El Chorrillo, 7 de abril de 2023
El
centro de Madrid, el Retiro, todo, hoy era un fenomenal hervidero de gente,
multitudes por todos los lados; sin embargo, a diferencia de ayer que las
multitudes -hablaba del entorno de montaña- eran para salir corriendo, para
huirlas, hoy la multitud era objeto de mi atención, del gusto de compartir los
mismos espacios, del gusto de mirar rostros, modas, mujeres bonitas, ancianos,
gente corriente embebida en sus pensamientos, grupos de jóvenes en el Retiro en
el césped alrededor de una cerveza, hombres o mujeres leyendo desconocidos
libros. Multitud. Los alrededores del estanque del Retiro tenían el aspecto de
dos abigarradas manifestaciones que codo con codo se estuvieran cruzando
abriéndose paso hacia destinos opuestos.
Sin
embargo hoy todo esto era paisaje de paso camino de una tarde de teatro allá
por la calle Barquillo en el Infanta Isabel. La ternura, era la obra (Alfredo Sanzol). Hora de comienzo, las
siete y media, eso creímos. Llegamos allá despacio, caminando sin prisas desde
Retiro a Cibeles y de allí a la calle Barquillo. Las siete y cinco, nadie en la
puerta, esperamos paseo arriba, paseo abajo hasta que Victoria me dice que
compruebe si llevo los pdfs de las entradas. ¡Ostras!, la obra comenzaba a las
siete. Carreras hacia la puerta. Cerrada, golpeamos en las vidrieras con los
nudillos. Sale un empleado. Nos disculpamos. Nos introduce en la oscuridad de
la sala.
A la
ternura a veces la damos nombres apresurados, hablamos de seducción, de sexo, de
la premura de satisfacer un deseo que germina en nosotros con singular fuerza y
que a veces compromete o enmascara una fuerza superior que subyace en el
entorno de las relaciones sexuales. Hablo de la ternura. Es tan fuerte la
genitalidad y todo lo que nos empuja a fundirnos en un abrazo, en el interior
del otro, que es fácil que olvidemos que en el fondo de nosotros lo que realmente
hierve a fuego lento es un infinito sentimiento de ternura. Quienes durante
tanto tiempo, tantos siglos, la iglesia Católica en particular, han visto en el
sexo algo pecaminoso, no han tenido ni puta idea nunca lo que de ternura
encierra esa aproximación de hombres y mujeres a la búsqueda de su propio
encuentro. Quizás uno de los sentimientos más nobles, más estremecedoramente escandalosos
porque siendo la ternura un sentimiento donde los seres humanos expresamos
nuestro más hondo sentir, pareciera que expresándola desnudáramos ante los demás
nuestra entera intimidad.
En la
obra de hoy, una ternura reprimida, castigada, relegada a un escondido rincón
del ser pero que al soplo impreciso de algo que baila en el aire, porque acaso
la ternura es como ese polen que circula en primavera inundando el aire con el
deseo de fecundar el planeta entero, prende la tierra húmeda del deseo haciendo
confesión de su inquebrantable necesidad de besar, abrazar, acariciar, unos
labios, un cuerpo, una mejilla; incluso la cabeza de un gato, el pelaje de
nuestro perro acurrucado junto a nuestro lugar de lectura.
Cuando
la poderosa fuerza de la ternura llega es como un riacho que de repente inundara
la entera pradería de nuestro ser llenándola de la fértil humedad donde los
mejores sentimientos germinan, guauuu!, como si una sobrepresión interior nos
estuviera desbordando.
Se
observa fácilmente que hablamos con excesiva fatuidad de eso que llaman hacer
el amor (sic…), y que acaso la frivolidad o la incapacidad de expresar
sentimientos veraces y experiencias íntimas que más tienen que ver con la
ternura que con la experiencia del orgasmo, nos impiden experimentar la fuerza explosiva
de ternura que tantos contactos humanos encierran.
¿No
ha notado nadie que después de la pandemia que hemos sufrido cada vez son más
calurosos los abrazos con los amigos, los besos y abrazos con la familia? ¿No
demuestra ello que la ternura anduvo durante la pandemia tan soterrada y
enjaulada que ahora, a no más tardar, se le ha quitado el rubor de encima y ha
sustituido el apretón de manos por el abrazo generalizado?
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