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Original de Antonio Riaño. Me dice Antonio que hacían 50 años entonces que la cordada del Perro que Fuma había abierto la Oeste de la Aguja Negra y sus amigos les rendían su cariño y respeto. |
El
Chorrillo, 7 de junio de 2023
Aquel
vivac en La Meige
en una grieta a cuatro mil metros, la reciente experiencia de supervivencia de
Carlos, esta mañana de lluvia y de pájaros que me retiene en la cama como un
espectador privilegiado, todos los encuentros que tuve anoche en el libro de
Pisón Dibujos de campo donde inesperadamente descubrí a algunos amigos en las laderas del
Everest, del Nanga Parbat y en tanto otros sitios, Toti, Luis Bernardo, Pedro
Nicolás, Carlos, Antonio, Gerardo Blazquez, el mismo Eduardo. Todo es rabiosamente vida
cuando mi mente, alimentada por la lluvia y el piar de pájaros, llueve tras
los cristales, llueve y llueve, vuela de acá para allá. Y me pregunto,
recordando aquel vivac en la grieta de un glaciar, ¿dónde estará ahora
Fulgencio Casado, María López, la entonces novia de Mayayo, qué será de ellos?
Y como estuve tantos años al margen de aquellos compañeros con los que compartí
cuerda o tertulia y anoche descubrí en ellos una historia desconocida, esta mañana
algo sucedió en las entrañas del sueño que me ablanda por dentro y me hace
desear la compañía y el calor de estos, aquellos amigos, compañeros, que
incluso no habiéndome relacionado directamente con ellos hoy abrazaría con
gusto. La montaña, ah, la montaña; cuántos milagros se producen en torno a
ella. Porque de dónde surge si no este repentino sentimiento que me hace pensar
en tantos amigos, compañeros. Y, obviamente en especial cuando alguno se
encuentra postrado y doloroso tras el regreso precisamente de las altas
montañas.
¿Dónde,
en qué parte del alma se han posado las experiencias, los recuerdos, la
apasionada fuerza que compartimos escalando con otros, vivaqueando en cimas del
Pirineo, aquella sin más en la cumbre del Balaitus con Laure, Emiliano, Piñon;
jugando con Mayayo a subir corriendo la última cuesta del Mont Blanc; escalando
aquella maravillosa pared calcárea del Spigolo Giallo en Lavaredo con Moisés, o
la aérea y magnífica arista de las Torres de Vajolet? ¿Y las jornadas de
Galayos con sus chovas peinando con sus graznidos los alrededores de la Aguja Negra? Pero
sobre todo tantos nombres propios que vienen esta mañana a posarse sobre mi
almohada. Y sí, en un arranque de añoranza volver por un instante a aquella
corriente salvaje que recorría nuestro cuerpo, y con ella junto a tantos
compañeros por los que corría con igual fuerza el río de la vida. A veces veo
congelado el tiempo en fotografías del pasado, mi tiempo o el de otros, acá o
allá en las redes, en mis álbumes de fotografías, en imágenes que me llegan a
casa de amigos, un día vivaqueando en la cumbre del Naranjo de Bulnes, una toma
del espolón de la Brenva
o un amanecer de ámbar sobre la cumbre del Mont Blanc mientras ascendíamos las
pendientes nevadas de Les Courtes. Un día distraídamente aparecen en la
pantalla del ordenador alguno de los mil y un secreto que esconde el disco duro
y allí empiezan a desfilar como salidos de la niebla de la memoria montañas de
medio mundo, rostros de más de medio siglo.
Inmoderado
como me encuentro esta mañana bajo el influjo de la lluvia y el calor todavía
de la cobija, me admiro de cuánta y cuánta vida puede vivir encerrada en esa
pequeña mota de polvo que somos. Anoche distraídamente arrastraba las yemas de
los dedos por las pantallas de Instagram y allí me encontraba una tras otra
lógicas y deseadas formas de entender la vida, asuntos sobre la enseñanza de
los niños, la muerte, ayer con la referencia de Heidegger por medio, el elogio
amoroso de la compañera de toda la vida por parte Pepe Mujica, filosofía de la
vida encapsulada en breves mensajes, en vídeos; un improvisado manual de
filosofía de la existencia parecía aquello. Estos días, tan sensibilizado como
estoy por el dolor de los otros y el reencuentro con la vida de compañeros de
la montaña, con esa sensación de pequeñez que se me agarra al alma, buscando
una palabra adecuada a ese estado de ánim,o la encontré en aquella con la que
los antiguos griegos designaban la purificación de las pasiones del ánimo
mediante las emociones que provoca la contemplación de una situación trágica;
catarsis la llamaban ellos. Aquí no hay tragedia de ningún tipo pero sí una
extraordinaria contemplación de la vida como corriente salvaje, como agradecido
sentimiento de amistad y solidaridad, sentimientos todos ellos capaces de
ejercer una catarsis sobre nosotros capaz de conmovernos.
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