El Chorrillo, 30 de mayo de 2023
Ese
arrastrarse como nuestros gatos al acecho de la presa, el olisqueo del ratón,
gazapo, rata, entre los arbustos, así hasta que, seguro de encontrar lo que
buscaban, abalanzarse definitivamente sobre ella. Así estos días mi recorrido
por los libros, picoteo por aquí y por allá; desecho al final uno a un tercio
de la lectura, dudo, lo continuo pocos días después, lo dejo, tomo otro,
excelente, de una prosa fascinante, pero al poco ese ambiente de barrios bajos,
proxenetas por aquí y allá, no me convence. Creo que mi tiempo limitado
necesita algo más cerca de mi apetito y entonces de repente pienso en Stefan
Zweig, en una perdida referencia que guardaba por ahí, La confusión de los
sentimientos. Lo busco en mi biblioteca digital, donde encuentro que hay
nada menos que cuarenta y cuatro títulos; pero no está allí, así que de
inmediato recurro a la biblioteca de Amazon y sí, ahí anda esperándome. En
apenas dos minutos ya tengo el libro en mi ebook. Ya no necesito husmear por
aquí o por allí, estoy en el buen camino. El infatigable y prolífico Zweig me
ha agarrado por el pescuezo de inmediato y ahora, que pensaba irme a la cama ya
mismo, aquí estoy, atrapado por su lúcida y brillante prosa.
Bueno
y aún así después de un largo día resultó que no hubo ningún muerto ni el mundo
se derrumbó, que al final llegamos al traumatólogo, pudimos comer y hasta
encontrarnos con Santiago en una terraza poco antes de entrar en el cine. Sin
embargo, cuando me di cuenta de que era inútil intentar cargar la batería del
teléfono en algún lado, o incluso comprar una, inútil porque no quería parecer
que me ahogaba en un vaso de agua, lo que sucedió es que me entraron ganas de
observar cómo era el mundo de los usuarios de teléfonos, prácticamente el cien
por cien de los viandantes y usuarios del metro, desde la perspectiva de un
sin-teléfono. Una insólita situación que me ponía en un lugar preferente desde
donde observar a mis semejantes. Bueno, no lo voy a contar aquí, de todos es
sabido que son rarísimos los viajeros y los viandantes que no llevan metidas
sus narices en el teléfono, así que mejor sólo sugiero que cierren los ojos e
imaginen la calle Carretas, la plaza de Tirso o los vagones del metro y
contemplen el espectáculo de esos miles de madrileños y foráneos. ¿Y qué verán
inevitablemente? Sí, eso mismo que todos sabemos. Si cuando Victoria estaba
embarazada no veía más que embarazadas por las calles de Oviedo, por cierto, lo
guapas que se ponen las mujeres en estado de buena esperanza, hoy nada más que
veía… ¿cómo era aquel soneto de Quevedo? Érase un hombre a una nariz pegada.
Érase un naricísimo infinito…
Fácil es imaginar a un Quevedo contemporáneo viendo el panorama de un vagón de
metro fraguando un soneto paralelo dedicado a ese hombre a un móvil pegado. En
fin que durante todo el día no dejé de ver narices, perdón, teléfonos por todos
los lados, incluido durante la sesión de cine en que varios aparatitos sonaron,
en que una espectadora a nuestra izquierda tecleo guasap tras guasap mientras
en la pantalla se sucedían unas bellas secuencias a la luz de una vela donde
los protagonistas con lágrimas en los ojos exprimían su dolor, sus
equivocaciones pasadas.
La
película, Las ocho montañas; un cine
pequeño, cómodo, acogedor, Cines Embajadores, y una historia de amistad,
de amor a la montaña, de relación hijo-padre que deja el buen sabor de las
cosas auténticas, de la búsqueda del propio camino, de las posibilidades de
encontrar otra forma posible de vida la su nella montagna.
De
nuevo a la salida unas cervezas con Santiago y Juanjo. Y conversar sobre la
película, y de allí inevitablemente pasar a la montaña, a los últimos
acontecimientos del Dhaulagiri, a la masificación, a la diferencia que hay
entre los amantes de la montaña y esos personajes que vemos, cientos, uno
detrás de otros en las laderas del Everest.
Llegamos
tarde a casa, pero con tiempo suficiente todavía para dedicar un par de horas a
la lectura. Ni me molesté en encender el teléfono, allí lo dejé cargando casi
saboreando el gusto de no tener que depender de él mientras de nuevo me
sumergía en los años adolescentes de Stefan Zweig. Los últimos dos libros que
leí de él, El misterio de la creación artística y un volumen que hablaba
de Hölderlin y de Nietszche, estaban vinculados a valles y bosques de los Alpes
por los que transité leyéndole y que hoy recuerdo perfectamente, una curiosa
fusión, un empinado bosque, el largo zigzag del sendero, arriba los restos de
una ermita y al fondo la espléndida mole del monte Monviso, todo ello envuelto
en la vida de un poeta y un filósofo. Mis lecturas están frecuentemente unidas
a caminos y largos recorridos por las montañas, esos larguísimos veranos de
vagabundear por las valles y cumbres han dejado tras de sí un enorme reguero de
libros que hoy me ayudan a localizar y recordar mi paso por senderos y bosques
del pasado. Los libros acompañan mi caminar por las montañas y las montañas y
sus sendas me sirven en correspondencia el recuerdo de muchas lecturas. Cuando
leía El misterio de la creación artística, misterio porque, sostenía
Zweig, el artista es incapaz de saber cómo se produce ésta, debido a que cuando
crea éste se encuentra fuera de sí, y por tanto imposibilitado de pensar en
otra cosa que no sea lo que está creando, recuerdo perfectamente el paisaje que
tenía ante mí, un larguísimo descenso, unos escaladores trepando por unos muros
de granito, un lago al fondo.
En
fin, que no ha estado mal este día sin teléfono y que pese a ello sigo vivito y
coleando.
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