El Chorrillo, 4 de junio de 2023
Hoy,
camino de
Ya,
esas malditas generalizaciones que el idioma todavía no sabe matizar. En
realidad el mundo está muy bien hecho; no hace falta más que mirar alrededor
aquí en
Por
ahí andaban, en la caseta de Fórcola, Eduardo y Alberto Flechoso, últimamente
este último la sombra de Eduardo con su cámara firmando cada instante de su personaje
del momento. Trabaja Alberto en un documental que despierta mi curiosidad,
siempre junto a Eduardo con la cámara a cuestas atento a cualquier
circunstancia que recolectar en el recinto oscuro de su cámara. Veníamos con
ganas de ver libros, pero imposible penetrar esa riada de gente que se movía en
torno a todas las casetas. Así que nos vamos a conformar con adquirir el último
libro del maestro, Atlas literario de
Camino
de casa hoy por por fin nos detenemos en el Museo Antropológico, Raices y futuro, de Natalia Castañeda, una
exposición que sugiere una reflexión sobre el paisaje, los glaciares, las
montañas y su transformación. ¿Cómo volver a llenar de sentido lo que vemos? Ese
es el interrogante esencial de la exposición, la pretensión de arrancar de
nosotros esa atención distraída con la que tantas veces miramos el mundo,
volver a la edad de la inocencia para asomarnos al mundo y a sus paisajes como
quien los observa por primera vez, tratar de abrirse paso en la rutina de
nuestra mirada, los declives del terreno, sus barrancos, el retroceso alarmante
de los glaciares, la observación minuciosa de lo que nos rodea, su historia,
los olores que emana la tierra. No es fácil hacer llegar a nuestras vidas el
palpitante latido de
Las
salas del museo no son un dechado de modernidad, pasillos oscuros, vitrinas,
trastos por algún rincón, exigen del visitante un esfuerzo que acaso éste, yo,
no está dispuestos a hacer. Hoy nuestra pereza, o quizás el haber vivido muchos
años, necesita de un diseño atractivo que nos atrape y nos introduzca en ese
mundo de la antropología, instrumentos, hábitos, formas de vivir de otras
culturas a lo largo de la historia.
Hay
una idea que me gusta que una vez cuando el amigo Paco empezó a dedicarse a la
escultura expuso y que ayer me volví a encontrar en el libro de Michieli.
Escribía el autor de La vocación de perderse sobre Miguel Ángel que
afirmaba que la figura que hay que esculpir está prisionera en el bloque de
mármol elegido con esmero; el artista tiene que comprender la piedra y quitarle
todo lo superfluo hasta liberarla. La obra maestra no la crea el escultor; sólo
lo saca a la luz. Paco decía que cuando el esculpía sólo quitaba lo superfluo,
lo que hacía era desembarazar el bloque de mármol para encontrarse con la idea
que estaba allí dentro, en el interior de la materia bruta.
Ferdinand
Céline, en El viaje de la noche mantenía
que en el fondo de toda persona hay siempre un buen hombre, una buena mujer.
Quizás en esa idea está plasmado el único modo posible para mejorar esa mota de
polvo en que viajamos. Necesitamos hombres y mujeres que sepan encontrar y
sacar a flote ese tesoro que puede ser el alma de la humanidad; sacar de
nosotros lo mejor. Necesitamos escultores que con su escoplo vayan
descascarillando, quitando, toda esa mierda que cubre el mundo, la avaricia, la
codicia, la pereza de pensar. Pedagogos que desde la infancia alumbren en los
peques esos valores escondidos que menciona Céline.
Por
la noche, un tanto despistado después de acabar ayer con el libro de Michieli,
indago por mi próxima lectura y me entran unas repentinas ganas de volver a los
clásicos y recurro a Aristófanes: Las
Aves. Pistetero y Evélpides huyen a toda prisa de su patria. No es que
aborrezca Atenas, su ciudad, es que no soportan ese cantar de los atenienses
posados día tras día sobre los procesos y la jalea de la política. Se van en
busca de un tranquilo rincón del mundo y, como no lo encuentran proponen a las
aves crear una nueva ciudad donde vivir en paz. Como se ve los problemas del
mundo actual no son nuevos. Hace 2500 años ya Aristófanes hacía salir
escaldados a sus personajes de la ciudad camino de un mundo mejor.
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