Imagen original de Glauco Muratti |
El Chorrillo, 13 de junio de 2023
A
veces, cuando miramos al pasado parece que hubieran transcurrido siglos, o
quizás que aquello que viviste fue un sueño. Lo pensaba hoy viendo una entrada
de Glauco Moratti, un grupo de amigos en la montaña alrededor de un fuego. Esos
tiempos en que fuera en Guadarrama o Pirineos podías reunirte con unos amigos
alrededor de una fogata y pasar la velada de parecida manera a como lo hacían
milenios atrás nuestros ancestros. El centro de la noche, la convocatoria
ritual, los rostros alumbrados de ámbar sobre la oscuridad del bosque, alguien
que se levanta y echa unos leños sobre la hoguera, la música del arroyo
cercano, un poto de café circulando de mano en mano mientras una distendida
conversación llenaba el silencio de la noche y arriba entre los árboles las
estrellas hacían su recorrido nocturno.
Y mi
memoria vuela a aquellos tiempos, una semana acampados con mi familia en Irati
junto a las aguas del embalse de Irabia. Unos peces ensartados en palos cocinados
sobre el fuego que habíamos pescado aquella tarde, los silencios con las
miradas fijas sobre el permanente danzar de las llamas. Tiempos en que recién
descubierta la montaña ésta era un hervidero de pasiones, una perfecta conexión
con ese mundo salvaje y solitario que uno contempla en Dersu Uzalá, todo
ese mundo primigenio que nos muestra Kurosawa en su film. Porque no era sólo la
montaña como la solemos entender ahora, era
Nosotros,
que habíamos pasado todos los veranos de nuestra niñez acampados a la orilla de
un río, el Alberche, resucitábamos aquel viejo rito más tarde en las montañas.
Para Machado su niñez fue un patio de Sevilla; para mí fueron las orillas de
aquel río. Abrirse a la vida con seis o siete años junto a un río, instalar un
campamento como los pioneros que recorrían el Oeste americano y llevar la vida
rústica de aquellos, la pesca, la exploración de los alrededores, el arco
improvisado, las flechas, la recogida de leña, y llegada la noche reunirse
junto a los otros acampados alrededor del fuego debió de quedar incrustado en
mis genes en aquella lejana experiencia de la infancia para resurgir muchos
años más tarde en un entorno muy diferente, la montaña, bien que hubo un tiempo
intermedio en que el fuego volvió a resurgir. Un tiempo en que trabajé con los
scouts. En
Quizás
el último fuego de montaña que viví fue en Guadarrama donde en una extraña
aventura lo imaginado y lo real se dieron la mano. Había organizado en
primavera una salida de dos días con mis alumnos y alumnas de octavo de la
antigua EGB. Elegimos para acampar la orilla del río Manzanares un poco más
arriba del refugio Pingarrón y allí, a la noche, hicimos una gran fogata (¡Qué
tiempos aquellos, ¿verdad?). Charlas, canciones, un rato para contemplar e identificar
las constelaciones. Era una experiencia única para aquellos tiempos en que
salir a la sierra para varios días con un grupo de alumnos que nunca habían
pisado una montaña, armados todos con los pertrechos de acampada, utensilios de
cocina y sacos de dormir o mantas, convertía la salida en algo extraordinario.
Al
día siguiente habíamos pensado subir a Peñalara y Claveles y la necesidad de
levantarse temprano hizo que nos recogiéramos pronto, pero no sin antes cumplir
el deseo de hacer una ronda de relatos de miedo, algo que a aquellos chavales y
chavalas les encantaba. El repertorio de cuentos de miedo incluía inesperados
pasos en los alrededores, sorpresivas apariciones de personajes fantasmales,
esa clase de asuntos. En ello llevábamos un rato cuando de repente alguien
pidió silencio porque había oído romperse unas ramas en los alrededores. Quedamos
en silencio. Y no, aquello no eran cuentos, eran unos repentinos pasos
apresurados. Es fácil imaginar el revuelo que se produjo entre mis alumnos. La
puerta de la tienda estaba abierta y en el
lugar del fuego todavía se podían ver algunas pequeñas brasas. Fue en
ese instante que alguien cruzó entre el fuego y la tienda. Salí
precipitadamente. Lo que me encontré allí fue un hombre armado con un enorme
fusil que lo dirigía cautelosamente hacia nosotros. A una distancia de unos
metros otro apuntaba igualmente hacia la tienda de campaña. Teníamos delante a
dos militares o policías de algún cuerpo especial que de inmediato nos cosieron
a preguntas. ¿Buscaban a alguien? ¿Nos habían tomado por miembros de
Glauco
Moratti acompañaba la imagen de arriba con estas palabras: "...Cada tarde, si había leña disponible, encendíamos
un fuego. Lo hacíamos casi con gravedad, como si en esas llamas vacilantes
estuviera implicado algo trascendente, incluso mas importante que subir las
montañas, como si en verdad, lo que veníamos a
hacer era eso, encender un fuego...". Le comentaba yo a Glauco que
cada vez que enciendes un fuego casi resulta un acto iniciático. Mis primeros
fuegos fueron en montaña y después de aquello siempre pensé que cuando tuviera
una casa propia allí habría un lugar para el fuego. Desde hace más de treinta
años el fuego me acompaña todas las noches en invierno.
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