viernes, 23 de febrero de 2024

Caminando por los Alpes Austriacos

 



Llevo una semana caminando por los Alpes Austriacos ;-) intentando recuperar de aquí y allá retazos de vivencias que cada noche despiertan a mi conciencia como un regalo. En esta ocasión atravieso el macizo de Tote Garbige Mountains, un grupo de altas montañas al noreste de Austria. Termino mi jornada en el refugio Pühringer. Recuerdo que allí quise ser carpintero y pasar la soledad del invierno haciendo trabajos de carpintería. Fue un verano hermoso, había partido en Italia  a dos jornadas del Triglav en los Alpes Julianos y pretendía pasar un par de meses merodeando por los Alpes. El relato de hoy corresponde a una de aquellas jornadas.


Refugio Pühringer, 11 de julio de 2019.


Me han destinado un rincón bajo la claraboya de la buhardilla. Hace algo de frío pero  envuelto en tres mantas estoy a gusto después de la siesta. Podría estar en el salón común disfrutando acaso de la charla de Alberto y Alfred, pero mi propensión a la soledad me tiene aquí sujeto al mundo de mis propias sensaciones, acaso a la espera de que venga un enanito a susurrarme en el oído unos cuantos párrafos con que llenar el espacio tras la siesta. Cuando me desperté lo primero con lo que tropezaron mis ojos fue con un folio que alguien había clavado en el reverso del tejado sobre la madera machihembrada de la buhardilla: Ein Märchen?  Eché mano al traductor: Un cuento de hadas?, decía el título, y el texto continuaba con el clásico Erase una vez, con que los niños de todo el mundo se han dormido alguna vez de chicos. Esos cuentos que no importaban cuantas veces hubiesen sido repetidos pero que llegada la hora del sueño los niños reclamábamos una y otra vez hasta el infinito.

Desde el confort de mi buhardilla me imagino en un rincón de este refugio en invierno junto a la chimenea del salón. Soy carpintero y, dada mi afición a la soledad, he sido contratado por mi hada madrina para renovar este refugio cubriendo todas sus paredes de madera, a lo largo de la estación de las nieves. He terminado mi jornada de trabajo, la estancia huele fuertemente a esa madera con la que he estado trabajando desde la hora del alba y ahora fuera nieva con la suavidad de un dios que acariciara el rostro blanco de las montañas. Y mientras las llamas del hogar pintan arabescos color fuego que se parecen a los caracteres árabes que alguna vez fotografié de lo muros de una mezquita, pienso en ese regalo con que los dioses nos echan al mundo siendo como somos y no de otra manera. Y las llamas, que escuchan atentamente mis pensamientos, guiñan los ojos sonrientes ante esa pregunta tan ingenua mía.




Pienso en el mundo de los otros humanos donde existen los coches o las televisiones y todas esas cosas y en lo que hará la gente allá abajo, el mundo de la no-nieve, de la no-soledad, donde otros dioses tan diferentes a lo míos se refugian en las iglesias o en los hipermercados. Sólo un lapsus, la realidad es que el único mundo que existe es éste, hecho del profundo olor de la madera, del blanco de las montañas o de los abetos cargados de nieve. Si hubiera nacido aquí y no hubiera visitado ese otro planeta de ahí abajo mis pensamientos estarían hechos de las formas de las nubes y las serradas siluetas de estas montañas.

Las llamas languidecen, salgo fuera, sigue nevando, quito a paladas la nieve que obstruye el acceso a la leñera, tomo una brazada de troncos y vuelvo al salón. El fuego crepita al contacto con la leña mojada. Pero mis pensamientos necesitan mucha más leña que la de las nubes y las serradas siluetas de las montañas. Sí, es cierto. Esas infinitas posibilidades que tiene el hombre delante de sí durante toda la vida… no deberían quedar en germen, atrapadas en esta bella burbuja de invierno de carpintero.



Y el refugio se ha llenado de voces que suben como una corriente de aire por el hueco de la escalera. Y pienso en los talentos del Evangelio, o mejor, simplemente en esas variopintas e infinitas posibilidades que tenemos por delante desde el momento de nuestro nacimiento. Sin duda una de las mejores cosas de que disponemos los humanos, un montón de senderos por donde nos iremos abriendo camino desde niños como un explorador para el que todo es posible y los proyectos infinitos.

Mi mundo de hoy fue una de esas posibilidades por la que opté antes de salir de casa. El sol de esta mañana, venido directamente del horizonte lejano al collado donde había colocado mi tienda, se había posado sobre su tela y había empezado a espantar el frío helador de la mañana. Pero fue un falso aviso, apenas había terminado con el muesli cuando todo el cielo empezó a emborronarse como si un enorme tintero hubiera caído sobre la página de la mañana.


Un paisaje desolado de cumbres calcáreas y neveros se abría hacia poniente. En realidad estaba todavía muy lejos del verdadero collado. Grandes neveros cubrían el acceso a él. La sensación de soledad era plena, sólo la señal del gps sobre la pantalla del teléfono podía guiarme en aquel laberinto de piedra y nieve. En pequeñas islas de roca volvía a recuperar las señales rojiblancas. Los últimos cientos de metros del collado estaban defendidos por grandes neveros que no me gustaban. Opté por dar un gran rodeo por la derecha para evitarlos.

Desde el collado la desolación se acentúa todavía más, un largo descenso, una larga travesía por la nieve y de nuevo la ruta llevaba al segundo collado. Descendiendo este último descubrí un pequeño grupo que se acercaba. Eran cuatro chicas que parecieron alegrarse de encontrar a alguien que había dejado sus huellas sobre la nieve. Querían información sobre el estado de la nieve y las señales. Eran muy jóvenes. Se despidieron expresando su agradecimiento por la información que les di.


Eran montañas que llamaban mi atención por su aspecto poco corriente y solitario. Las laderas seguían cubiertas por neveros y ahora habían hecho su aparición grandes agrupaciones de verde oscuro, una especie de pino raquítico que se apiñaba formando pequeñas islas en las formaciones calcáreas. Cuando la pendiente se hizo respetable volví a encontrarme con un sapiens, esta vez un joven que agradeció las huellas que seguramente le había dejado.

A la una y media divisé al fin el refugio. Tardé un rato en poner mi equipo en orden, bolas de papel en mis botas empapadas, ropa tendida, cambio de ropa… Ya estaba en disposición de degustar alguno de los placeres que la civilización depara a veces al caminante, una cerveza, una sopa, unos espaguetis, la tarta, el café y el regalo de un chupito que Alberto me ofreció. Alberto, un tocayo de Sevilla que lleva ocho años trabajando en Viena y en este refugio, con quien por primera vez pude tener una pequeña tertulia en castellano después de tres semanas de bregar por los montes en medio de lenguas foráneas.











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