El Chorrillo, 4 de mayo de 2023
Esta mañana, camino del collado de Medio Celemín, le
comentaba a Eduardo que admiro a la gente que escribe bien y que lo hace sobre
cualquier tema que se ponga por medio. Le decía que si tuviera que ganarme la
vida a diario, al modo en que lo hacían, por ejemplo, Francisco Umbral o Haro
Tecglen y tantos buenos escritores, seguro que ello no me daría ni para pagar
la gasolina que gasto para ir a la montaña. Si la cosa no me sale con toda
espontaneidad, un pensamiento fugaz, una idea que me la trae la brisa de la
tarde, no hay escritura que valga; no hay escritura si no lo siento vivamente
dentro de mí. Le decía a mi amigo Toño hace un rato que la idea la tenía, pero
que no conseguía encauzarla, esa que aparece como título. Es decir, que puede
suceder que tengas la idea y que no encuentres el modo de desarrollarla, bien
porque evadir los tópicos es complicado, bien porque uno es un verdadero inútil
en esto de acertar, que si bien pinchar a veces una aceituna con un palillo
requiera varios intentos, también es cierto que a veces el destino de lo que
uno escribe sea la papelera. Pues algo me sucede a mí hoy que siento muy fresco
por dentro eso de la amistad, pero que no hay modo de pillar la aceituna, así
que por vía de demora, como le sucedía al caballo de Orlando Furioso de Ludovico Ariosto, que escribía un larguísimo capítulo
en que lo único que hacía era menear la perdiz llevando al caballo de un lado
para otro, así hasta que se le desentumecieron las neuronas y ya pudo lanzar al
caballo a la plena aventura. Mi escritura de hoy sigue el mismo ejemplo de Orlando, porque cualquiera que haya
conseguido leer hasta aquí, lo cual ya sería meritorio de su parte, seguro que
andaría diciendo para sí, venga, tío, déjate de exordios y al grano.
Sí, mejor, que como no se me aparezca la virgen voy a
tener que echar un poco más de voluntad para sacar al caballo de las rodadas
circulares en las que está metido. Así que mejor comenzar por el principio lejos
todavía de Valdemanco, que yo me desperté esta mañana después de dormir casi
ininterrumpidamente treinta y seis horas, que fue el colofón de un cansancio
infinito acumulado durante una semana después de un rudo trabajo de desbrozar arbustos, talar árboles, hacer
leña y trasladarla a la leñera, un trabajo que había pospuesto varios años atrás
y que últimamente cada vez que paso por Batres donde el pasado año un incendio
había arrasado casas y pequeños bosques, me recordaba mis obligaciones
improrrogables de cara al verano. Y que despertándome y a punto de desayunar me
dio una lipotimia de caballo, dos veces perdí el sentido (Pedro enseguida me
haría el diagnóstico, tantas horas de sueño pueden hacer descender la tensión
hasta el punto que sucedan esas cosas). Coño, me encontraba mal, pero es que
había quedado y además, y precisamente, rubor me da decirlo, con amigos tan tan
interesantes, que cómo iba yo a perderme un paseo primaveral por los floridos
campos arriba Valdemanco, las jaras a rebosar inundando con la nieve de sus pétalos
todos los parajes, los cantuesos, los enebros, ese hermoso paraje que se abre a
la derecha subiendo a Medio Celemín. Así que tira palante, algo me repuse y
hube de conducir discretísimo por si las moscas. De todos modos el cuerpo lo
que pedía era despanzurrarme en un prado y pasar allí el resto del día. El caso
es que llegamos y allí nos estaban esperando. Y milagro debió de ser porque fue
darnos los abrazos de rigor, contarles mi historia y echarme casi un rapapolvo
Pedro por haber llegado hasta allí y que bueno, que ya que había sorteado los
asuntos del tráfico, que nos sentábamos en un prado y charlábamos hasta la hora
de la comida; milagro porque casi se me fue el patatús de repente.
