El Chorrillo, 20 de mayo de 2023
La indefinición de lo que pensamos, de las ideas que
atraviesan como veleros en la niebla por los circuitos de nuestro cerebro, son
con frecuencia de una consistencia tan lábil que hacer el esfuerzo de parar y
prestarles la debida atención quedan, movidos como estamos por tantos
estímulos, corrientemente fuera de nuestro alcance; estímulos que uno tras otro
nos mantienen en el flujo del tiempo como si éste fuera una cinta deslizadora
automática en donde tan difícil es pararse a considerar precisamente la
labilidad con la que las ideas nos atraviesan.
Estaba hace un rato escuchando música de Rameau, por más
tendido en el suelo mientras las piernas bajaban y subían con un peso en el
extremo, y a su calor, una irrupción inesperada del coro o del fagot en un
brevísimo momento de silencio, algo empezaba a bailar en mi cerebro acunado por
la música que ininterrumpida seguía a su aire mientras yo, tratando de estar al
plato y a las tajás, seguía la música pero como arrastrando conmigo la
incipiente aparición de “algo”. E intentas seguir la partitura, pero a su vez
la idea quiere abrirse paso, algo difuso que tiene que ver con la música, con
los cantantes o el director que entusiasmado dirige la orquesta como un capitán
de barco que surcara una bella tormenta en donde toda ella está bajo el dominio
de su batuta.
¿En qué consistirá eso que intenta abrirse paso? Y ahí
queda en suspenso porque la música requiere mi atención. Y termina, Deus noster refugium, y Victoria propone
un tema más, ahora In convertendo, también
de Rameau. Y a todo esto ya no puedo seguir subiendo y bajando la pierna porque
la atención no me da para más y me distraería. Cantan en latín. Obviamente no
entiendo nada, aunque algo me imagino. Disfruto el instante. De repente quiero
ser músico, componer, algo totalmente fuera de mis capacidades. Y entonces
traslado la concepción del que escucha música a aquel otro que escribe o lee textos
poco o nada sencillos, la poesía de Huidobro, César Vallejo, T.S. Elliot, Pizarnik
y me molesta que las palabras, los párrafos carezcan de esa estructura musical
que no necesita de la apoyatura de un significado inmediato y evidente. Esa
idea de la que arrancaba este texto en donde los pensamientos nadando todavía
en la incertidumbre y en la indefinición cobran el estado de ánimo y la fuerza
de quien nadando entre aguas contrapuestas, en la oscuridad, por un momento se
concentra intentando hacerse una idea del espacio en donde nada, la posibilidad
de que la costa, algo de luz, esté en determinada dirección, pero que sometido
de golpe a la hondura abismal de un valle entre las olas, abandona el espacio
mental de los segundos previos para enfrentarse a un nuevo obstáculo, a una
concepción diferente del espacio tiempo que eran su brújula en los minutos
previos. No hay en cierta música momento de reposo en que reconsiderar el
instante porque enseguida te ves arrastrado por otra ola y por otra y por otra.
Y entonces todo es indeterminación y pleno estar bajo la presión del presente. Algo
sin embargo que sí es posible en la literatura que te permite detenerte en
cualquier momento a reconsiderar, meditar, interrogarte.
Este modo de pensar la literatura, cierta literatura, en
un espacio entre la música y el relato corriente, creo que tiene notables
representantes entre los autores que llamamos difíciles. Los libros de Lezama Lima, William Gass o
Faulkner se acercan a esta concepción ambigua, y a la vez tan real, en la que
al lector se le deja constantemente en manos de una niebla en la que éste debe
necesariamente salir de su zona de confort para asirse como a un tablón a la
deriva si quiere llegar a la orilla sin haber naufragado, aquella en que la
niebla desaparece y el placer de la lectura se funde con algún tipo de
desenlace.
Hay quien ama la solidez narrativa que te hace no levantar
cabeza del libro, pero hay sin embargo otros modos de acercarte a la lectura en
que, recurriendo a ejemplos familiares a los caminadores y escaladores, con
cierta frecuencia hay que echar mano del mapa o de la brújula, tentar un
diedro, una placa, dar un rodeo. La cima de la montaña no se alcanza entonces cómodamente
sentado en un funicular sino en un continuo esfuerzo de atención por no perder
un sendero, por encontrar la vía de acceso que aquí o allá nos obliga a
detenernos para considerar el hilo narrativo o las ideas que surgen a uno u
otro lado del sendero, de las páginas del libro.
Tiene la dificultad, tanto en la música, la literatura como
en la vida, un nosequé de atractivo que
no necesita de padrinaje para sustentarse por sí misma. Esta noche, cuando oía
las obras de Rameau, caía en la frecuencia con la que mi atención se extravía
entre los pensamientos espontáneos que me surgen mientras escucho música. Y no era
exclusivamente la desatención lo que consideraba, tiene que ver también con el
incesante e irrefrenable flujo en que los pensamientos corren por dentro de
nosotros, una dispersión que algo está relacionada con nuestro modo de vida,
con la cantidad de estímulos de que estamos rodeados a cada momento (inútil
sería hablar de la intemperancia del teléfono y las infinitas posibilidades que
tenemos de acceso que nos proporcionan plataformas de todo tipo), con los
deseos desordenados de leerlo todo, oírlo todo y estar como Dios en todos los
lados.
Y claro, con este panorama, ¿quién es el rico que así, sin
más, teniendo la tele al lado, las redes entre los dedos, todo el cine del
mundo a disposición, la música… quien es el que da a pausa en lo que está
haciendo, viendo, guasapeando, escuchando, etcétera, para intentar aclararse sobre una idea
que te ha surgido mientras oías a Rameau, veías una película o andabas
curioseando en Instagram?
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