lunes, 29 de mayo de 2023

Carlos, Céline, Obermann, Rousseau, tormenta al fin…

 

Imagen original de Antonio Riaño

El Chorrillo, 29 de mayo de 2023

 Mi terapia es la escritura, leía esta mañana en la cabecera de una entrevista a un escritor. Aceptemos que algo parecido a eso sucede, porque aquí, mano sobre mano, sin ganas de leer, no se me ocurre otra cosa que hacer que no sea dar vueltas a asuntos varios que me trae la tarde. Así que a allá voy. Lo más inmediato las últimas noticias de Carlos tras su operación de la pierna. Antes, inmediatamente después de la debacle de anoche con las elecciones, la convocatoria de las generales para julio. Y poco más, que empecé una novela de mi admirado y controvertido Céline, Guignols Band, y que anoche, una vez reconsiderada la lectura de Obermann, una buena intriga que me traigo con este libro, volví dócilmente a él tras superar ese yo yo del autor tan crecido que planea constantemente sobre gran parte del libro. Ñoño me pareció el gran Jean-Jacques Rousseau en Ensoñaciones del paseante solitario, y un tanto ñoño me parece Senancour cuando durante páginas y páginas se empeña en presentarse como un desgraciado al que la vida le resulta penosa, haciéndonoslo saber página tras página de mil y una manera. A Rousseau, ese admirado y también controvertido paladín de la Naturaleza y del hombre bueno, le sucedía otro tanto; él, debatiéndose como si fuera el centro del mundo, en medio de una sociedad donde toda ella parecía estar pendiente de él para menospreciarle, ofrecía una imagen de autocompasión tan lamentable que a punto estuve de dejar la lectura del libro, ello con todo lo interesante que había en él. Me molestan estos personajes sufridores que, en una época tan sombría en que las calles destilaban miseria por todos los lados y en las circunstancias en que ellos vivían cómodamente sin faltarles nada, se expusieran ante sus lectores como tremendamente desgraciados. Les disculpa quizás el tiempo que vivieron, tan propicio a la melancolía y a la añoranza. Así, en la introducción preliminar a Obermann se dice que se trata del “monólogo propio de un yo romántico totalizador y solipsista, incapaz de ir más allá de sí mismo”. Personas que si hubiera estado por allí Zaratustra, el de Nietszche, les habría endilgado una soberana patá en el culo para que dejarán de quejarse. Venga, leñe, que todos somos burros de carga, les habría dicho. Y si en vez de Nietszche hubiera sido Céline, lo menos que habría hecho habría sido mandarles a la mierda con alguno de sus exabruptos. Pero a Céline se le disculpa casi todo, incluso su antisemitismo y su filia un tanto nazi, cuando uno atraviesa por lo espléndido de su mejor y novedosa prosa, cuando se lee Viaje al fin de la noche, por ejemplo.

De Carlos, después de una conversación con A, que había estado esta mañana en la clínica con él tras la operación, buenas noticias tras una laboriosa y complicada operación de la que cabe esperar una larga recuperación. Me decía A por teléfono que es enorme la simpatía y el cariño que aglutina Carlos alrededor de sí, tantos y tantos amigos aquí y fuera de nuestro país que están pendientes de su evolución.

Hay una diferencial sustancial entre ser conocido, famoso y ser querido. A Carlos le admiramos, como a tantos alpinistas, no obstante la admiración que sentimos por él es de una entidad que traspasa los límites de ese concepto. El diccionario dice que admirar es contemplar con interés y placer algo de cualidades extraordinarias, sin embargo cuando nos referimos a él, involuntariamente lo que surge en nosotros es una gran sensación de empatía y amistad, le queremos, le sentimos como parte de nuestro yo entre otras cosas porque encarna unos valores y una pasión que serían las nuestras, o mejor todavía, porque encontramos en él hasta dónde la vida puede ser una pasión, un hervor, algo digno de vivir hasta las mismas instancias del final. La fama halaga a quien la ostenta, la admiración produce placer en quien conoce, contempla, sabe de unos hechos extraordinarios; sin embargo ni la fama ni la admiración tienen la capacidad de conmovernos, de provocar el afecto que nos sugiere pensar en este hombre de 84 años al que estos días hemos seguido en su largo itinerar desde las cercanías de la cumbre del Dhaulagiri en un viaje terrible y penoso a través de sus laderas y que hoy salía del quirófano con un buen puñado de clavos en la pierna emprendiendo ya el camino de la recuperación.

Y entre tanto ha oscurecido repentinamente y el cielo se ha llenado de truenos. Tormenta habemus. Tormenta amiga, tormentas horrísonas, tormentas que me disteis tantas veces la vida, esos momentos intensísimos que mi soledad en lejanas alturas de los Alpes o los Pirineos bebió como un gran plato de vida. Música para los sentidos y el alma donde el temor, el miedo, la exaltación y la grandeza de la Naturaleza se conjuntan para crear uno de los espectáculos más grandiosos que contemplar podamos. Ahora llueve a mares. En mente tengo la reciente lectura de Mal de altura y la tragedia que ocasionó en 1996 sobre el Everest aquella tormenta inesperada, y en mente tengo tantas tragedias conocidas en el Himalaya debidas a un repentino cambio de tiempo. Y en mente, como no, lo terribles e imposibles que pueden ser a gran altura cuando la tormenta y mal tiempo se presentan. Esta tarde la tormenta es placer para mis sentidos, lo fue también en la soledad de la tienda en alta montaña, aunque sólo cuando la solidez de ésta estaba asegurada. De todos modos mis recuerdos más vivos de montaña siguen siendo aquellos en que la sobrecogedora belleza, el miedo y el ulular de la tienda, dispuesta a salir volando o a ser aplastada por la lluvia torrencial, me sorprendió en algún alto collado de las montañas.

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 


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