El escritor y viajero Franco Michieli (Milán, 1962). |
El Chorrillo, 2 de junio de 2023
A
perderme juego siempre que voy al Retiro. Me niego a mí mismo un conocimiento
puntual de los paseos; tampoco quiero conservar un mapa mental del mismo. Camino,
tuerzo a la derecha o izquierda y me encuentro con una estatua conocida, más
allá descubro la columnata del Lago, me desvío, juego a perderme, a desconocer
la lógica de los senderos que llevan acá o allá; pero me gusta tropezarme
inesperadamente con la estatua de Galdós, con el Palacio de Cristal, con
aquella estatua ecuestre dedicada a Cuba a finales del XIX, o descubrir al fondo la
glorieta del Ángel Caído.
En
los primeros tiempos de hacer montaña era algo parecido. Ni tenía conocimiento
de senderos, ni otras personas que me pudieran haber indicado; echaba
simplemente a caminar hacia allá, si llegaba a Cotos y veía al fondo una
montaña que después sería Cabezas de Hierro, para allá me iba, y si me
encontraba un sendero, pues bueno, pero si no, simplemente caminaba por donde
mi intuición me daba a entender. Fue así también en mi primera salida a
Pirineos, diecisiete años tenía entonces, un mes de junio con mucha nieve que
logramos alcanzar el antiguo y desierto refugio de Góriz para después pasar a
Tucarroya, alcanzar Pineta y bajar a Bielsa. Creo que llevábamos un rudimentario
mapa del ejército de los años treinta o cuarenta.
¿Tiene
tras de sí alguna sustancia especial el hecho de perderse, de caminar a la
brava por allí donde se tercie? Me lo preguntaba hoy cuando daba por finalizada
la lectura de La vocación de perderse, de
Franco Michieli (gracias, Eduardo), un título que sustituyó al original italiano cuya traducción
sería Para encontrarte es necesario
perderse. Narra el autor un recorrido en invierno de este a oeste por las
tierras de Laponia, acaso dos meses de ruta, que reviste la especial característica
de ser hecho sin mapas, brújula o gps, nada de elementos técnicos con los que
orientarse o comunicarse con el exterior. En esos dos meses de recorrido dos o
tres poblados por medio donde abastecerse… si es que daban con dichas
poblaciones. La filosofía es fácil de entender: volver al espíritu de los
primeros exploradores, de los primeros habitantes del continente que debían
memorizar valles, barrancos, montañas, bosques, ríos, lagos, toda clase de accidentes
geográficos para desplazarse de un lado a otro. Narra sobre esos grupos de
cazadores que atravesaron el estrecho de Bering hace quince mil años desde
Siberia a Alaska y que en sólo mil años ocuparon las dos Américas hasta llegar
a la misma Tierra del Fuego. En el mundo de la exploración son cientos los
ejemplos de esa naturaleza. Entonces cada territorio se imprimía en la memoria
de sus habitantes en forma de “mapas mentales”.
Hoy
le contaba yo a José Mijares hablándole de este libro, José, acaso en nuestro
ámbito el aventurero por antonomasia, que pese a haber recorrido los Alpes
profusamente durante muchos veranos consecutivos de un extremo a otro, mis
mapas mentales son realmente pobrísimos. Quitando la primera travesía en el año
2003 en que no dispuse de itinerarios previos de ningún tipo y sólo aterricé en
Niza provisto de una brújula y el mapa del primer tramo, el resto de las
travesías fue hacer un recorrido programado que me servían algunas webs, y
donde horarios, refugios, lugares de abastecimientos e incluso fuentes estaban
marcados con tiempos precisos. Usamos con frecuencia el concepto de que lo
importante no es la cumbre sino el camino que lleva a ella. En mi primera
experiencia encontrar los caminos, indagar en los mapas, preguntar aquí y allá,
o encontrarme continuamente con la incertidumbre de que un valle fuera
inaccesible, el descenso de un collado impracticable, no tener otra información
que una sucinta línea en el mapa de papel, constituía un elemento esencial de
la aventura. Sin embargo, por mucho que no quiera reconocerlo, las ulteriores
travesías siempre fueron bastante más descafeinadas, una parte considerable de
la aventura se había perdido. Sí, de vez en cuando opté por otras rutas
paralelas durante la marcha, que me devolvieron a aquel espíritu, pero no era
lo corriente.
