El Chorrillo, 11 de junio de 2023
Anoche
de madrugada, al calor del libro que leía, Soledad. Un verano en las
montañas, escribí un post que después de publicarlo, y estando ya en la
cama, decidí eliminar. Se acabó tanta verborrea, qué leches, me dije. Demasiado
coñazo con parecidos temas, pensé recordando que el día anterior, contra mi
voluntad, había vuelto al asunto aquel de los parques nacionales y sus
administradores, algo en ocasiones inevitable dado el afán con el que mis dedos
piden un teclado para seguir el impulso de una idea. Y es que el post volvía
por enésima a hablar del porqué de, ¿se adivina?, naturalmente, de la querencia
hacia las dichosas montañas. ¡Qué pesao!, ¿no? Y es que
resulta sorprendente cómo los asuntos, tantos, se le agarran a uno como
sanguijuelas; que no hay manera de desprenderse de ellos si no es que, como
niños con los juguetes de Reyes en las manos, no intentamos abrirles las tripas
para ver de qué están hechos por dentro. Argumenta Ortega que como el número de
objetos que componen el mundo de cada cual es muy grande y el campo de nuestra
conciencia muy limitado, existe entre ellos una especie de lucha para
conquistar nuestra atención. “Propiamente, nuestra vida de alma y de espíritu
es sólo la que se verifica en esa zona de máxima iluminación. El resto —la zona
de desatención consciente, y más allá, lo subconsciente, etc.— es sólo vida en
potencia, preparación, arsenal o reserva”. Que yo me pierda en elucubraciones,
esas que el amigo Álvaro llama pajas mentales, tiene relación con la
exploración que me sugiere el ánimo de esas zonas que Ortega llama de
desatención. Siendo nuestra conciencia limitada en relación a los hechos y
cosas del mundo, cabe pensar en las grandes posibilidades que nos esperan en la
relación que establecemos con el mundo, las personas y las cosas si conseguimos
despertar nuestra atención en direcciones en las que hasta ahora no se ha
aventurado, es decir, haciendo vibrar en el aire de nuestra conciencia esa vida
en potencia de que habla Ortega. Y esa vida en potencia, aunque ya explorada,
el porqué de esa pasión, la montaña, que arrastramos desde la temprana
juventud, la que saltaba ayer en mi lectura cuando envuelto en la niebla
descendía un despeñadero en los Alpes Julianos, la que terminó por imponérseme
y, aunque el asunto, al decir de Ortega, irrumpía en mi zona de máxima
iluminación, sucedió que el deseo de introducir un matiz más me pudo.
Probablemente ese impulso de escribir venía también dado por la reciente
conversación que había mantenido días atrás con Paco, Victoria y Pepe Hurtado
en donde el tema volvió a aparecer entre copa y copa de vino, unas rabas y el
sabor de un bacalao a la no sé qué.
El
caso es que hablando de amor, que es un sentimiento hacia algo o alguien, no me
quedaba claro esa mañana que la razón de estar allí o de meterme en los
berenjenales por los que había pasado horas antes atravesando ciertos neveros,
tuviera nada que ver con el amor; más bien todo ello con quien tenía que ver
era con mi persona, con la satisfacción de vivir experiencias en ese mundo
agreste, por sentirme capaz de afrontar ciertas dificultades y de vivir
plenamente en un entorno salvaje y solitario; tenía que ver acaso con dar
posibilidades a mi creatividad y sí, también el hecho de probarme a mí mismo,
de tensar el arco de la vida y comprobar que, pese a los años, todavía la
existencia podía poner en mis manos delicados manjares que décadas atrás
hubieran sido impensables.
En
definitiva que, más que amor a la montaña, con todo lo que ésta me pudiera
gustar, ella y la naturaleza en general, ese afán por las cumbres, acaso lo que
encierra es un exagerado amor por uno mismo, por probarte, por sentirte crecer
en medio de esa insignificancia que yo asumía como regalo de mi pequeñez en
comunión con todos los otros seres del planeta.
Todo
esto quizás un modo de dar cobertura a las otras razones, aunque para terminar hablando, hoy igual que ayer,
de lo mismo. O simplemente una manera de escuchar a la curiosidad que siempre
anda metiendo las narices en todos los sitios con su afán de saber. En el fondo
creo que existe, no obstante en esta insistencia, un afán por ampliar esa zona
de desatención que para Ortega es vida en potencia. Llegar a ser consciente de
por qué hacemos esto o lo otro, además de satisfacer nuestra curiosidad ayuda a
orientarnos y a poner en armonía lo que somos con lo que queremos ser.
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