“Necesario fue, también, que Ciro hallara a los persas
descontentos de la dominación de los medos, y a éstos, débiles y afeminados,
por una larga paz”. (El Príncipe, Maquiavelo)
El Chorrillo, 25 de febrero de 2024
Una idea perturbadora esa de que una
larga paz debilite a un pueblo y lo haga frágil frente a la adversidad. Dejo a
un lado el concepto afeminado, que es el que usa Maquiavelo en su obra, porque
dado los tiempos que corren mejor tener en cuenta aquella aventura de don
Quijote con el rebaño de ovejas o la de los molinos de viento; sí, que
cualquier cosa puede servir a algunas personas para armar la de Dios. Al caso. Maquiavelo
en su obra muestra a su protector, Lorenzo de Médicis, dos condiciones a tener
en cuenta para retener o conquistar otros estados; en primer lugar que los
habitantes de ese país estén descontentos de sus gobernantes, y en segundo término
que estos mismos habitantes se encuentren “débiles y afeminados por una larga
paz”.
La idea es perturbadora no porque la
paz sea en sí mala, sino porque en largos periodos de relajación, los pueblos y
las personas pueden debilitar su capacidad de respuesta ante los problemas y
las dificultades propias de la existencia. Cuando en mi familia nos juntamos
tres generaciones y comprobamos los distintos usos y costumbres de cada una de
ellas, la distancia que había entre mi generación en que los niños
solucionábamos nuestros propios problemas con otros niños, fabricábamos
nuestros arcos, nuestras chapas, nuestros juguetes, o hacíamos una vida en la
calle que nos enseñaba tanto; y ésta la comparamos con la infancia de los niños
actuales, tutelados, llevados de la mano, los papás y las mamás a las puertas
del colegio para recogerlos, solos en la calle nada de nada, lo que resulta es
una distancia abismal entre el niño de entonces, autónomo, algo asalvajado y
con una gran dosis de autonomía propia, y el de ahora, tan desvalido, tan nada
autónomo, tan bajo la tutela de papá o mamá. No más un ejemplo, porque si
hablamos de adultos, mejor decir de tantos adultos, las cosas no son muy
diferentes, no hay más que asomarse al Twitter, al TikTok ese de las narices, a
las redes en general para ver cómo una buena parte de la última generación gasta
su tiempo.
Las citas que incluyo más adelante
las he utilizado más de una vez. Vuelvo a hacerlo porque muestran una paradoja algo
dolorosa que atañe a la actitud que tenemos ante la vida. La vida muelle
amuerma; la vida activa, la resolución de dificultades, el esfuerzo físico o
mental revitaliza, robustece la voluntad. La primera cita se encuentra en La
forja de un rebelde, de Arturo Barea; el contexto son los años jóvenes de
Barea durante nuestra Guerra Civil. Dice así: “La guerra ha arrancado a España
de su parálisis, ha sacado a la gente de sus casas donde se estaban
convirtiendo en momias...” ”Seremos los más fuertes, mucho más fuertes que
nunca, porque se nos habrá despertado la voluntad”. La posibilidad de que los
pueblos eviten convertirse en momias corre, según Barea, peligrosamente de la
mano de hechos llamados a exterminar a una parte importante de la población; el
dolor, la muerte, los sufrimientos indecibles como estimuladores de nuestras
capacidades, la guerra convertida en incentivo para resucitar la voluntad; el instinto
de vida, adormecido tiempo atrás, propulsado, exacerbado ante la cercanía del
instinto de muerte.
La vida es más patente e intensa en
aquellos que se exponen al riesgo de perderla. Esa era la filosofía de los
escaladores de montañas, los exploradores, los pioneros de toda condición. Es
más que probable que los conquistadores y exploradores de todos los tiempos necesitaran
la huera disculpa del oro, el poder o la gloria, para dar satisfacción a otras
necesidades más profundas que ellos mismos acaso eran incapaces de concretar.
Cuando no sabemos nombrar la propia efervescencia interior es fácil que ésta
tome el aspecto de sentimientos comunes y vulgares que parecen bogar por
encontrar su puesto en el prestigio social, pero que sin embargo esconden un insaciable
deseo de búsqueda de uno mismo a través de la confrontación con los peligros y
las aventuras que la conquista ponía ante ellos. La guerra había puesto de
nuevo a la población frente a las pasiones elementales, frente a la necesidad,
el individuo había tenido que emplear para vivir esa parte adormecida de su
inteligencia y de su creatividad que vivía arropada por el espíritu gregario
que la vida social va suministrando poco a poco en reducidas dosis a modo de
veneno de efecto retardado.
Por su parte Ernst Jünger expresa
algo parecido en Tormentas de acero, en donde aborda la idea de que la
guerra y los desafíos extremos pueden forjar el carácter de las personas.
Jünger sugiere que la guerra, a pesar de sus horrores, puede tener un efecto
transformador en aquellos que la experimentan, fortaleciendo su espíritu y su
sentido de identidad.
Estas ideas de Barea y Jünger suenan
en la misma longitud de onda que en el texto de Maquiavelo. La afirmación de éste
sobre cómo una larga paz puede dejar a los pueblos débiles y afeminados,
refleja su visión sobre los efectos de la paz prolongada en la sociedad y en el
Estado. Maquiavelo creía que la guerra y la adversidad fortalecían a las
naciones al fomentar la disciplina, la virtud cívica y la determinación. En contraste,
una paz prolongada podría llevar a la complacencia, la decadencia moral y la
pérdida de vigor en la población. Evidentemente son perspectivas que pueden ser
discutibles; es obvio que existen múltiples factores que influyen en el
desarrollo y la fortaleza de una sociedad, pero reflejan muy especialmente la
importancia de los desafíos y la adversidad en la formación de ciudadanos fuertes
y resilientes.
Más que pensar en el mundo distópico
de 1984 de Orwell, lo que cabe imaginar
es un mundo abandonado a la suerte del mercado, la codicia, el consumo, la
comodidad, el individualismo, los asuntos sin chicha ni limoná… esas lindezas. Como
en toda consideración las generalizaciones sobrarían; pero creo que se entiende;
siempre habrá de todo en el rebaño del Señor… ¡A Dios gracias!
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