Estar
como perdido en medio de la nada durante largo tiempo y encontrar al fin el
refugio, el collado, el descenso que buscabas, constituye una de las
satisfacciones más gratas que recordar. Hace unos pocos años, recorriendo – iba
solo– una ruta clásica en Islandia, opté los últimos días por un recorrido que
atravesaba glaciares totalmente solitarios. Por la noche había nevado y las
empinadas laderas de lava estaban cubiertas por medio palmo de nieve que hacían
muy expuesto el paso. La niebla merodeaba de un lado para otro. Cuando llegué a
lo alto del glaciar ninguna indicación de paso, las huellas habían sido
borradas por la nieve de la noche. Recuerdo aquella experiencia de un modo muy
especial, la soledad, la belleza indescriptible que comunicaba ese mundo gélido
y como abandonado entre la niebla… Y sin embargo allí estaba el gps indicándome
con una delgada línea que corría de una parte a otra de la pantalla la ruta
correcta. No puedo imaginar esa desolación en la niebla sin ningún instrumento
de navegación, sin ninguna referencia. Cuando llegué a cierto collado mi
euforia era ilimitada, uno de esos grandes momentos que sientes como si dentro
de ti se destapara el corcho de una botella de champán y la alegría saltara por
los aires como una fiesta. Un poco más allá, muy lejos, al otro lado de una de
las lenguas del glaciar, se vislumbró enseguida la silueta del refugio.
Creo
que tengo que reflexionar sobre esa adicción a seguir itinerarios trillados. De
hecho tengo en mente rutas que en otro momento se me hicieron prohibitivas y
que acaso tendría que probar. Ejemplos de ello son todas las canales de Gredos
de la zona sur, un mundo salvaje en extremo, tantas de ellas sin senderos y que
de una manera u otra rehuyo/rehuímos por su dificultad, por su carencia de
caminos; ejemplo son los salvajes piornales que llevan del Cancho, en Gredos, a
Recuerdos
del pasado verano en lo alto de una estación del teleférico: una tentación que no
pude superar cierto domingo en que todo estaba cerrado y la única posibilidad de
abastecerse eran los refugios y restaurantes de las alturas. Un lugar de los
Alpes Suizos donde el panorama era realmente grandioso y que sin embargo, sembrado
como estaban todos los alrededores de turistas, ciclistas y viandantes, me fue
imposible apreciar mínimamente. Las montañas eran allí una parte más de una
enorme feria.
“Los
mapas son unos aguafiestas, escribe Franco Michieli, el autor de La vocación de perderse, nos dicen
siempre lo que nos espera en el camino. Es como ver una película de la que conocemos
en detalle tanto la trama como el final”. Se me escapa un suspiro leyendo esto.
No es fácil en los tiempos que corren y con la facilidad que da el gps y las
rutas importadas al teléfono, deshacerse de tales facilidades. Yo reconozco
haber caminado cientos, miles de kilómetros siguiendo la sinuosa línea que
aparecía en la pantalla del teléfono. Sin embargo es claro que el uso excesivo
del gps hace que vayamos perdiendo nuestro sentido de la orientación y de la
concepción general del terreno, y con ello parte de ese vínculo que mantenemos
con el paisaje, su diversidad, los accidentes del terreno. Atados a las nuevas
tecnologías, ¿dónde queda la incertidumbre, la duda, la investigación de una
ruta posible, todos esos elementos que eran la sal y pimienta cuando sólo
teníamos a mano una brújula y un mapa del año catapún? ¿No había en esto último
una sustanciosa parte de eso que llamamos aventura? ¿Se parecerá en algo
aquella aventura de Scott y sus hombres al Polo Sur a estas otras “aventuras”
organizadas por los mercaderes para llegar ese mismo punto? ¿Tiene algo que ver
la aventura de Tenzing y Hillary con ese circo que se monta actualmente para
subir al Everest? El empobrecimiento de la relación del viajero con todo lo que
le rodea tiene relación con los sofisticados medios técnicos que usamos
actualmente. Obviamente hacer una generalización sería incurrir en un error.
Unamuno mantenía que la mejor manera de viajar y conocer mundo era hacerlo a
lomos de un asno… No vale una generalización, no, pero sí creo que la lectura
de este libro es altamente provechosa al poner en duda algunas de las ventajas
de los medios técnicos que usamos. “Para que nos alcance algo que nos falta,
escribe el autor, tenemos que liberarnos de algo que nos sobra y que llevamos
por costumbre con nosotros”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario