones, que lo mismo no me reencarnaba en sapiens sino en una mosca o una luciérnaga.

Responsables últimos de lo que hacemos en la vida somos nosotros, pero más claro que todas las cosas es que existen otras muchas cosas y personas que la determinan. Una simple conversación, por ejemplo, con un amigo que te pone la miel en los labios de volver a los diecisiete; algunos libros; el contacto con personas apasionadas por esto o por lo otro. O por ejemplo hoy, el entusiasmo de la dependienta de Decatlhón, apasionada también ella de la escalada, que nos atendió esta mañana cuando fui a comprar unos pies de gato. Y bueno, tampoco es poca cosa a este efecto ver casi a diario en las redes cómo los locos de atar de la montaña nos contagian con su entusiasmo esa curiosa fiebre de las alturas.

Por último, la experiencia de  mi primer día de rocódromo. Magnífica, un perfecto ejercicio de aproximación que ya me orienta en varios sentidos; uno en que es necesario coger masa muscular no solamente en las piernas, también sobre todo en los brazos y en las manos. Así que al loro, nuevas rutinas que incorporar a la vida diaria que atienda a esa musculatura de chichinabo de mis brazos. Y sobre todo algo que me atemorizaba un poco, el vacío, vamos que me daba cosa eso de dejarse caer desde quince o veinte metros dejando todo a esa cuerdecita que te sostiene desde lo alto. Falta de hábito.  Hablaba esta tarde con José Manuel comentándole este mi primer día y va el tío y me dice que ya se han dado casos en que esa cuerda ha fallado y el rocodromista ha volado hasta el mismísimo suelo. Me asustó y di un respingo tal de que se me cayera el teléfono de la mano. No, hombre, no, es una broma, añadió…

Un rocódromo es un rocódromo, pero sí se desprendía en ese trajinar hoy de presa en presa o cogiendo altura asegurado por una cuerda, sí se desprendía cierto perfume venido de medio siglo más atrás.

En esta ocasión soy el abuelo emulando a su nieta. En la imagen de cabecera mi nieta Ainara indicándome el camino a seguir.


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