jueves, 6 de abril de 2023

Ternura. El encanto de la multitud.

 



El Chorrillo, 7 de abril de 2023

El centro de Madrid, el Retiro, todo, hoy era un fenomenal hervidero de gente, multitudes por todos los lados; sin embargo, a diferencia de ayer que las multitudes -hablaba del entorno de montaña- eran para salir corriendo, para huirlas, hoy la multitud era objeto de mi atención, del gusto de compartir los mismos espacios, del gusto de mirar rostros, modas, mujeres bonitas, ancianos, gente corriente embebida en sus pensamientos, grupos de jóvenes en el Retiro en el césped alrededor de una cerveza, hombres o mujeres leyendo desconocidos libros. Multitud. Los alrededores del estanque del Retiro tenían el aspecto de dos abigarradas manifestaciones que codo con codo se estuvieran cruzando abriéndose paso hacia destinos opuestos.


Eso fue después de que, como hago habitualmente cuando comemos en Madrid, me echara la siesta en el césped del Retiro a la sombra de un pino. La ciudad como espectáculo, cuando al ánimo le pilla en estado de buena esperanza, de agradecido reconocimiento por pertenecer a una determinada sociedad con la que tantas veces entras en conflicto por las tantas cosas que no te gustan de ella, pero que en tales circunstancias te resulta tan acogedora, tan heterogénea, tan multicultural, toda llena de vida. Cuando Madrid es una fiesta en donde todas las lenguas del mundo se cruzan y cada esquina, cada estatua, cada calle es un motivo para la curiosidad de los turistas y para los ojos despiertos que como los míos hoy, salidos del adormecimiento de la reiteración, ven la ciudad como un avanzado hecho de civilización, un complicado mecanismo que como los conductos neurales del cerebro y sus sinapsis coordinan todos sus servicios para que haya armonía en su conjunto; cuando percibes la ciudad y sus paseantes como un organismo vivo en el que tú, observador privilegiado, eres parte al mismo tiempo de ese organismo; cuando la ciudad es un compendio de civilización, de cultura, de lo que somos y que de otra manera sin ciudades y sin todo lo que en ellas se ha desarrollado a lo largo de los siglos, tan poca cosa seríamos los sapiens. Hoy mismo, cuando todos nos echamos a la carretera, hacia el mar o la montaña o nos perdemos por las calles de la ciudad unos, otros a correr tras un poco de Naturaleza, de sol, muchos en busca de algo que alivie las rutinas y los trabajos corrientes.

Sin embargo hoy todo esto era paisaje de paso camino de una tarde de teatro allá por la calle Barquillo en el Infanta Isabel. La ternura, era la obra (Alfredo Sanzol). Hora de comienzo, las siete y media, eso creímos. Llegamos allá despacio, caminando sin prisas desde Retiro a Cibeles y de allí a la calle Barquillo. Las siete y cinco, nadie en la puerta, esperamos paseo arriba, paseo abajo hasta que Victoria me dice que compruebe si llevo los pdfs de las entradas. ¡Ostras!, la obra comenzaba a las siete. Carreras hacia la puerta. Cerrada, golpeamos en las vidrieras con los nudillos. Sale un empleado. Nos disculpamos. Nos introduce en la oscuridad de la sala. La Reina Esmeralda odia a los hombres porque siempre han condicionado su vida y le han quitado la libertad, así que cuando la Armada Invencible en la que navegan pasa cerca de una isla que La Reina considera desierta crea una tempestad que hunde el barco en el que viajan. Su plan es quedarse a vivir en esa isla con sus dos hijas, Salmón y Rubí, para no volver a ver un hombre en su vida. La isla, habitada por tres hombres, un padre y dos hijos, uno de los cuales no ha visto nunca una mujer, es el escenario de desternillantes situaciones en las que las mujeres disfrazadas de hombres intentan por todos los medios camuflar su género. Dos mundos que en teoría se repelen por desafortunadas experiencias anteriores en ambos casos, terminan en el dilatado tiempo de la duración de la obra, tras peripecias propias de la mejor comedia, por ir desmantelando los prejuicios y poniendo al descubierto la enorme ternura que el otro sexo despierta en unos y otras. Poco a poco, como quien va descubriendo un velo escena tras escena, la ternura se hace reina de la escena y sobre la urdimbre de los encuentros y desencuentros se va tejiendo acaso eso que tan universalmente campanillea dentro de nosotros.

A la ternura a veces la damos nombres apresurados, hablamos de seducción, de sexo, de la premura de satisfacer un deseo que germina en nosotros con singular fuerza y que a veces compromete o enmascara una fuerza superior que subyace en el entorno de las relaciones sexuales. Hablo de la ternura. Es tan fuerte la genitalidad y todo lo que nos empuja a fundirnos en un abrazo, en el interior del otro, que es fácil que olvidemos que en el fondo de nosotros lo que realmente hierve a fuego lento es un infinito sentimiento de ternura. Quienes durante tanto tiempo, tantos siglos, la iglesia Católica en particular, han visto en el sexo algo pecaminoso, no han tenido ni puta idea nunca lo que de ternura encierra esa aproximación de hombres y mujeres a la búsqueda de su propio encuentro. Quizás uno de los sentimientos más nobles, más estremecedoramente escandalosos porque siendo la ternura un sentimiento donde los seres humanos expresamos nuestro más hondo sentir, pareciera que expresándola desnudáramos ante los demás nuestra entera intimidad.

En la obra de hoy, una ternura reprimida, castigada, relegada a un escondido rincón del ser pero que al soplo impreciso de algo que baila en el aire, porque acaso la ternura es como ese polen que circula en primavera inundando el aire con el deseo de fecundar el planeta entero, prende la tierra húmeda del deseo haciendo confesión de su inquebrantable necesidad de besar, abrazar, acariciar, unos labios, un cuerpo, una mejilla; incluso la cabeza de un gato, el pelaje de nuestro perro acurrucado junto a nuestro lugar de lectura.

Cuando la poderosa fuerza de la ternura llega es como un riacho que de repente inundara la entera pradería de nuestro ser llenándola de la fértil humedad donde los mejores sentimientos germinan, guauuu!, como si una sobrepresión interior nos estuviera desbordando.

Se observa fácilmente que hablamos con excesiva fatuidad de eso que llaman hacer el amor (sic…), y que acaso la frivolidad o la incapacidad de expresar sentimientos veraces y experiencias íntimas que más tienen que ver con la ternura que con la experiencia del orgasmo, nos impiden experimentar la fuerza explosiva de ternura que tantos contactos humanos encierran.

¿No ha notado nadie que después de la pandemia que hemos sufrido cada vez son más calurosos los abrazos con los amigos, los besos y abrazos con la familia? ¿No demuestra ello que la ternura anduvo durante la pandemia tan soterrada y enjaulada que ahora, a no más tardar, se le ha quitado el rubor de encima y ha sustituido el apretón de manos por el abrazo generalizado?

 

 

 


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