Cuando hablo de la amistad, siempre me acuerdo de aquel
ensayo sobre ella que escribiera Montaigne, y en el que explicaba que la
amistad era superior al amor porque la amistad es desinteresada. Yo creo que
Montaigne exageraba un poco probablemente basado en esa enorme amistad que le
unía a De
El deseo de tener amigos es tan fuerte que no ha habido
verano de los muchos que he pasado caminando por los Alpes que encontrándome
con caminantes solitarios no hayamos terminado, tras una charla de no muchos minutos, despidiéndonos con un caluroso abrazo tras intercambiar correos
electrónicos o números de teléfono. Incluso allí estaba Alessandra una italiana
con quien tantas migas hice y a la que yo, después de un mes y medio de no probar
mujer –quizás uno de los más graves inconvenientes de caminar solo por las
montañas :-)– gentilmente ofrecí dormir bajo el techo de mi tienda y a lo que
ella tan gentil como yo respondió con un magari
la prossima volta. Ya aduje más arriba que discrepaba con Montaigne en esto
de qué es más amor o amistad.
Respecto a esa pasión por hacer amigos nada mejor que mostrar una de esas fotografías que me gusta hacer cuando viajo por los mercados del mundo, donde tantas y tan bellas imágenes se pueden sacar, colores, texturas, rostros. Pues en aquella ocasión paseaba por algún mercado de Méjico (seguro que cuando Victoria mire este texto ya me está cambiando la j por la x) cuando me tropecé con una señora que vendía verduras totalmente embebida en la lectura de un libro, todo un tocho, que llevaba el título de Cómo ganar amigos, una mujer mayor que vista fuera del mercado nunca habría imaginado sumida en semejante título.
A estas alturas de la escritura, pese a que no sabía cómo
empezar, está claro que si no me doy prisa en echar el cierre esto no lo va a
leer ni Dios, que ya me lo advertía hace días yo mismo.
Aquí los amantes de las flores hacen su agosto |
En fin que aparcamos los coches y tiramos parriba, y la
montaña estaba bellísima y visitamos el chozo de paja y barro de Mario que está
un poco abandonado desde que nuestro hijo abrió la quesería (ojo, cuando
paséis por Valdemanco no olvidéis pasar por ella, Quesería Los Cantares, allí se hace el mejor queso de Madrid, al
decir de los expertos). Y que me encantó que mis amigos estuvieran también
encantados con el lugar y con el chozo, un reducto de paz y belleza al que ya
algunas veces he querido retirarme por una pequeña temporada a meditar y
tocarme la barriga. Y visto el lugar y tomadas las adecuadas fotografías coger un caminillo entre los jarales, chaparros y robles y continuar charlando de esto
y de lo otro, sin premura, tranquilos, a ese paso apacible que uno aprende con
la edad y que, cuando comentábamos el gusto por ese caminar tranquilo, Mar
miraba de reojo a Pedro como echándole un cable para que ese caminar tranquilo
lo incorporara con más frecuencia a su agenda.
No me digáis que no averiguáis quién es el hombre feliz de la expedición. |
Y llegamos al Medio Celemín, no sin antes haber aprendido
de Eduardo y de Pedro un buen número de nombres de flores, y allí quedamos bajo
la silueta de Cancho Gordo tomando un piscolabis mientras esa tranquila charla
que nos habíamos traído durante todo el camino seguía su curso, la infinita
sabiduría y humanidad de Eduardo al que un novato se podría asomar con el reparo
que da la distinta altura del conocimiento y la profundidad del pensamiento,
pero que se disolvería con sólo intercambiar
unos minutos de conversación con él; la no menos ilustración de Pedro y su
entusiasmo para todo, siempre con ese rostro de quien está celebrando en todo
momento la vida; la más discreta Mar, que sólo conocíamos por las redes sociales
y que resultó una gratísima conversadora.
Más tarde hubo comida en un restaurante y con ella esa tan agradable sensación que produce la compañía de los amigos, la conversación que sin solución de continuidad pero que sosegadamente pasa de un tema a otro con la
suavidad con que una frase musical da paso a la siguiente… tan buenos
conversadores eran los cuatro.
Observad lo buen escuchador que es el amigo Eduardo... |
No hay comentarios:
Publicar un comentario